Descargar en Legazpi, vender a domicilio o prostituirse, tres formas de ganar dinero
Durante mucho tiempo el mercado de Legazpi ha tenido una larga tradici¨®n portuaria y ha sido la primera esperanza de los que precisaban un poco de dinero urgente. Muchos de los estudiantes que han calculado mal su presupuesto del mes, obreros que se han visto sorprendidos por el paro y un considerable n¨²mero de inmigrantes que salen de su asombro en el preciso instante en que se quedan sin ahorros, piensan en Legazpi.Todos los que acuden al viejo mercado tienen lo que podr¨ªa llamarse conciencia ¨¦pica. Llegan convencidos de que les ha llegado el momento de asumir durante unas horas el papel de paria: saben que, a cambio de unas pocas monedas, van a rendir un trabajo que merecer¨ªa destinarse a los animales de carga. Pero no suelen echarse atr¨¢s: antes de encaminarse a Legazpi, unos han pensado: ?Que dir¨ªa mi padre si se enterase?; otros, qui¨¦n me lo iba a decir a m¨ª hace unos meses, y todos acaban pensando que nadie est¨¢ a salvo de la necesidad de alquilarse alg¨²n d¨ªa.
Como a cualquier otro reci¨¦n llegado, a Jos¨¦ Augusto Dom¨ªnguez, un ex camarero eventual de cuarenta a?os, casado y con un hijo, el mercado de Legazpi le pareci¨® un lugar fr¨ªo y gris, en el que el olor a vegetales pasados se pegaba a la cara como una telara?a. Lleg¨®, como la mayor¨ªa de los parados, al amanecer, pensando que el madrug¨®n le permitir¨ªa ser el primero. Se equivocaba. Hoy, Legazpi tiene tambi¨¦n una antesala burocr¨¢tica y es una cuesti¨®n de paciencia, salvo que la demanda de brazos rebase todas las disponibilidades humanas. A Dom¨ªnguez le explicaron que las alternativas eran tres: echar instancia en el Ayuntamiento para solicitar una plaza de mozo de chapa, acudir a una empresa privada y pedir otra como mozo de descarga o ponerse en manos del azar, es decir, confiar en la caridad de los detallistas.
Jos¨¦ Augusto Dom¨ªnguez tuvo prisa y suerte: un comprador le ofreci¨® descargar un cami¨®n de melones y le pag¨® el trabajo con seis de ellos. Unas horas despu¨¦s estaba tratando de conseguir alg¨²n dinero poniendo sus melones a la venta: por fin, unos obreros se los compraron por cinco duros unidad. A pesar de su buena fortuna se dijo que hab¨ªa resuelto el problema de un d¨ªa, pero veinticuatro horas despu¨¦s tendr¨ªa que enfrentarse de nuevo a la situaci¨®n, por ello resolvi¨® echar su instancia: si la suerte volv¨ªa a estar con ¨¦l, recibir¨ªa unos honorarios reconocidos: seis reales por cada bulto de un peso inferior a los ocho kilos, y hasta tres o cuatro pesetas por los de mayor cuant¨ªa.
Unos d¨ªas despu¨¦s, Jos¨¦ Augusto Dom¨ªnguez ten¨ªa, despu¨¦s de la jornada, el tiempo justo para reponer fuerzas y llegar a la siguiente. Muy pronto las caras empezaron a parecerle conocidas, y una ma?ana vio llegar a un hombre que preguntaba d¨®nde se pod¨ªa pedir una plaza como mozo de carga.
"Un libro ayuda a pensa"
A las doce del mediod¨ªa, cuando Jos¨¦ Augusto Dom¨ªnguez regresaba a casa, Antonio Escribano, un estudiante de Derecho que hab¨ªa dejado la carrera en Tercer Curso para ejercer sucesivamente como corredor de seguros, asesor de un taller mec¨¢nico y contable, inici¨® una nueva ocupaci¨®n: la de proveedor de grandes libros.
El sistema de venta consist¨ªa en una acci¨®n combinada con un compa?ero y exig¨ªa dos visitas, una por cada componente del equipo, al domicilio de los posibles clientes. El primer visitante portar¨ªa una cartera, para darse un cierto aire intelectual, llevar¨ªa un block abierto en una mano, llamar¨ªa al timbre y preguntar¨ªa por la se?ora de la casa.
El primer visitante se apresura a aclarar que ¨¦l tambi¨¦n estudia como el ni?o de la casa y, sobre todo, que no quiere vender nada: trabaja en horas extras para costearse la pensi¨®n. El mayor problema t¨¦cnico de la visita consiste en hablar con naturalidad, para eliminar la sensaci¨®n rutinaria de los vendedores a domicilio. ?Ver¨¢, se?ora: trabajo en una Organizaci¨®n Internacional pro Difusi¨®n de los Derechos Humanos a la Lectura, y mi cometido se limita ¨²nicamente a hacer encuestas. Basta con que sea usted tan amable de responderme a la pregunta ?qu¨¦ suelen leer ustedes en esta casa?? La se?ora, ?Si¨¦ntese, hijo?, cree tener una excelente ocasi¨®n de confesar a este chico tan educado que su ni?o siempre tuvo una gran facilidad para las matem¨¢ticas y los idiomas, y que su hija mayor hizo una brillant¨ªsima carrera de Piano. Antes de concluir la entrevista, el primer visitante agradece la amabilidad a la se?ora de la casa y le promete incluir a la familia en un sorteo ?que la Organizaci¨®n que represento organiza para premiar a los encuestados amables?.
Tres d¨ªas despu¨¦s comparece Antonio Escribano, el segundo visitante. No lleva un libro bajo el brazo, sino los tres primeros tomos de una enciclopedia inglesa y un par de sinfon¨ªas de una colecci¨®n supuestamente titulada Los cl¨¢sicos no han muerto. Esta vez, la se?ora de casa est¨¢ mucho m¨¢s confiada, hace pasar al segundo joven, cuyo aire intelectual es tambi¨¦n inequ¨ªvoco, y ?se?ora: yo no vengo a hacer una encuesta, como mi compa?ero; vengo a darle una buena noticia: la sociedad a la que represento me ha enviado para que le comunique que ha resultado usted agraciada en nuestro sorteo; aqu¨ª le traigo los tres primeros tomos de esta conocida enciclopedia para que su hijo pueda practicar sus conocimientos de ingl¨¦s, y estos dos ¨¢lbumes para que su hija aumente su colecci¨®n de temas musicales. Claro que, a fin de promover los derechos humanos a la lectura, hemos de garantizarnos la difusi¨®n de los restantes tomos de la enciclopedia y los restantes ¨¢lbumes de la colecci¨®n. Si usted firma aqu¨ª, se los serviremos a m¨®dico precio y c¨®modas entregas, sin olvidar que, naturalmente, lo que le entrego es un premio, y por tanto ser¨¢ gratuito?. Si la se?ora de la casa firma, Antonio Escribano habr¨¢ vendido diecisiete ¨²ltimos tomos en ingl¨¦s y veintisiete ¨¢lbumes de una serie musical probablemente defectuosa. Es decir, estar¨¢ dentro de la ley. A media tarde habr¨¢ conseguido tres firmas, pedir¨¢ un bocadillo en un bar pr¨®ximo a la plaza Mayor y volver¨¢ al hostal con la satisfacci¨®n del deber cumplido.
Dulces p¨¢jaros
El problema de M. J. A., de diecinueve a?os, hab¨ªa empezado en un garito pr¨®ximo a la glorieta de Embajadores. Una mala noche de p¨®quer le hizo perder el sueldo de un mes, la segunda mala noche le hizo perder un anticipo, y la tercera, un pr¨¦stamo de un amigo providencial. Cuando quiso darse cuenta ten¨ªa una amenaza de muerte y una deuda de m¨¢s de 100.000 pesetas.
Cuatro meses despu¨¦s hab¨ªa saldado la deuda y era el amante de un homosexual viudo, que no tard¨® en sustituirle. Aquella experiencia dej¨® en ¨¦l una confusi¨®n dif¨ªcilmente explicable: ?Las mujeres segu¨ªan gust¨¢ndome, pero entonces me hab¨ªa liberado ya de complejo de culpabilidad que sufr¨ªa al principio.?
Actualmente M. J. A. es un muchacho crepuscular, que intenta reprimir a toda costa las actitudes femeninas, porque sabe que casi todos los posibles clientes prefieren virilidad. A pesar de ello, ha entrado en un pa¨ªs cuyos componentes tienen un l¨¦xico, un vestuario unos gestos distintos, y del que s¨®lo forma parte por horas. Considera muy dif¨ªcil aceptar un ritmo d trabajo habitual, sabe que sus tarifas son directamente proporcionarles a la edad del que est¨¢ junto a ¨¦l y duda entre dos opciones: huir a la antigua rutina o entender para siempre unas palabras, unas costumbres y una atm¨®sfera que todav¨ªa es obligado respirar furtivamente. Ayer le ofrecieron un puesto como bailar¨ªn del music-hall por su buena figura; probablemente] aceptar¨¢.
A las cinco de la madrugada Jos¨¦ Antonio Dom¨ªnguez se dice que el despertador est¨¢ a punto de sonar, Antonio Escribano duerme sin prisas y M. J. A. consigue encontrar compa?¨ªa.
En Legazpi alguien comenta que huele a huerto abandonado y una brisa honda y fr¨ªa pasa puntualmente.
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