Muri¨® mientras las aves volaban hacia el sur
El pecho de su padre se contrajo y, agarrado a los pies de la cama, el hijo crey¨® ver que de su boca se liberaba un h¨¢lito blanco que tal vez era el alma que se le escapaba
Un d¨ªa de septiembre de 1982, cuando la melancol¨ªa del final del verano ya se hab¨ªa instalado en la playa vac¨ªa, recibi¨® la noticia de que su padre estaba agonizando. Cuando lleg¨® a la casa familiar se encontr¨® con sus hermanos, que hab¨ªan asistido a la agon¨ªa durante toda la noche. Despu¨¦s de los silenciosos abrazos, ellos aprovecharon su llegada para tomar algo en el bar de la esquina que les permitiera resistir en pie las horas tan duras y lo dejaron a solas en la habitaci¨®n ante el padre. Agarrado a los pies de aquella cama antigua, grande, de madera oscura con remaches dorados, vio que el padre se hallaba tapado con una s¨¢bana hasta la cadera, con el pecho desnudo y rayado por unas costillas casi transparentes, como un Cristo descendido del madero. Sumido en una respiraci¨®n sumamente fatigosa, todo daba a entender que de un momento a otro, despu¨¦s de latir durante 84 a?os, el coraz¨®n se iba a parar y lo har¨ªa ante su presencia. Mientras el padre se dispon¨ªa a entregar el alma, al hijo le llegaban recuerdos que ven¨ªan de muy lejos.
Nada hab¨ªa cambiado en esa habitaci¨®n en la que ¨¦l hab¨ªa nacido en esa misma cama unos meses antes de que estallara la Guerra Civil; all¨ª estaba la imagen de la Virgen del Carmen dentro de una urna de cristal y la c¨®moda de caoba con los cajones en los que, de ni?o, le gustaba hurgar en sus secretos hasta encontrar la lencer¨ªa de su madre, el corpi?o rojo, las medias de seda, las prendas ¨ªntimas de encaje, el joyero, los frascos de colonia, todo impregnado con un aroma de lavanda; all¨ª estaba el aguamanil del tocador, su espejo ovalado, una pastilla de jab¨®n Heno de Pravia, el perchero del que colgaban el bast¨®n de ¨¦bano y el sombrero de paja, el ¨®leo que presid¨ªa todav¨ªa la cabecera de la cama, un san Jos¨¦ sentado que mantiene entre sus faldas el Ni?o, al que parece que le est¨¢ ense?ando a dar los primeros pasos. Seguramente en esta cama fue engendrado con los gemidos rituales, ignoraba si con amor, con pasi¨®n, con desgana o simplemente por azar una noche de verano mientras cantaban los grillos y brillaban las luci¨¦rnagas. Esta vez los gemidos no eran de placer, si bien el placer y el dolor se expresan con rasgos id¨¦nticos en el rostro y tambi¨¦n tienen el mismo sonido la risa y el llanto. A fin de cuentas, la vida y la muerte no tienen m¨¢s oficio que el de atraerse hasta encontrarse, puesto que no pueden existir una sin la otra. En esta misma cama tambi¨¦n muri¨® su madre y fue su nombre, Miguel, la ¨²ltima palabra que pronunciaron sus labios.
Esa habitaci¨®n conten¨ªa el arcano secreto de toda la familia. Entrar en ella de forma clandestina, como ¨¦l hac¨ªa de ni?o, era una aventura de explorador. Ahora su padre agonizaba all¨ª ante sus ojos con la respiraci¨®n entrecortada, semejante a la de un atleta a punto de llegar a la meta. Parec¨ªa concentrado en su propia muerte, con los ojos cerrados llamando con gemidos a Dios en el que cre¨ªa hasta lo m¨¢s profundo de la conciencia. Durante media hora solos los dos en la habitaci¨®n en penumbra, el hijo se sorprendi¨® al comprobar que el viejo resquemor que le hab¨ªa infundido se hab¨ªa convertido en una compasi¨®n insondable. No pod¨ªa culparle de nada, ni siquiera de su autoritarismo, ni de su incapacidad para manifestarle un sentimiento de ternura cuando era ni?o. Pese a que no pod¨ªa olvidar aquel dedo que le mandaba callar o le indicaba el camino obligado contra todos los placeres de la libertad o la mirada severa con la que le juzgaba, ante su figura agonizante sinti¨® una extra?a piedad que le impulsaba a quererle.
Y en ese momento, el pecho de su padre se contrajo, y agarrado a los pies de la cama, el hijo crey¨® ver que de su boca se liberaba un h¨¢lito blanco que tal vez era el alma que se le escapaba. Su padre hab¨ªa muerto y ¨¦l era el ¨²nico testigo. Con la muerte del padre, este hijo, que siempre fue tomado como el hijo pr¨®digo, sinti¨® que en su nuca se desataba el nudo de la culpa. Por primera vez se sinti¨® libre. Hab¨ªa muerto el juez.
Sucedi¨® al final de un verano, cuando pasaban en bandadas las aves hacia el sur y en el pueblo se celebraban las fiestas de la Virgen de septiembre. Despu¨¦s del entierro, este hijo que acababa de descubrir el amor filial, ya liberado de la culpa, volvi¨® al mar para navegar hasta que llegaron los primeros aguaceros que daban entrada al oto?o. Era el tiempo en que bajaban los atunes desde el golfo de Le¨®n y las tardes tomaban un olor a uva madura y las moscas se volv¨ªan muy pegajosas. Las terrazas de los bares ten¨ªan las sillas, las mesas y los toldos recogidos. Era el momento de volver a la ciudad. En aquellos a?os todav¨ªa ten¨ªa el aliento necesario para creer que hab¨ªa llegado a este mundo para triunfar.
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