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Aquellos meses oscuros que compart¨ª con Patricia Highsmith hace 30 a?os

Hura?a y enferma, la autora de ¡®Extra?os en un tren¡¯ pas¨® su ¨²ltimo invierno encerrada en su casa de Suiza con una asistente espa?ola entonces veintea?era

Elena Gos¨¢lvez Blanco
New Haven (Connecticut, EE UU) -
Patricia Highsmith, a bordo de un tren entre Locarno y Z¨²rich en 1987.
Patricia Highsmith, a bordo de un tren entre Locarno y Z¨²rich en 1987.ulf andersen

Le¨ª toda la obra de Patricia Highsmith de una sentada en oto?o de 1994. Yo ten¨ªa veinte a?os y viv¨ªa con la autora en su casa de Tegna (Suiza) en una habitaci¨®n empapelada con sus primeras ediciones en orden cronol¨®gico. Pat ten¨ªa 73 y sab¨ªa que estaba a punto de morir.

Mis recuerdos empiezan en un tranv¨ªa blanco y azul yendo a la casa de Anna y Daniel Keel en Z¨²rich. Anna era pintora y tuve la suerte de ser una de sus modelos desde que mi novio de entonces me la present¨® a los 17 a?os. Su marido Daniel, cofundador y due?o de la editorial Diogenes Verlag, era brutalmente honesto, pero ten¨ªa ojos bondadosos. Sus muchas pilas de libros les val¨ªan de muebles.

En una de las ¡°cenas interesantes¡± que celebraban, Dani me coment¨® que estaba ¡°desesperado¡± buscando a alguien que hablara ingl¨¦s, tuviera carn¨¦ de conducir y pudiera mudarse a cuidar de un autor en su casa del Ticino. ¡°No puedo anunciar el puesto en el peri¨®dico¡±, suspir¨®. El hombre discreto que hab¨ªa ocupado el cargo durante meses acababa de anunciar que no pod¨ªa m¨¢s y se iba a meter a monje. ¡°Hablo ingl¨¦s¡±, dije en ingl¨¦s. Estaba a punto de volver a Espa?a para empezar tercero de carrera, pero pod¨ªa recoger los libros, volver en octubre y quedarme hasta los ex¨¢menes de diciembre. Dani neg¨® con la cabeza y me dijo que el autor era Patricia Highsmith. Yo no reaccion¨¦. ¡°?Qu¨¦ libros suyos has le¨ªdo?¡±, me pregunt¨®. ¡°Ninguno¡±. Se le escap¨® una carcajada. Preguntar¨ªa a Pat pero, dada mi edad, no deb¨ªamos hacernos ilusiones.

Menos de una semana despu¨¦s, cog¨ª el tren de Z¨²rich a Locarno. Patricia Highsmith hab¨ªa aceptado entrevistarme. En el viaje termin¨¦ El temblor de la falsificaci¨®n, el primer libro suyo que le¨ª. El hombre que hab¨ªa cuidado de ella me abraz¨® cuando vino a recogerme a la estaci¨®n. ¡°Es una autora extraordinaria...¡±, me dijo. ¡°Pero no le gusta mucho la gente. Vas a notar que la molestas; no pienses que es algo que has hecho t¨². Ella es as¨ª¡±. Me dej¨® en su puerta exclamando ¡°Buena suerte¡±, sin bajarse del coche.

La casa brutalista, de ladrillo blanco y una sola planta, me pareci¨® una enorme U. Highsmith la dise?¨® con ayuda de un arquitecto de Z¨²rich, Tobias Ammann, en 1988. Era la casa de sus sue?os (con la que hab¨ªa so?ado literalmente) y muy similar a la del arquitecto protagonista de su primera novela Extra?os en un tren. Estaba bastante aislada, pero me gustaba el contraste de sus l¨ªneas rectas con el paisaje del valle. Aquel s¨¢bado de finales de agosto de 1994 el jard¨ªn era una mara?a de malas hierbas y la fachada amarillenta hab¨ªa perdido su blanco original.

La casa proyectada por Tobias Ammann para Patricia Highsmith en Tegna (Suiza) en 1988.
La casa proyectada por Tobias Ammann para Patricia Highsmith en Tegna (Suiza) en 1988.

Patricia Highsmith abri¨® la puerta antes de que llamase al timbre, como si me hubiera estado espiando tras las cortinas. Llevaba un jersey de lana, unos vaqueros amplios y ten¨ªa cara de pocos amigos. Su flequillo canoso y grasiento ca¨ªa sobre sus ojos. Me estrech¨® la mano. Sin mirarme, me ofreci¨® cerveza o t¨¦, yo le ped¨ª agua y desapareci¨® hacia la cocina. En el sal¨®n hab¨ªa una revista literaria que nombraba a los cien mejores escritores vivos: Garc¨ªa M¨¢rquez justo encima de Pat, que tard¨® m¨¢s de diez minutos en volver con mi vaso de agua y su taza de caf¨¦ que entonces yo no sab¨ªa conten¨ªa cerveza.

¡°?Te gusta Hemingway?¡±, me pregunt¨® sin pre¨¢mbulos. Por primera vez me mir¨® a los ojos. Beb¨ª un poco. No sab¨ªa nada de su vida, ni pod¨ªa haberla buscado en Google en el tren en 1994. Decid¨ª decir mi verdad por si acaso ped¨ªa argumentos. ¡°No¡±, contest¨¦ como quien pone ficha en la mesa del casino. Todo al negro. Silencio.

¡°?Odio a Hemingway!¡±, exclam¨® ella poni¨¦ndose de pie y caminando hacia la puerta. ¡°?Eso es todo?¡±, me preguntaba a m¨ª misma sin atreverme a abrir la boca, aunque ten¨ªa mil preguntas sobre el trabajo, el sueldo, el horario, las fechas... Me dio las gracias y abri¨® la puerta para invitarme a salir. De vuelta en el Volkswagen ¡ªpara sentarme tuve que coger un mont¨®n de correspondencia del asiento remitida simplemente a ¡°Patricia Highsmith, Suiza¡±¡ª, el futuro monje me dijo que sab¨ªa que la entrevista iba a durar poco, pero no tan poco. ¡°?Ser¨¢ que no le he gustado?¡±, le pregunt¨¦. ¡°El pr¨®ximo tren a Z¨²rich sale en unos quince minutos¡±, contest¨®, ignorando mi pregunta.

Estaba segura de que jam¨¢s volver¨ªa a ver a la gran dama de la novela negra que ni siquiera necesitaba direcci¨®n para recibir cartas. Pero justo antes de ir al aeropuerto para volver a Madrid donde me esperaba tercero de Filosof¨ªa en la Complutense, Daniel Keel llam¨®: ¡°Esto es un milagro, Pat quiere saber cu¨¢ndo puedes empezar¡±.

Regres¨¦ a la casa de Tegna a finales de octubre, con mi gorro negro, mis botines de tac¨®n y un abrigo largo con vuelo, lista para mi aventura literaria. Mi cuarto era amplio y en las estanter¨ªas estaban todas las primeras ediciones de sus libros ¡°en orden¡±, me explic¨® Pat. Le cont¨¦ que solamente hab¨ªa le¨ªdo El temblor y me hab¨ªa encantado. Dijo que esa era su mejor novela, as¨ª que todo lo que leyera despu¨¦s iba a defraudarme. No fue verdad y pronto El diario de Edith se convirti¨® en mi favorito. El cuarto ten¨ªa dos grandes puertas de cristal que abr¨ªan al patio frente al cual, como si fuera un espejo, estaba el cuarto de Pat en el otro palo de la U. Sus visillos estaban abiertos y pod¨ªa ver su cama individual y su escritorio. Esta disposici¨®n le permit¨ªa tambi¨¦n a ella verme a m¨ª.

Se fue para dejarme deshacer la maleta. No sab¨ªa muy bien qu¨¦ esperaba de m¨ª. Cuando sal¨ª a esperarla al sal¨®n, se hab¨ªa metido en su cuarto. Pod¨ªa o¨ªrla teclear la vieja m¨¢quina que usaba desde que escribi¨® su primera novela, Extra?os en un tren, durante su estancia en la colonia de escritores Yaddo. Cuando por fin sali¨® de su cuarto para cenar puso un poco de agua a hervir y a?adi¨® un cubito de caldo. Me pregunt¨® si yo quer¨ªa. Asent¨ª y a?adi¨® otro cubito. Esa era la cena. Se sirvi¨® un gran taz¨®n de cerveza oscura de una litrona que ten¨ªa en cajas fuera de la nevera.

Ahora yo era el chofer del Volkswagen polo negro. Era muy mala conductora, pero Pat no paraba de decirme lo bien que conduc¨ªa probablemente porque iba despacio, lo cual, seg¨²n ella, gastaba menos gasolina. Me explic¨® que yo ir¨ªa sola una vez a la semana a comprar cubitos para la sopa, cajas de cerveza y comida para el gato que solo com¨ªa pulmones de vaca crudos. Pat llevaba bolsas de pl¨¢stico en el bolso para no pagar los c¨¦ntimos que costaban. Yo intentaba memorizar todo sin caer en la cuenta de que me iba a morir de hambre.

Elena Gos¨¢lvez Blanco, autora de este texto, en 1994 en el estudio de la pintora Anna Keel.
Elena Gos¨¢lvez Blanco, autora de este texto, en 1994 en el estudio de la pintora Anna Keel.

Cada cuatro o cinco d¨ªas ven¨ªa la cocinera con un guiso ya hecho porque no la dejaba cocinar all¨ª. Pat apenas lo probaba cuando cada noche a las siete en punto, nos sent¨¢bamos en la penumbra a ¡°cenar¡± juntas. Cada una se serv¨ªa en la cocina en un bol, ella muy poco, pero tra¨ªa una botella entera de cerveza a la mesa que despej¨¢bamos un poco de las monta?as de correspondencia sin abrir. Yo com¨ªa despacio intentando copiar su falta de hambre y le hac¨ªa muchas preguntas que a ella le encantaba contestar. Nunca me ofreci¨® cerveza, se sobrentend¨ªa que si quer¨ªa beber deb¨ªa traer mi propio alcohol. Los m¨¦dicos no la dejaban beber su veneno favorito (whisky) pero en la cocina hab¨ªa una botella de Johnny Walker escondida que menguaba aunque ella dec¨ªa que era para las visitas (que nunca ven¨ªan). No deb¨ªa beber y hab¨ªa dejado de fumar por sus problemas de salud. En teor¨ªa era un secreto, pero Anna insinu¨® que se trataba de c¨¢ncer.

La gata Charlotte ped¨ªa su comida en cuanto sal¨ªa el sol. Pat me hab¨ªa explicado c¨®mo ten¨ªa que trocear los pulmones crudos con las tijeras de cocina, los alv¨¦olos estallando como miles de globitos. Pat escuchaba siempre las noticias de la BBC en la cama durante una hora antes de levantarse. Los d¨ªas que tardaba en encender la radio me torturaba pensando que tal vez se hab¨ªa muerto y que me tocar¨ªa a m¨ª encontrarla.

A veces me ped¨ªa que fuera a por el correo o sal¨ªa a pasear por Tegna, donde aprovechaba para tomar un caf¨¦ como Dios manda en el diminuto bar, me com¨ªa un cruas¨¢n o me fumaba un cigarro, las cosas que ella sol¨ªa hacer y ya no pod¨ªa. En Correos siempre hab¨ªa algo para Pat pero los empleados me miraban mal. Supongo que sab¨ªan que Pat era lesbiana e imaginaban que una chica tan joven deb¨ªa ser una amante remunerada. Yo pinta de enfermera no ten¨ªa. Entend¨ª por qu¨¦ ella jam¨¢s iba a por sus cartas. Mis paseos me val¨ªan para respirar antes de volver aquella casa opresiva y deprimente. La revista de los cien mejores escritores vivos le invit¨® a una celebraci¨®n en Par¨ªs a la que por supuesto no fue: se consideraba entre los cien mejores, pero no tanto entre los ¡°vivos¡±.

Anna y Dani llamaban cada domingo. Pat estaba corrigiendo las galeradas de Small G: un idilio de verano y ten¨ªa que mandarle las correcciones por fax. Cada d¨ªa me ped¨ªa que mandara la misma p¨¢gina una y otra vez. Ella misma se refer¨ªa a Small G como su ¨²ltima novela y parec¨ªa que quer¨ªa salir por la puerta grande. Cuando la le¨ª, unos meses despu¨¦s de su muerte, me impresion¨® cu¨¢nto sab¨ªa de la comunidad gay de Z¨²rich.

La escritora Patricia Highsmith.
La escritora Patricia Highsmith.

Pat no me dejaba llamar a mi novio y cuando ¨¦l me llamaba dec¨ªa que no estaba. Yo contaba con que ¨¦l me podr¨ªa visitar, incluso quedarse a dormir. Cuando tuve el valor de preguntar, ella me dijo que de ninguna manera. No le dejar¨ªa siquiera pisar el jard¨ªn, y si yo iba al bar del pueblo a verle, no pod¨ªa faltar m¨¢s de una hora. Mi novio y yo decidimos limitarnos a escribir cartas. Lo mismo ocurri¨® con mis padres y amigos. Las cartas tardaban unos diez d¨ªas desde Espa?a, pero yo no pod¨ªa ocupar la l¨ªnea telef¨®nica. No cuestion¨¦ las normas de Pat, ni la agresividad con que ella se negaba a compartirme, nadie pod¨ªa interrumpir su amarga espera. Yo era sumisa, por la edad, la falta de experiencia y el miedo a que le pasara algo estando conmigo. Me obsesionaba no molestarla. Mis paseos por el pueblo se fueron acortando: me atormentaba que Pat estuviera sola, se encontrara mal o me tuviera que esperar para mandar, otra vez, la misma p¨¢gina corregida por fax.

Igual de aislada que ella, yo viv¨ªa leyendo sus libros y esperando la llamada de los domingos. Dani hablaba con Pat unos minutos y Anna hablaba conmigo un buen rato porque Pat se portaba mejor y no nos interrump¨ªa. Anna not¨® que yo no estaba muy bien, as¨ª que vinieron de visita como hab¨ªan prometido. Aparecieron con poco aviso y llegaron tarde, ¡ª¡±qu¨¦ maleducados¡±, despotricaba Pat¡ª, con un precioso ramo de dos docenas de rosas de t¨¦. Pat refunfu?¨® delante de ellos por haberse gastado cientos de francos en algo que no iba a tardar en morirse delante de nuestras narices.

Dani se entend¨ªa bien con Pat, tal vez porque era tan impaciente y abrasivo como ella. Llevaba d¨¦cadas controlando los derechos de todas sus obras y ella, que hab¨ªa despedido a todos sus editores anteriores, le respetaba. Mientras despachaban los detalles de publicaci¨®n de Small G, Anna vino a mi cuarto preocupada por mis ojeras y mi p¨¦rdida de peso. ¡°Vives con alguien muy dif¨ªcil que est¨¢ esperando la muerte y t¨² le recuerdas todo lo que ya no podr¨¢ tener¡±, me consol¨®.

Pat no sab¨ªa decirle que no a Dani y les dio permiso para sacarme a cenar. Les confes¨¦ que al principio fue dif¨ªcil que no me dejara recibir visitas ni llamadas, pero hab¨ªa logrado entender que Pat era mayor y mani¨¢tica y tambi¨¦n estaba aprendiendo mucho de ella leyendo cronol¨®gicamente sus libros, me impactaban sus antih¨¦roes humanos e infelices, almas complicadas. Al principio me choc¨® tener que moverme con una linterna por la noche para no encender las luces, o que me gritara por gastar agua o gasolina¡­ Era inexplicable para alguien con tanto dinero aquella obsesi¨®n patol¨®gica por ahorrar, pero cuando al morir don¨® toda su fortuna a Yaddo y otras colonias para escritores entend¨ª que su frugalidad ten¨ªa la intenci¨®n de ayudar al mayor n¨²mero de autores posible. Aquella noche Anna me dijo que cre¨ªa que Pat estaba enamorada de m¨ª y yo bromee que m¨¢s bien iba a intentar cometer el crimen perfecto conmigo. Cuando volv¨ª a casa, Pat me esperaba viendo la televisi¨®n visiblemente enfadada. Me hab¨ªa perdido el programa de cr¨ªmenes semanal de la BBC que sol¨ªamos ver juntas y que le hab¨ªa dado muchas ideas.

Una o dos veces por semana la llevaba al hospital de Locarno para sus largos tratamientos. Le¨ªa mis deberes de Filosof¨ªa para que no me viera leer sus libros en p¨²blico, porque le incomodaba ser reconocida. Entonces se pod¨ªan encontrar en en la secci¨®n de ¡°Misterio¡± en Estados Unidos; pero en Europa era una autora s¨²per ventas de ¡°literatura de verdad¡±. Mientras esperaba, sol¨ªa irme a pasear por Locarno, que ol¨ªa a casta?as asadas igual que Madrid en noviembre. Pat sal¨ªa sinti¨¦ndose mejor. La causa de su muerte (c¨¢ncer de pulm¨®n) no fue p¨²blica hasta mucho despu¨¦s. A Pat le importaba el qu¨¦ dir¨¢n y me ped¨ªa que confirmara a los m¨¦dicos que no estaba bebiendo. Le¨ª que tambi¨¦n se hab¨ªa sentido muy culpable por ser homosexual, lo hab¨ªa ocultado y hab¨ªa probado relaciones con hombres, pero que en un momento dado logr¨® aceptarse. La mujer que yo conoc¨ª hab¨ªa regresado a la verg¨¹enza.

L¨¢pida de Patricia Highsmith en Tegna (Suiza).
L¨¢pida de Patricia Highsmith en Tegna (Suiza).

Dej¨¦ a Pat a mediados de diciembre de 1994. Le record¨¦ mi partida durante semanas. No intent¨® reemplazarme, s¨®lo me pidi¨® que me quedara. Le expliqu¨¦ que ten¨ªa que volver a hacer los ex¨¢menes y a mi casa por Navidad. No me hizo mucho caso, pensando que pod¨ªa escribir nuestro destino como si fuera una novela. La noche anterior a mi marcha evit¨® hablarme y mirarme por completo. Con las maletas en la puerta me estrech¨® la mano, aunque yo esperaba un abrazo. Le ped¨ª que me firmara un libro sobre su vida que me hab¨ªa regalado Dani y firm¨® su nombre, sin dedicatoria, ni nada personal. Estaba muy enfadada de que la abandonara como siempre hab¨ªan hecho ¡°otros¡±. Me dio un sobre con el dinero que me deb¨ªa. Desapareci¨® hacia su cuarto y me tuve que ir cerrando la puerta tras de m¨ª y caminar hasta el trenecito rojo que me llev¨® a Locarno. No la volv¨ª a ver. En el tren so?¨¦ que nunca llegaba a casa y la polic¨ªa les explicaba a mis padres que no pod¨ªan encontrarme.

Al poco de irme, despu¨¦s de Navidad, la ingresaron. Muri¨® el 4 de febrero de 1995 en el hospital y me alegre de no haber tenido que lidiar con los peores d¨ªas. Sent¨ª culpa y verg¨¹enza. Dani me invit¨® a su funeral en marzo, justo el d¨ªa que yo cumpl¨ªa veinti¨²n a?os, pero no quise ir. Solo regres¨¦ a Tegna ¨D donde ella vivi¨® veinte a?os y reposan sus cenizas ¨D mucho despu¨¦s, en 2021. A Pat le hubiera horrorizado ver su pueblo lleno de chal¨¦s vacacionales y saber que su casa no es un museo sobre ella como me asegur¨® que ser¨ªa. La ten¨ªa alquilada una familia con ni?os y trastos por todas partes. Desde el jard¨ªn podado a la perfecci¨®n vi un cuarto de jugar y en el patio, dentro de la U, una alberca. Me alegr¨¦ de que Pat no viviera para verlo. La casa de sus sue?os no ten¨ªa piscina.

Elena Gos¨¢lvez Blanco dirige el programa Yale Young Global Scholars en la Universidad de Yale.

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