Aquellos meses oscuros que compart¨ª con Patricia Highsmith hace 30 a?os
Hura?a y enferma, la autora de ¡®Extra?os en un tren¡¯ pas¨® su ¨²ltimo invierno encerrada en su casa de Suiza con una asistente espa?ola entonces veintea?era
Le¨ª toda la obra de Patricia Highsmith de una sentada en oto?o de 1994. Yo ten¨ªa veinte a?os y viv¨ªa con la autora en su casa de Tegna (Suiza) en una habitaci¨®n empapelada con sus primeras ediciones en orden cronol¨®gico. Pat ten¨ªa 73 y sab¨ªa que estaba a punto de morir.
Mis recuerdos empiezan en un tranv¨ªa blanco y azul yendo a la casa de Anna y Daniel Keel en Z¨²rich. Anna era pintora y tuve la suerte de ser una de sus modelos desde que mi novio de entonces me la present¨® a los 17 a?os. Su marido Daniel, cofun...
Le¨ª toda la obra de Patricia Highsmith de una sentada en oto?o de 1994. Yo ten¨ªa veinte a?os y viv¨ªa con la autora en su casa de Tegna (Suiza) en una habitaci¨®n empapelada con sus primeras ediciones en orden cronol¨®gico. Pat ten¨ªa 73 y sab¨ªa que estaba a punto de morir.
Mis recuerdos empiezan en un tranv¨ªa blanco y azul yendo a la casa de Anna y Daniel Keel en Z¨²rich. Anna era pintora y tuve la suerte de ser una de sus modelos desde que mi novio de entonces me la present¨® a los 17 a?os. Su marido Daniel, cofundador y due?o de la editorial Diogenes Verlag, era brutalmente honesto, pero ten¨ªa ojos bondadosos. Sus muchas pilas de libros les val¨ªan de muebles.
En una de las ¡°cenas interesantes¡± que celebraban, Dani me coment¨® que estaba ¡°desesperado¡± buscando a alguien que hablara ingl¨¦s, tuviera carn¨¦ de conducir y pudiera mudarse a cuidar de un autor en su casa del Ticino. ¡°No puedo anunciar el puesto en el peri¨®dico¡±, suspir¨®. El hombre discreto que hab¨ªa ocupado el cargo durante meses acababa de anunciar que no pod¨ªa m¨¢s y se iba a meter a monje. ¡°Hablo ingl¨¦s¡±, dije en ingl¨¦s. Estaba a punto de volver a Espa?a para empezar tercero de carrera, pero pod¨ªa recoger los libros, volver en octubre y quedarme hasta los ex¨¢menes de diciembre. Dani neg¨® con la cabeza y me dijo que el autor era Patricia Highsmith. Yo no reaccion¨¦. ¡°?Qu¨¦ libros suyos has le¨ªdo?¡±, me pregunt¨®. ¡°Ninguno¡±. Se le escap¨® una carcajada. Preguntar¨ªa a Pat pero, dada mi edad, no deb¨ªamos hacernos ilusiones.
Menos de una semana despu¨¦s, cog¨ª el tren de Z¨²rich a Locarno. Patricia Highsmith hab¨ªa aceptado entrevistarme. En el viaje termin¨¦ El temblor de la falsificaci¨®n, el primer libro suyo que le¨ª. El hombre que hab¨ªa cuidado de ella me abraz¨® cuando vino a recogerme a la estaci¨®n. ¡°Es una autora extraordinaria...¡±, me dijo. ¡°Pero no le gusta mucho la gente. Vas a notar que la molestas; no pienses que es algo que has hecho t¨². Ella es as¨ª¡±. Me dej¨® en su puerta exclamando ¡°Buena suerte¡±, sin bajarse del coche.
La casa brutalista, de ladrillo blanco y una sola planta, me pareci¨® una enorme U. Highsmith la dise?¨® con ayuda de un arquitecto de Z¨²rich, Tobias Ammann, en 1988. Era la casa de sus sue?os (con la que hab¨ªa so?ado literalmente) y muy similar a la del arquitecto protagonista de su primera novela Extra?os en un tren. Estaba bastante aislada, pero me gustaba el contraste de sus l¨ªneas rectas con el paisaje del valle. Aquel s¨¢bado de finales de agosto de 1994 el jard¨ªn era una mara?a de malas hierbas y la fachada amarillenta hab¨ªa perdido su blanco original.
Patricia Highsmith abri¨® la puerta antes de que llamase al timbre, como si me hubiera estado espiando tras las cortinas. Llevaba un jersey de lana, unos vaqueros amplios y ten¨ªa cara de pocos amigos. Su flequillo canoso y grasiento ca¨ªa sobre sus ojos. Me estrech¨® la mano. Sin mirarme, me ofreci¨® cerveza o t¨¦, yo le ped¨ª agua y desapareci¨® hacia la cocina. En el sal¨®n hab¨ªa una revista literaria que nombraba a los cien mejores escritores vivos: Garc¨ªa M¨¢rquez justo encima de Pat, que tard¨® m¨¢s de diez minutos en volver con mi vaso de agua y su taza de caf¨¦ que entonces yo no sab¨ªa conten¨ªa cerveza.
¡°?Te gusta Hemingway?¡±, me pregunt¨® sin pre¨¢mbulos. Por primera vez me mir¨® a los ojos. Beb¨ª un poco. No sab¨ªa nada de su vida, ni pod¨ªa haberla buscado en Google en el tren en 1994. Decid¨ª decir mi verdad por si acaso ped¨ªa argumentos. ¡°No¡±, contest¨¦ como quien pone ficha en la mesa del casino. Todo al negro. Silencio.
¡°?Odio a Hemingway!¡±, exclam¨® ella poni¨¦ndose de pie y caminando hacia la puerta. ¡°?Eso es todo?¡±, me preguntaba a m¨ª misma sin atreverme a abrir la boca, aunque ten¨ªa mil preguntas sobre el trabajo, el sueldo, el horario, las fechas... Me dio las gracias y abri¨® la puerta para invitarme a salir. De vuelta en el Volkswagen ¡ªpara sentarme tuve que coger un mont¨®n de correspondencia del asiento remitida simplemente a ¡°Patricia Highsmith, Suiza¡±¡ª, el futuro monje me dijo que sab¨ªa que la entrevista iba a durar poco, pero no tan poco. ¡°?Ser¨¢ que no le he gustado?¡±, le pregunt¨¦. ¡°El pr¨®ximo tren a Z¨²rich sale en unos quince minutos¡±, contest¨®, ignorando mi pregunta.
Estaba segura de que jam¨¢s volver¨ªa a ver a la gran dama de la novela negra que ni siquiera necesitaba direcci¨®n para recibir cartas. Pero justo antes de ir al aeropuerto para volver a Madrid donde me esperaba tercero de Filosof¨ªa en la Complutense, Daniel Keel llam¨®: ¡°Esto es un milagro, Pat quiere saber cu¨¢ndo puedes empezar¡±.
Regres¨¦ a la casa de Tegna a finales de octubre, con mi gorro negro, mis botines de tac¨®n y un abrigo largo con vuelo, lista para mi aventura literaria. Mi cuarto era amplio y en las estanter¨ªas estaban todas las primeras ediciones de sus libros ¡°en orden¡±, me explic¨® Pat. Le cont¨¦ que solamente hab¨ªa le¨ªdo El temblor y me hab¨ªa encantado. Dijo que esa era su mejor novela, as¨ª que todo lo que leyera despu¨¦s iba a defraudarme. No fue verdad y pronto El diario de Edith se convirti¨® en mi favorito. El cuarto ten¨ªa dos grandes puertas de cristal que abr¨ªan al patio frente al cual, como si fuera un espejo, estaba el cuarto de Pat en el otro palo de la U. Sus visillos estaban abiertos y pod¨ªa ver su cama individual y su escritorio. Esta disposici¨®n le permit¨ªa tambi¨¦n a ella verme a m¨ª.
Se fue para dejarme deshacer la maleta. No sab¨ªa muy bien qu¨¦ esperaba de m¨ª. Cuando sal¨ª a esperarla al sal¨®n, se hab¨ªa metido en su cuarto. Pod¨ªa o¨ªrla teclear la vieja m¨¢quina que usaba desde que escribi¨® su primera novela, Extra?os en un tren, durante su estancia en la colonia de escritores Yaddo. Cuando por fin sali¨® de su cuarto para cenar puso un poco de agua a hervir y a?adi¨® un cubito de caldo. Me pregunt¨® si yo quer¨ªa. Asent¨ª y a?adi¨® otro cubito. Esa era la cena. Se sirvi¨® un gran taz¨®n de cerveza oscura de una litrona que ten¨ªa en cajas fuera de la nevera.
Ahora yo era el chofer del Volkswagen polo negro. Era muy mala conductora, pero Pat no paraba de decirme lo bien que conduc¨ªa probablemente porque iba despacio, lo cual, seg¨²n ella, gastaba menos gasolina. Me explic¨® que yo ir¨ªa sola una vez a la semana a comprar cubitos para la sopa, cajas de cerveza y comida para el gato que solo com¨ªa pulmones de vaca crudos. Pat llevaba bolsas de pl¨¢stico en el bolso para no pagar los c¨¦ntimos que costaban. Yo intentaba memorizar todo sin caer en la cuenta de que me iba a morir de hambre.
Cada cuatro o cinco d¨ªas ven¨ªa la cocinera con un guiso ya hecho porque no la dejaba cocinar all¨ª. Pat apenas lo probaba cuando cada noche a las siete en punto, nos sent¨¢bamos en la penumbra a ¡°cenar¡± juntas. Cada una se serv¨ªa en la cocina en un bol, ella muy poco, pero tra¨ªa una botella entera de cerveza a la mesa que despej¨¢bamos un poco de las monta?as de correspondencia sin abrir. Yo com¨ªa despacio intentando copiar su falta de hambre y le hac¨ªa muchas preguntas que a ella le encantaba contestar. Nunca me ofreci¨® cerveza, se sobrentend¨ªa que si quer¨ªa beber deb¨ªa traer mi propio alcohol. Los m¨¦dicos no la dejaban beber su veneno favorito (whisky) pero en la cocina hab¨ªa una botella de Johnny Walker escondida que menguaba aunque ella dec¨ªa que era para las visitas (que nunca ven¨ªan). No deb¨ªa beber y hab¨ªa dejado de fumar por sus problemas de salud. En teor¨ªa era un secreto, pero Anna insinu¨® que se trataba de c¨¢ncer.
La gata Charlotte ped¨ªa su comida en cuanto sal¨ªa el sol. Pat me hab¨ªa explicado c¨®mo ten¨ªa que trocear los pulmones crudos con las tijeras de cocina, los alv¨¦olos estallando como miles de globitos. Pat escuchaba siempre las noticias de la BBC en la cama durante una hora antes de levantarse. Los d¨ªas que tardaba en encender la radio me torturaba pensando que tal vez se hab¨ªa muerto y que me tocar¨ªa a m¨ª encontrarla.
A veces me ped¨ªa que fuera a por el correo o sal¨ªa a pasear por Tegna, donde aprovechaba para tomar un caf¨¦ como Dios manda en el diminuto bar, me com¨ªa un cruas¨¢n o me fumaba un cigarro, las cosas que ella sol¨ªa hacer y ya no pod¨ªa. En Correos siempre hab¨ªa algo para Pat pero los empleados me miraban mal. Supongo que sab¨ªan que Pat era lesbiana e imaginaban que una chica tan joven deb¨ªa ser una amante remunerada. Yo pinta de enfermera no ten¨ªa. Entend¨ª por qu¨¦ ella jam¨¢s iba a por sus cartas. Mis paseos me val¨ªan para respirar antes de volver aquella casa opresiva y deprimente. La revista de los cien mejores escritores vivos le invit¨® a una celebraci¨®n en Par¨ªs a la que por supuesto no fue: se consideraba entre los cien mejores, pero no tanto entre los ¡°vivos¡±.
Anna y Dani llamaban cada domingo. Pat estaba corrigiendo las galeradas de Small G: un idilio de verano y ten¨ªa que mandarle las correcciones por fax. Cada d¨ªa me ped¨ªa que mandara la misma p¨¢gina una y otra vez. Ella misma se refer¨ªa a Small G como su ¨²ltima novela y parec¨ªa que quer¨ªa salir por la puerta grande. Cuando la le¨ª, unos meses despu¨¦s de su muerte, me impresion¨® cu¨¢nto sab¨ªa de la comunidad gay de Z¨²rich.
Pat no me dejaba llamar a mi novio y cuando ¨¦l me llamaba dec¨ªa que no estaba. Yo contaba con que ¨¦l me podr¨ªa visitar, incluso quedarse a dormir. Cuando tuve el valor de preguntar, ella me dijo que de ninguna manera. No le dejar¨ªa siquiera pisar el jard¨ªn, y si yo iba al bar del pueblo a verle, no pod¨ªa faltar m¨¢s de una hora. Mi novio y yo decidimos limitarnos a escribir cartas. Lo mismo ocurri¨® con mis padres y amigos. Las cartas tardaban unos diez d¨ªas desde Espa?a, pero yo no pod¨ªa ocupar la l¨ªnea telef¨®nica. No cuestion¨¦ las normas de Pat, ni la agresividad con que ella se negaba a compartirme, nadie pod¨ªa interrumpir su amarga espera. Yo era sumisa, por la edad, la falta de experiencia y el miedo a que le pasara algo estando conmigo. Me obsesionaba no molestarla. Mis paseos por el pueblo se fueron acortando: me atormentaba que Pat estuviera sola, se encontrara mal o me tuviera que esperar para mandar, otra vez, la misma p¨¢gina corregida por fax.
Igual de aislada que ella, yo viv¨ªa leyendo sus libros y esperando la llamada de los domingos. Dani hablaba con Pat unos minutos y Anna hablaba conmigo un buen rato porque Pat se portaba mejor y no nos interrump¨ªa. Anna not¨® que yo no estaba muy bien, as¨ª que vinieron de visita como hab¨ªan prometido. Aparecieron con poco aviso y llegaron tarde, ¡ª¡±qu¨¦ maleducados¡±, despotricaba Pat¡ª, con un precioso ramo de dos docenas de rosas de t¨¦. Pat refunfu?¨® delante de ellos por haberse gastado cientos de francos en algo que no iba a tardar en morirse delante de nuestras narices.
Dani se entend¨ªa bien con Pat, tal vez porque era tan impaciente y abrasivo como ella. Llevaba d¨¦cadas controlando los derechos de todas sus obras y ella, que hab¨ªa despedido a todos sus editores anteriores, le respetaba. Mientras despachaban los detalles de publicaci¨®n de Small G, Anna vino a mi cuarto preocupada por mis ojeras y mi p¨¦rdida de peso. ¡°Vives con alguien muy dif¨ªcil que est¨¢ esperando la muerte y t¨² le recuerdas todo lo que ya no podr¨¢ tener¡±, me consol¨®.
Pat no sab¨ªa decirle que no a Dani y les dio permiso para sacarme a cenar. Les confes¨¦ que al principio fue dif¨ªcil que no me dejara recibir visitas ni llamadas, pero hab¨ªa logrado entender que Pat era mayor y mani¨¢tica y tambi¨¦n estaba aprendiendo mucho de ella leyendo cronol¨®gicamente sus libros, me impactaban sus antih¨¦roes humanos e infelices, almas complicadas. Al principio me choc¨® tener que moverme con una linterna por la noche para no encender las luces, o que me gritara por gastar agua o gasolina¡ Era inexplicable para alguien con tanto dinero aquella obsesi¨®n patol¨®gica por ahorrar, pero cuando al morir don¨® toda su fortuna a Yaddo y otras colonias para escritores entend¨ª que su frugalidad ten¨ªa la intenci¨®n de ayudar al mayor n¨²mero de autores posible. Aquella noche Anna me dijo que cre¨ªa que Pat estaba enamorada de m¨ª y yo bromee que m¨¢s bien iba a intentar cometer el crimen perfecto conmigo. Cuando volv¨ª a casa, Pat me esperaba viendo la televisi¨®n visiblemente enfadada. Me hab¨ªa perdido el programa de cr¨ªmenes semanal de la BBC que sol¨ªamos ver juntas y que le hab¨ªa dado muchas ideas.
Una o dos veces por semana la llevaba al hospital de Locarno para sus largos tratamientos. Le¨ªa mis deberes de Filosof¨ªa para que no me viera leer sus libros en p¨²blico, porque le incomodaba ser reconocida. Entonces se pod¨ªan encontrar en en la secci¨®n de ¡°Misterio¡± en Estados Unidos; pero en Europa era una autora s¨²per ventas de ¡°literatura de verdad¡±. Mientras esperaba, sol¨ªa irme a pasear por Locarno, que ol¨ªa a casta?as asadas igual que Madrid en noviembre. Pat sal¨ªa sinti¨¦ndose mejor. La causa de su muerte (c¨¢ncer de pulm¨®n) no fue p¨²blica hasta mucho despu¨¦s. A Pat le importaba el qu¨¦ dir¨¢n y me ped¨ªa que confirmara a los m¨¦dicos que no estaba bebiendo. Le¨ª que tambi¨¦n se hab¨ªa sentido muy culpable por ser homosexual, lo hab¨ªa ocultado y hab¨ªa probado relaciones con hombres, pero que en un momento dado logr¨® aceptarse. La mujer que yo conoc¨ª hab¨ªa regresado a la verg¨¹enza.
Dej¨¦ a Pat a mediados de diciembre de 1994. Le record¨¦ mi partida durante semanas. No intent¨® reemplazarme, s¨®lo me pidi¨® que me quedara. Le expliqu¨¦ que ten¨ªa que volver a hacer los ex¨¢menes y a mi casa por Navidad. No me hizo mucho caso, pensando que pod¨ªa escribir nuestro destino como si fuera una novela. La noche anterior a mi marcha evit¨® hablarme y mirarme por completo. Con las maletas en la puerta me estrech¨® la mano, aunque yo esperaba un abrazo. Le ped¨ª que me firmara un libro sobre su vida que me hab¨ªa regalado Dani y firm¨® su nombre, sin dedicatoria, ni nada personal. Estaba muy enfadada de que la abandonara como siempre hab¨ªan hecho ¡°otros¡±. Me dio un sobre con el dinero que me deb¨ªa. Desapareci¨® hacia su cuarto y me tuve que ir cerrando la puerta tras de m¨ª y caminar hasta el trenecito rojo que me llev¨® a Locarno. No la volv¨ª a ver. En el tren so?¨¦ que nunca llegaba a casa y la polic¨ªa les explicaba a mis padres que no pod¨ªan encontrarme.
Al poco de irme, despu¨¦s de Navidad, la ingresaron. Muri¨® el 4 de febrero de 1995 en el hospital y me alegre de no haber tenido que lidiar con los peores d¨ªas. Sent¨ª culpa y verg¨¹enza. Dani me invit¨® a su funeral en marzo, justo el d¨ªa que yo cumpl¨ªa veinti¨²n a?os, pero no quise ir. Solo regres¨¦ a Tegna ¨D donde ella vivi¨® veinte a?os y reposan sus cenizas ¨D mucho despu¨¦s, en 2021. A Pat le hubiera horrorizado ver su pueblo lleno de chal¨¦s vacacionales y saber que su casa no es un museo sobre ella como me asegur¨® que ser¨ªa. La ten¨ªa alquilada una familia con ni?os y trastos por todas partes. Desde el jard¨ªn podado a la perfecci¨®n vi un cuarto de jugar y en el patio, dentro de la U, una alberca. Me alegr¨¦ de que Pat no viviera para verlo. La casa de sus sue?os no ten¨ªa piscina.
Elena Gos¨¢lvez Blanco dirige el programa Yale Young Global Scholars en la Universidad de Yale.