Los noventa a?os de Giorgio de Chirico
?La novedad de Nietzsche es una extra?a y profunda poes¨ªa infinitamente misteriosa y solitaria que se funda en la Stimmung (empleo la palabra alemana, m¨¢s eficaz que su traducci¨®n literal por atm¨®sfera), se funda, repito, en la Stimmung de la tarde de oto?o, cuando el tiempo es claro y las sombras m¨¢s largas que durante el verano, porque el Sol comienza a estar m¨¢s bajo. Esta sensaci¨®n extraordinaria se puede disfrutar en las ciudades italianas y en algunas mediterr¨¢neas como Niza. Pero la ciudad por excelencia donde aparece este fen¨®meno excepcional es Tur¨ªn. ?Elijo, de entrada, este texto de Giorgio de Chirico, dado a la luz en 1950 (edad en que el artista pod¨ªa contemplar con plena objetividad y amplia panor¨¢mica su magistral labor antecedente), porque en ¨¦l se nos regalan pistas e indicios a la hora de fijar las lindes del lugar de su experiencia.
Desde una angulaci¨®n puramente f¨ªsica, las mejores pinturas de Giorgio de Chirico se ajustan, en efecto, a la plasmaci¨®n pormenorizada, aquilatada, morosa, de esos tres elementos que ¨¦l atribuye a la po¨¦tica de Nietzsche y no tiene escr¨²pulo en definir como su gran novedad: la creaci¨®n de una atm¨®sfera a modo de presencia absoluta; la recreaci¨®n de una luz cruda, congelada a ras de suelo, y el solo contrapunto de unas sombras alargadas e invasoras. Desde una consideraci¨®n metaf¨ªsica (y ¨¦l es quien acu?¨® el t¨¦rmino en su espec¨ªfica dimensi¨®n pict¨®rica) el arte de Giorgio de Chirico se basa en la delimitaci¨®n del espacio como lugar eminentemente misterioso, inefable y solitario.
Los cuadros de Giorgio de Chirico nadan en la marea de una soledad doblemente acrecentada. El propio pintor nos advierte c¨®mo todas las obras de arte investidas de verdadera profundidad contienen dos soledades: una, que podr¨ªamos llamar, y ¨¦l llama, soledad pl¨¢stica, ¨ªndice de beatitud contemplativa y resultante de la construcci¨®n y combinaci¨®n de las formas; la otra ser¨ªa la de los signos, soledad esencialmente metaf¨ªsica, que excluye a priori toda posibilidad l¨®gica de adecuaci¨®n visual o ps¨ªquica. Las pinturas de Giorgio de Chirico son, en efecto, delimitaci¨®n atmosf¨¦rica de la soledad, acentuada por la ausencia del hombre, estrat¨¦gicamente contrastada con elementos arquitect¨®nicos de la Grecia cl¨¢sica y la Italia renacentista, e imbuida, en sus cuatro orientaciones, de aquel presagio que Nietzsche vislumbrara y diera en traducir como sin-sentido universal. ?Una de las sensaciones m¨¢s extra?as que nos dej¨® la prehistoria -escribe el propio De Chirico- es la sensaci¨®n de presagio. Existir¨¢ siempre. Es como una prueba eterna del sin-sentido del universo".
Provechosa consecuencia
En la acci¨®n creadora, y en la biograf¨ªa misma, de Giorgio de Chirico juegan un papel decisivo su nacimiento y crianza en Grecia, su posterior afincamiento en Italia, y un viaje que, a caballo de una y otra circunstancia, llev¨® a cabo por tierras de Alemania y hab¨ªa de traerle por m¨¢s provechosa consecuencia el descubrimiento del pensamiento de Nietzsche y Schopenhauer (premonici¨®n, este ¨²ltimo suceso, de no pocas actitudes, corrientes y movimientos muy acordes con los vientos que hoy soplan). A partir de 1903, Giorgio de Chirico inicia sus estudios en la Academia de Grecia, que luego proseguir¨¢ en Roma, Mil¨¢n, Florencia y Tur¨ªn (la ciudad de sus revelaciones) y concluir¨¢ eventualmente, antes de que llegue a su fin la primera d¨¦cada del siglo, en la ciudad de Munich. De la esencial interrelaci¨®n de estos tres acaeceres ser¨¢ fruto pr¨®ximo la obra por ¨¦l bautizada Enigma de una tarde de oto?o (1910), en posesi¨®n de todas las caracter¨ªsticas que habr¨¢n de adornar lo m¨¢s y mejor de su quehacer sucesivo.
El artista y el hombre se hallan, pues, tempranamente en saz¨®n cuando, en 1911, se dirige a Par¨ªs y all¨ª conoce a los dos m¨¢s l¨²cidos y genuinos pioneros de la nueva est¨¦tica: Guillaume Apollinaire y Pablo Picasso. El primero de ellos dir¨¢ del reci¨¦n llegado que es el pintor que sabe exponer el car¨¢cter fatal de las cosas modernas. No suele darse excesiva importancia a la estancia de Giorgio de Chirico en Par¨ªs. La escueta afirmaci¨®n de Apollinaire se me ocurre, sin embargo, s¨ªntoma harto elocuente del influjo de nuestro hombre sobre aquellos primeros y m¨¢s geniales vanguardistas parisienses. No en vano ser¨¢ a ¨¦l a quien Apollinaire habr¨¢ de encomendar, a?os despu¨¦s, la ilustraci¨®n de sus Caligramas, en la c¨¦lebre edici¨®n de Nouvelle Revue Francaise.
Es movilizado con motivo de la primera guerra mundial, corriendo mejor suerte que aquellos otros atrevidos colegas (los Boccioni, Sant'Elia, Duchamp-Villon y el propio Apollinaire ... ) que, imbuidos del fervor b¨¦lico-futurista de Marinetti y alegremente alistados en un batall¨®n ciclista, no volver¨ªan del frente o, si lo hicieron, fue con la metralla de la muerte en plena juventud. En 1915 conoce a Carlo Carr¨¢, pros¨¦lito inmediato en los afanes de la pintura metaf¨ªsica, y al a?o siguiente ejecuta las obras m¨¢s relevantes de dicha tendencia: El enigma de la llegada, Melancol¨ªa y misterio de una calle, Plaza de Italia... Son sus cuadros protot¨ªpicamente solitarios, atmosf¨¦ricos, tejidos en el crudo contrapunto de la luz congelada y las sombras invasoras, amasados en el presagio del sin-sentido universal: estatuas, bustos y maniqu¨ªes diseminados en la orfandad geometrizante del suelo, sin otro albergue que la remembranza de algunas arquitecturas de la Grecia cl¨¢sica o de la Roma renacentista, anacr¨®nicamente convertidas en estaciones ferroviarias, balnearios en hornos crematorios.
Estatuas y maniqu¨ªes, en vez de hombres; semblanzas y bustos de aquellos insignes varones que se cuenta hubo en otro tiempo y hoy han quedado a la altura del zapato de unos viandantes s¨²bitamente desaparecidos. Bustos, maniqu¨ªes y estatuas casi a ras de suelo, a la altura normal de un paseante ideal e inexistente, y muy de acuerdo con aquella advertencia que, tomada de Schopenhauer, su maestro, el propio artista propone a nuestra consideraci¨®n. ?Schopenhauer, que sab¨ªa mucho al respecto -escribe De Chirico en sus reflexiones sobre Nietzsche y las sombras de la tarde-, aconsejaba a sus conciudadanos no poner las estatuas de, sus hombres ilustres sobre columnas o pedestales demasiado altos, sino colocarlas sobre z¨®calos bajos, como se hace en Italia, seg¨²n ¨¦l dice, donde cada hombre de m¨¢rmol parece hallarse al nivel de los paseantes y caminar con ellos."
La met¨¢fora fundamental
?Qu¨¦ paseantes? Pura hip¨®tesis o ausencia consumada, como lo fuera en los or¨ªgenes del mundo y lo ser¨¢ tras las postrimer¨ªas. Los paseantes de De Chirico se han esfumado en el enigma de la atm¨®sfera oto?al o han pasado a convertirse en esos ilustres varones de anta?o definitivamente petrificados entre la g¨¦lida luz del atardecer y el avance ponderado e ineludible de unas sombras geometrizantes y temibles como cuchillos. Muchas de las meditaciones de De Chirico se centran, por v¨ªa de pertinaz obsesi¨®n, en aquel tiempo prehist¨®rico enteramente ajeno a la vida, humana. Atenta a tales y tan pat¨¦ticos or¨ªgenes, la met¨¢fora fundamental de su pintura consiste en retrotraer la arquitectura de otra edad (Grecia cl¨¢sica o Roma renacentista) y dejarla como asombroso espect¨¢culo de desolaci¨®n universal, sin lugar alguno para la vivencia y la convivencia, s¨ªntesis aniquiladora de lo que Nietzsche llam¨® el eterno retorno. En sus escritos Sobre el arte metaf¨ªsico (1919) comenta y rememora el pintor: ?Me acuerdo de la profunda impresi¨®n que me caus¨®, siendo yo ni?o, una escena vista en un viejo libro que se titulaba La Tierra antes del diluvio. La Tierra representaba un paisaje de la ¨¦poca terciaria, cuando a¨²n no exist¨ªa el hombre. Mucho he meditado desde entonces sobre el extra?o fen¨®meno de la ausencia humana en su aspecto metafisico.?
Entre la revelaci¨®n de un lugar inexistente y parad¨®jicamente recordable, entre el lamento m¨ªstico del tengo nostalgia de donde nunca estuve y el vallejiano Me morir¨¦ en Par¨ªs con aguacero, un d¨ªa del cual tengo ya el recuerdo, entre el sue?o y la realidad, entre el tiempo y la memoria, las pinturas de De Chirico siempre me han llevado a repasar mentalmente un conocido texto de Borges: ?Todo, como suele suceder en los sue?os, era un poco distinto; una ligera magnificaci¨®n alteraba las cosas.? Harto an¨¢logas son las figuras y arquitecturas de De Chirico. Leve y sustancialmente alteradas, sumamente pr¨®ximas al l¨ªmite de lo real, en trance o parto de verosimilitud.... monumentos, personajes y escenarios de Giorgio de Chirico conllevan la se?al de lo diferente, en forma, justamente, de ir¨®nica magnificaci¨®n. Todo est¨¢ a punto de volver a ser c¨®mo fue.
Las pinturas de Giorgio de Chirico hab¨ªan amanecido en posesi¨®n de todas las indicaciones que el naciente surrealismo no tardar¨ªa en hacer suyas. Los m¨¢s de los historiadores y ex¨¦getas coinciden en subrayar la ascendencia surrealista de las mejores obras de nuestro hombre, sin percatarse de que el fen¨®meno ha de interpretarse exactamente al rev¨¦s, es decir como precedencia determinante en el ejercicio de la nueva corriente, y no como resultante o secuela.
Nietzsche y las sombras de la tarde
Es de significarse, por otro lado, que De Chirico hab¨ªa acudido a la fuente m¨¢s leg¨ªtimamente inspiradora del surrealismo (no siempre vislumbrada ni compartida por muchos de los correligionarios, Bret¨®n a la cabeza), unos cuantos a?os antes de que el surrealismo viera la luz. Entre todos los pintores de su tiempo fue Giorgio de Chirico uno de los primeros, o el primero, en percatarse de que el sentido del arte nuevo hallaba su justificaci¨®n y fundamento en las doctrinas visionarias de Nietzsche y en las sagaces premoniciones de Schopenhauer, como la revisi¨®n m¨¢s, actualizada del tema ha venido a demostrar. Para De Chirico hay dos figuras estelares en el firmamento po¨¦tico-filos¨®fico, Schopenhauer y Nietzsche, de cuya luz va a nutrirse en buena medida el arte contempor¨¢neo, en cuanto que expresi¨®n eminentemente vitalista. Repasar los escritos de nuestro pintor es, seg¨²n vimos, ver repetidos una y otra vez los nombres de los dos grandes pensadores alemanes.
?Dentro del contexto de la filosof¨ªa mundial -ha escrito Eugenio Tr¨ªas a prop¨®sito del Nietzsche de Deleuze- no cabe duda que el joven movimiento filos¨®fico franc¨¦s, inspirado directamente por literatos y pensadores como Bataille y Klossowsky, y dentro del cual podemos citar los nombres de Foucault, Derrida y Deleuze, constituye una de las v¨ªas m¨¢s sugerentes, ricas y estimulantes. Ello es debido a su privilegiada situaci¨®n cultural, puesto que confluyen en su reflexi¨®n la l¨ªnea filos¨®fica que, arrancando de la fenomenologia, desemboca en Heidegger, as¨ª como los desarrollos m¨¢s estimulantes de las ciencias humanas (marxismo, psicoan¨¢lisis, estructuralismo) y los hitos m¨¢s s¨®lidos de la vanguardia en literatura y en arte y, por ¨²ltimo (y sobre todo), el revulsivo de ciertos escritores reputados como locos o como malditos (especialmente Nietzsche, Artaud, Roussel ... )?
Traigo al caso el texto de Tr¨ªas con el buen ¨¢nimo de subrayar un par de advertencias. El surrealismo, por un lado, y pese a los pesares de Bret¨®n, tiene ra¨ªces m¨¢s hondas y m¨¢s amplias ramificaciones que las que se deducen de sus manifiestos (o de la habitual y exclusiva coyunda Marx-Freud), pareciendo una de sus venas m¨¢s ricas y m¨¢s permanentes la que le emparenta con el vitalismo en general y, en particular, con Nietzsche. ?D¨®nde mejor que en Nietzsche se nos ofrece, de otra parte, el p¨¢lpito de la vida sin mediaciones que proclamara el surrealismo? O se afirma libremente la vida como valor supremo (y sin que en ella se nos d¨¦ el medio hacia nada) o se la niega tajantemente. ?Y no es en esta inmersi¨®n directa en la vida, a favor del deseo y con la renuncia decidida a todo desarrollo hist¨®rico o mediatizador, la que proclama Bret¨®n, desde?ando el rodeo de los medios, las categor¨ªas conceptuales y la c¨¢rcel del lenguaje constituido? Es, en fin, lo cierto que Bret¨®n se empe?ara en pregonar, sin entrecomillar la fuente originaria, lo hab¨ªa anticipado cumplidamente nuestro Giorgio de Chirico, diez a?os antes, en cualquiera de sus pinturas metafisicas o en la frescura de sus reflexiones sobre Nietzsche y las sombras de la tarde.
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