Hasta los... del Atleti
En medio del tanto ba?o sentimental, los aficionados rojiblancos deber¨ªamos convertirnos en escudos humanos para evitar la demolici¨®n del Calder¨®n
"Estoy hasta los cojones de todos nosotros". La frase no es de Luis Aragon¨¦s -podr¨ªa serlo perfectamente-, sino del ef¨ªmero presidente Estanislao Figueras. Sacudi¨® la rutina del parlamento nacional en junio de 1873, pero tiene sentido evocarse cada vez que se agota o exagera el discurso lastimero.
Estoy hasta los cojones del Atl¨¦tico de Madrid en la melancol¨ªa del fado y en la patolog¨ªa del masoquismo emocional. Discrepo de la alienante alegr¨ªa de la derrota. Y creo que la idiosincrasia rojiblanca necesita despojarse de tanta originalidad lacrim¨®gena. No voy a cambiar de equipo, pero tampoco voy a cambiar de estadio. Me niego a participar del ¨¦xodo, como me he negado a participar de la docilidad con que la hinchada colchonera ha transigido en la operaci¨®n del traslado a la Peineta.
La han organizado los propietarios del club perpetrando una expropiaci¨®n sentimental. El Atleti ser¨¢ de Cerezo, Gil y Wang Jianlin en sentido jur¨ªdico-administrativo, pero les trasciende en su historia y en las obligaciones de tutela patrimonial, cultural, identitaria. M¨¢s todav¨ªa cuando el estadio, la casa, representa el primer argumento de identificaci¨®n de la hinchada con su equipo. La jerarqu¨ªa rojiblanca ha organizado un desahucio en propia meta. Ha promovido la demolici¨®n del templo. Lo ha desarraigado en los requisitos de una operaci¨®n inmobiliaria que abocan el Atleti a un disparatado expolio.
Y carecen de sentido los razonamientos estrat¨¦gicos en la visi¨®n del club del futuro. No cabe peor estrategia que desalojar al equipo de su h¨¢bitat ni mayor ejercicio de profanaci¨®n est¨¦tica o conceptual que llamar al estadio Wanda Metropolitano, no ya forz¨¢ndose la letra del himno sino imponiendo al aficionado la devoci¨®n al capitalismo chino.
Llega a sentirse uno como Chanquete en la evacuaci¨®n de su barco. Y no se me ocurre paralelismo m¨¢s pat¨¦tico. No derram¨¦ una l¨¢grima en el episodio de la defunci¨®n. "Chanquete ha muerto", gritaba la muchachada de Verano azul. "Ya era hora", pensaba hacia mis adentros en franca discrepancia con el duelo escolar.
Chanquete no sobrevivi¨® a su desalojo, por muchas comodidades que reuniera el piso que le proporcionaron, ni lo hizo el pianista Danny Boodman en las p¨¢ginas de Novecento, un mon¨®logo de Alessandro Baricco cuyo protagonista ha transcurrido toda su vida en un trasatl¨¢ntico y se resiste a abandonarlo cuando llega la hora de desguazarlo. Prefiere inmolarse entre los amasijos de la nave antes que aventurarse a la vida en tierra. Que no es su vida. Y de la que recela hasta el extremo de convertirse en la alegor¨ªa del ancla. Estar¨ªa bien que los atl¨¦ticos nos convirti¨¦ramos en escudos humanos como remedio a la demolici¨®n del estadio. Cuesta mucho trabajo aceptar la irrupci¨®n de las gr¨²as, la profanaci¨®n del c¨¦sped, la "voladura controlada" que va a convertir el Calder¨®n en una escombrera, por mucho que esta aberraci¨®n autocumplida nos proporcione m¨¢s razones para seguir llorando.
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