De h¨¦roes a simples ciudadanos
Desaparecido el f¨²tbol como espect¨¢culo y la tabla de clasificaci¨®n como escalera de nuestras ilusiones, solo queda una evidencia: la precariedad de la industria
?Alguien sabe d¨®nde est¨¢ el f¨²tbol?
Cuando lo esencial (salud, econom¨ªa, libertad de movimientos¡) se puso en peligro, el f¨²tbol perdi¨® hasta su condici¨®n de entretenimiento. Ni siquiera los ni?os pueden salir a un parque para correr detr¨¢s de un bal¨®n, con lo que eso tiene de inquietante para la infancia. Pero que los mayores no puedan apasionarse con el pr¨®ximo partido es una prueba de estr¨¦s. Este par¨®n en seco ha trabado el mecanismo virtuoso creador de pasiones y dinero. En f¨²tbol, si se gana un partido hay que corroborarlo en el siguiente, si se pierde hay que rectificarlo y si se empata algo se nos ocurrir¨¢. El pasado y el futuro siempre parecen querer tocarse en esa din¨¢mica constante. Pero se ha roto el ciclo que se retroalimenta de expectativas, incertidumbre y pol¨¦mica. Ni hay partidos sobre los que divagar, ni interlocutores con los que discutir, ni noticias en las que pensar. El f¨²tbol desapareci¨®.
Puentes rotos
Hasta los jugadores, a los que la sociedad consagr¨® como h¨¦roes, est¨¢n aislados y han perdido la luz que los distingue. Les desapareci¨®, como por arte de magia, el brillo que les transmit¨ªa el estadio, la fuerza simb¨®lica del escudo, la energ¨ªa medi¨¢tica que les confiere la inminencia del pr¨®ximo partido. Aparecen en las redes entrenando, mandando mensajes o exhibi¨¦ndose, para advertirnos de que a¨²n existen. Pero el coronavirus los ha convertido en simples ciudadanos, aunque sigan cobrando como h¨¦roes. En efecto, desaparecido el f¨²tbol como espect¨¢culo y la tabla de clasificaci¨®n como escalera de nuestras ilusiones, solo queda una evidencia: la precariedad de la industria. Si no hay partidos no se venden entradas, no se cumplen los contratos de televisi¨®n y los aficionados dejan de ser clientes. Adi¨®s al hechizo. Tuvo que llegar la crisis para que entendamos que el viejo f¨²tbol y el nuevo negocio solo pueden sobrevivir tendiendo puentes.
Malas noticias
Claro que se puede vivir sin f¨²tbol, pero se vive peor. Yo lo aprend¨ª muy pronto. No ten¨ªa m¨¢s de cuatro a?os cuando me operaron de am¨ªgdalas. Cuando volv¨ª a casa, sal¨ª corriendo a un jard¨ªn al que mi imaginaci¨®n hab¨ªa convertido en estadio. Los canteros de flores eran adversarios, la pared un generoso compa?ero que me devolv¨ªa la pelota y el muro del fondo la porter¨ªa de la gloria. Pero mi madre interrumpi¨® el partido para devolverme a la cama con una bofetada al grito de ¡°?hoy no es d¨ªa para jugar al f¨²tbol!¡±. Poco despu¨¦s, una t¨ªa me vio jugando un partido de verdad con amigos y se acerc¨® para decirme, con infinita dulzura, que ¡°no era d¨ªa para jugar al f¨²tbol¡± y devolverme a la atm¨®sfera adulta y abatida del velatorio de mi padre. Cuanto m¨¢s f¨²tbol menos peligro, esa es la cuesti¨®n.
Cuando vuelva
Razones suficientes para que esperemos su regreso con los brazos abiertos. Para disfrutarlo, para sufrirlo, para sentirlo en compa?¨ªa. Se trata de nuestro espect¨¢culo dram¨¢tico por excelencia. Y digo nuestro porque nos pertenece a todos: a los jugadores porque lo hacen posible, a los aficionados porque son los due?os del sentimiento, a los periodistas porque lo cuentan, a millones de personas porque vivimos de ¨¦l. Pero, sobre todo, porque el poder popular del f¨²tbol lubrica a la sociedad, secuencia nuestros d¨ªas y dispara las pulsaciones. Como est¨¢ quedando demostrado, basta que se apaguen las luces de los estadios para que nos sintamos m¨¢s solos y el mundo sea un poco peor. Lo necesitamos como una de las vigas maestras que sostiene la felicidad. No importa que, en ocasiones, como nos dice mi querido y admirado Juan Sasturain, ¡°no conozcamos felicidad m¨¢s desgraciada. Pero sabemos que vale la pena, que vale la alegr¨ªa¡±.
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