Carlos Dur¨¢n
La modernidad suele avergonzarse all¨ª donde la pintura se complace, aun en lo literario. S¨®lo que, a menudo, olvida hasta qu¨¦ punto ese maridaje subyace en muchas de sus propias empresas que no son sino el fruto de un tiempo en el que la literatura ha trocado la narraci¨®n por la gram¨¢tica. As¨ª la pintura se ve de continuo condenada a ser ?pintura de historia? aun cuando esa historia no sea, en casos, m¨¢s que la historia misma de la pintura. Y viceversa; diga lo que diga, la pintura habla siempre, tambi¨¦n sobre s¨ª misma. Pero cabe imaginar el caso en el que la pintura sea, a la vez, narraci¨®n y discurso (con frecuencia ir¨®nico) sobre su propia historia. All¨ª, los distintos lenguajes de la vanguardia y del clasicismo se fundir¨¢n en un vocabulario ecl¨¦ctico que permita hablar, conscientemente, de ambas cosas a un tiempo.Y es en este esp¨ªritu, m¨¢s que en la mera apariencia, en el que la obra de Carlos Dur¨¢n entronca con el mundo de Guillermo P¨¦rez Villalta. Es esta, fundamentalmente, una relaci¨®n de amistad donde lo biogr¨¢fico determina hospitalariamente un paralelismo que no entra?a conflicto alguno. Pero si, desde el primer momento, esa relaci¨®n ha parecido evidente a los ojos de todos, no debe ser confundida, pensamos, con una absoluta identidad. El discurso de Carlos Dur¨¢n, entendiendo como tal ?lo que se cuenta? en un sentido amplio, resulta ya, en esta primera exposici¨®n, definido con bastante precisi¨®n, en comparaci¨®n con el ?c¨®mo se cuenta?, (esto es, la ejecucion) donde las dependencias son realmente mayores y adolecen, l¨®gicamente, de los titubeos propios de un pintor que inicia su camino. Pero es, precisamente, el grado de elaboraci¨®n de esa tem¨¢tica particular (por m¨¢s que las coincidencias, voluntarias o no, sean aqu¨ª tambi¨¦n inevitables) lo que permite apostar por el presente y futuro de la obra de Carlos Dur¨¢n.
Carlos Dur¨¢n
Galer¨ªa Seiguer. Espa?oleto, 23. Madrid.
Varias son las coordenadas sobre las que se articula este universo, m¨¢s all¨¢ de las resonancias simbolistas a lo B?cklin, Keller o Parrish. Nos asalta primero su tnediterraneidad. Esta se manifiesta, a veces, en la luz; otras, en la aparici¨®n de una cierta arquitectura. Pero, sobre todo, es la presencia insistente del mar, de ese mar que acaba por hacer evidente su identidad en el mapa de ?La partida?. Es frecuente, tambi¨¦n, una cierta complacencia en el retrato, sea ¨¦ste propio o ajeno. En ocasiones, esa apuesta se complica en un juego de reflejos que acent¨²a la artificiosidad del retrato, convirtiendo en fantasmagorias lo que era ya mera representaci¨®n. Pero tambi¨¦n el reflejo servir¨¢ para dotar al espacio de mayor complejidad y llegar¨¢, en casos como del autorretrato nocturno, a desvelar el car¨¢cter fundamentalmente falaz del espejo. Las referencias a una iconolog¨ªa neomoderna son abundantes en el mobiliario y en la arquitectura; pero, por encima del repertorio escenogr¨¢fico, y en consonancia con lo que se dio en llamar ?estilo aerodin¨¢mico?, ello se traduce en una constante preocupaci¨®n por el movimiento.
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