Cosas as¨ª dec¨ªan los grandes
Aseguraba Samuel Beckett que solo ten¨ªa dos certezas: que hab¨ªa nacido y que ten¨ªa que morir. La vida era un caos que se produc¨ªa entre dos silencios, uno antes de nacer y otro despu¨¦s de morir
Dec¨ªa Joseph Conrad que hay dos clases de marineros: los que se embarcan apesadumbrados porque dejan en tierra a la familia, a los amigos y unos placeres sedentarios, y los que suben a bordo felices porque es la forma de sacudirse de encima l¨ªos dom¨¦sticos, deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un oc¨¦ano por medio. Joseph Conrad pertenec¨ªa a esta segunda clase de marineros. Era un polaco que empez¨® a escribir cuando se hab¨ªa jubilado despu¨¦s d...
Dec¨ªa Joseph Conrad que hay dos clases de marineros: los que se embarcan apesadumbrados porque dejan en tierra a la familia, a los amigos y unos placeres sedentarios, y los que suben a bordo felices porque es la forma de sacudirse de encima l¨ªos dom¨¦sticos, deudas, pendencias y falsas promesas de amor poniendo todo un oc¨¦ano por medio. Joseph Conrad pertenec¨ªa a esta segunda clase de marineros. Era un polaco que empez¨® a escribir cuando se hab¨ªa jubilado despu¨¦s de haber adquirido toda clase de experiencias en el mar y lo hizo en un ingl¨¦s aprendido y reverenciado, que le vibraba en el pulso con la misma tensi¨®n de la ca?a de los nav¨ªos que pilot¨® cuando era capit¨¢n de la marina mercante. El mar es una moral. Un escritor se mide frente al mar, eso dec¨ªa.
En Lord Jim, la serenidad ante la desgracia; en Nostromo el ansia de poder, y En el coraz¨®n de las tinieblas la penetraci¨®n hasta el fondo de la miseria humana. En este sentido Conrad no se permiti¨® una sola zozobra, ni una p¨¢gina rid¨ªcula, pero no fue as¨ª su vida en tierra. Pese a la fama internacional que le dieron sus libros tuvo que vivir luchando de nuevo con sus deudas, con la enfermedad de su mujer, con los problemas de su hijo Borys, con la ruina de su cuerpo apalancado en un sill¨®n en su residencia de Oswalds, cerca de Canterbury, y con los celos de viejo enamorado de una adolescente que para ¨¦l supuso un proceloso mar imposible de navegar.
Dec¨ªa William Faulkner de s¨ª mismo unas veces que era heredero de un terrateniente del condado, coronel William Clark Falkner, propietario del ferrocarril y banquero, y otras que era hijo de una negra y de un cocodrilo. Empez¨® a trabajar en oficios inestables, cartero, pintor de brocha gorda, dependiente de librer¨ªa e incluso portero de prost¨ªbulo, todos bien rehogados en alcohol. Dec¨ªan los vecinos: ¡±A ese chico de los Faulkner lo han echado de Correos por leer las cartas¡±. Se fue a Par¨ªs, no conoci¨® a Gertrude Stein, pero oli¨® la vanguardia y se la trajo a Misisipi. Ven¨ªa de unos versos fracasados que imprimi¨® a su prosa dura por medio de una descarga po¨¦tica alucinada de varias voces superpuestas. Su literatura describ¨ªa las pasiones humanas como los meandros putrefactos del Misisipi en la desembocadura que arrastraban juntas la belleza y la escoria.
Todos sus sue?os eran de grandeza. Ten¨ªa orgullo y cortes¨ªa, las dos cualidades esenciales que definen a un caballero del Sur y en este sentido a Faulkner para ser perfecto solo le falt¨® morir borracho de una ca¨ªda de caballo, un don que estuvo a punto de conseguir. Kennedy sol¨ªa adornar algunas de sus cenas privadas en la Casa Blanca con famosos escritores y artistas del momento. Por su mesa hab¨ªan pasado Norman Mailer, Saul Bellow, Arthur Miller, e incluso Pau Casals junto a todos los Sinatra de costumbre. Faulkner tambi¨¦n recibi¨® una invitaci¨®n, a la que contest¨®: ¡°Se?or presidente, yo no soy m¨¢s que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene alg¨²n inter¨¦s en cenar conmigo con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi¡±.
La casa a la que hab¨ªa invitado a cenar a John Kennedy era una mansi¨®n destartalada sin agua ni luz; de hecho, se pas¨® la vida escribiendo para convertirla en una prolongaci¨®n de su ambici¨®n de ser un caballero del Sur con olor a establo, puesto que una de sus locuras fue reunir acres de tierras para llenarlos de relinchos de caballos.
Dec¨ªa Samuel Beckett que solo ten¨ªa dos certezas: que hab¨ªa nacido y que ten¨ªa que morir. La vida era un caos que se produc¨ªa entre dos silencios, uno antes de nacer y otro despu¨¦s de morir. Un d¨ªa al doblar una esquina de Montparnasse fue acuchillado por un vagabundo. La navaja se detuvo a un cent¨ªmetro de su coraz¨®n. Cuando sali¨® del hospital, Beckett fue a la c¨¢rcel a preguntar a su agresor por qu¨¦ lo hizo y el vagabundo le contest¨®: ¡±No lo s¨¦¡±. Fue este absurdo el que le hizo ver la vida como era.
A partir del ¨¦xito de su comedia Esperando a Godot, todos los cr¨ªticos le preguntaban qui¨¦n era ese Godot al que todo el mundo espera y nunca llega. ?Era Dios? ?Era la belleza? ?Era el propio Beckett? ?l dec¨ªa que si lo supiera lo hubiera escrito. Puede que fuera un ciclista llamado Godeau, famoso porque siempre llegaba el ¨²ltimo fuera de control en la vuelta ciclista a Francia y el p¨²blico siempre lo esperaba. En un viaje de Par¨ªs a Dubl¨ªn, Beckett oy¨® que el sobrecargo del avi¨®n dec¨ªa a los pasajeros: ¡°Les hablo en nombre del comandante Godot¡±. El escritor estuvo a punto de tirarse en marcha.
Por su humor po¨¦tico, deslumbrante y sin sentido recibi¨® el premio Nobel en 1969. Al enterarse de la noticia estaba en T¨¢nger. Solo dijo: ¡°?Qu¨¦ cat¨¢strofe!¡±. Y se perdi¨® en el desierto. Cosas as¨ª dec¨ªan los grandes.