Las rachas del gol
Cuando los buenos tiempos llegan a su fin, de pronto te encuentras solo y tardas semanas en marcar
Un partido de f¨²tbol a veces dura diez minutos, y se acaba. No hay m¨¢s que rascar. Los equipos siguen jugando, porque incluso el f¨²tbol posee sus tr¨¢mites, pero ya fuera de la historia. Cualquier cosa que a¨²n pueda pasar en ese encuentro, en el futuro, hasta llegar al minuto 90, ya pas¨®. Se trata de esos d¨ªas, ba?ados en oro, en los que un jugador est¨¢ tan en vena y desmelenado que cualquier cosa que haga, aunque le salga mal, est¨¢ bien hecha. El acierto y la suerte lo persiguen. Todo conspira a favor. Son las rachas. Y son terribles.
No existe defensa posible contra una buena racha. Lo allana todo a su paso, y su huella tarda mucho en borrarse, como si despu¨¦s de la racha a¨²n viniese la estela de la racha, o sus r¨¦plicas. Una racha no se prodiga. Est¨¢ a punto de no producirse nunca. Para aparecer, espera al instante que nadie est¨¢ preparado, mientras se ducha o prepara un huevo frito. Tal vez por eso, en una semana, asistimos a la racha de Lewandowski, con cinco goles en nueve minutos ante el Wolfsburgo, y a la de Ag¨¹ero frente el Newcastle, equivalente. ?Qu¨¦ pas¨® antes de esos minutos? No se sabe. ?Qu¨¦ pas¨® despu¨¦s? Para qu¨¦ querr¨ªamos saberlo.
La racha es inopinada. No se la espera, y de pronto todo tiembla y al poco queda arrasado. Su belleza es irreprochable, y produce un efecto anonadadante parecido al de una bofetada repentina, que no ves venir. Guardiola, tras el quinto gol de Lewandoski, se llev¨® las manos a la cabeza, pregunt¨¢ndose, en gallego, ¡°pero qu¨¦ carallo est¨¢ pasando aqu¨ª¡±.
Una racha ni siquiera tiene que ser buena para poseer belleza. En tercero de BUP me sentaba con un repetidor que suspendi¨® ocho asignaturas en el primer trimestre, ocho en el segundo, y ocho en el ¨²ltimo. En septiembre, no hay ni que decirlo, se ratific¨® en los mismos suspensos. Fue una racha no demasiado positiva, pero aun as¨ª tambi¨¦n de una belleza que te golpeaba.
Cuando los buenos tiempos llegan a su fin a veces descubres que est¨¢s en el desierto. Te sent¨ªas inexpugnable, y de pronto te encuentras solo y tardas semanas en marcar. En cierto sentido, el f¨²tbol imita al p¨®ker. Siempre apuestas alto, calculando que a¨²n est¨¢s en racha, como en aquel d¨ªa de 1889 en Santa Fe (Nuevo M¨¦xico) cuando Ike Jackson jug¨® contra Johny Dougherty, y se crey¨® invencible. En el instante ¨¢lgido, cuando una de las manos alcanz¨® los 100.000 d¨®lares, redact¨® un escrito en el que se jugaba su rancho y diez mil cabezas de ganado. Dougherty tom¨® la pluma y garabate¨® algo en un papel. Despu¨¦s se levant¨® y se acerc¨® al gobernador Bradford Prince, que estaba viendo la partida. Sac¨® su arma y le apunt¨® a la cabeza. ¡°?Firme esto, o aprieto el gatillo!¡±, dijo. El gobernador firm¨® sin vacilar. En aquel papel Dougherty hab¨ªa escrito: ¡°Subo tu apuesta, y me juego todo el territorio del Estado de Nuevo M¨¦xico¡±. Uno de los dos iba a perder, pero la belleza ya era inevitable y perfecta.
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