Viajes literarios, humo de la memoria
A veces un largo recorrido ha quedado reducido a una sensaci¨®n, a una instant¨¢nea, fugaz pero imborrable
Lo mejor de cualquier viaje literario es ese momento en que uno decide dejar atr¨¢s la rutina de todos los d¨ªas y manda por delante previamente su alma a ese pa¨ªs, a esa ciudad que ha elegido como destino. Uno debe llevar un equipaje sucinto, llenar con lo necesario una peque?a maleta o una mochila y acariciarla como a una perra que te va a seguir a todas partes con una fidelidad absoluta. El hecho de preparar la maleta para viajar es uno de los actos m¨¢s felices de la vida, solo comparable al hecho de regresar a casa para convertir en humo de la memoria la experiencia vivida. Entre estos dos momentos de placer se desarrolla el viaje en s¨ª mismo, que suele estar lleno de penalidades y contratiempos. Pr¨¢cticamente a lo largo de mi vida apenas he viajado un par de veces como un simple turista que llega a una ciudad y sigue de forma bovina a un gu¨ªa que te lleva a ver catedrales y museos y se demora explic¨¢ndote cada detalle hasta que se te revientan los pies. He dado la vuelta al mundo y siempre he buscado en cada pa¨ªs, en cada ciudad, un motivo profesional para estar all¨ª.
A veces durante los insomnios dejo volar la imaginaci¨®n sobre aquellos lugares que a lo largo de los a?os han quedado grabados para siempre en la memoria. Si Melville dec¨ªa que las verdaderas ciudades son aquellas que no est¨¢n en ning¨²n mapa, pienso que se refer¨ªa a esos lugares que siendo absolutamente verdaderos con el tiempo se convierten en imaginarios. A veces un largo viaje ha quedado reducido a una sensaci¨®n, a una instant¨¢nea, fugaz pero imborrable. No puedo olvidar el olor a arenque fresco que transportaba el r¨ªo Nev¨¢ a su paso por San Petersburgo, junto al Hermitage, el antiguo Palacio de Invierno. Si ese olor ha quedado en mi cerebro ser¨¢ porque su recuerdo es m¨¢s profundo que las haza?as de la historia y de la pol¨ªtica. De hecho, el asalto al Palacio de Invierno por los bolcheviques al final despu¨¦s de tantos a?os qued¨® en nada; la revoluci¨®n sovi¨¦tica ya no existe; en cambio, el olor de arenque perdura.
Llegu¨¦ a Fez un d¨ªa de Ramad¨¢n, era primavera y hab¨ªa luna llena; desde el minarete de la mezquita Karaouina al atardecer, las trompetas de plata que anunciaban el fin del ayuno atravesaban los aromas de pan caliente que sal¨ªan de las tahonas y el que emanaban todas las hariras que se estaban cocinando en el laberinto de la medina y que me llegaban hasta el hotel Pal¨¢is Jama?. Para m¨ª Fez siempre ser¨¢ ese aire dominado por el olor de dulces muy azucarados unido al t¨¦ con hierbabuena, una forma como cualquier otra de espiritualidad siempre que se oiga el c¨¢ntico del muec¨ªn.
Navegando las aguas del r¨ªo Zambeze, entre Zambia y Zimbabue, cerca de las cataratas Victoria, era imposible sustraerse a este maleficio: la belleza de las fieras es inseparable de su crueldad y a su vez esta crueldad es la ¨²ltima forma de inocencia. Las riberas del r¨ªo Zambeze estaban orladas de cocodrilos. Un ejemplar de cuatro metros se acerc¨® a la barcaza en cuya cubierta entoldada tom¨¢bamos gin-tonics contra el resplandor de una tarde de fuego. La fiera lleg¨® a rozar con su cuerpo la amura y pudo haber dado un latigazo con la cola para descolgar a alguno de los pasajeros que lo contempl¨¢bamos asomados por la borda con fascinado horror. Ese gin-tonic bebido a sorbos muy medidos ante la mirada del cocodrilo ser¨¢ para m¨ª inolvidable.
Durante los insomnios la imaginaci¨®n vuela desde la puesta de sol sobre las colinas de ?frica al moho milenario que cubre las l¨¢pidas del viejo cementerio de Praga y desde all¨ª se diluye en las aguas verdosas del Ganges a su paso por Calcuta, en cuyas escalinatas en ambas riberas saltaban los monos sobre las piras de los cad¨¢veres que se estaban incinerando. Despu¨¦s estaba el ronroneo de las oraciones de los monjes de But¨¢n, los cuerpos espl¨¦ndidos de las muchachas que jugaban al b¨¦isbol sobre la arena de la playa de Copacabana, el tren que sub¨ªa renqueando desde Cuzco hasta el Machu Pichu o las barcazas de la isla Elefantina con sus velas color azafr¨¢n que te llevaban por el Nilo o el sudor que empa?aba los ojos en la ascensi¨®n por los propileos hasta la Acr¨®polis de Atenas o las letrinas en circulo de ?feso donde Pit¨¢goras explicaba su teorema.
Chicago, Tijuana, Kigali, Pek¨ªn, Bankov, Sumatra, Nairobi, el desierto de Atacama, la isla de Pascua, el sonido de un p¨¢jaro carpintero que sintetizaba todo el silencio de la Patagonia y as¨ª hasta que finalmente me duermo. Llega un tiempo en que el perfecto viajero es aquel que da la vuelta al mundo sin levantarse de la cama. Seg¨²n Parm¨¦nides, el movimiento solo es una ilusi¨®n de los sentidos. Todos los lugares del mundo son el mismo lugar. El sue?o de todo esto es el verdadero viaje.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.