El congreso
C¨®mo explicar... C¨®mo explicar lo ins¨®lito, lo extraordinario de este congreso del PSOE. C¨®mo explicar que el Palacio herv¨ªa de emociones, que la ejecutiva se desmelenaba ante el empuje de las bases, que las bases se sorprend¨ªan -se asustaban, quiz¨¢- de su propio peso, que los delegados extranjeros quedaban at¨®nitos y boquiabiertos ante tal barah¨²nda. Porque en la historia pol¨ªtica nacional e internacional los congresos han sido siempre actos rutinarios, vac¨ªos remedos de s¨ª mismos, meras r¨²bricas de los pactos de poder previamente establecidos. Y, en este sentido, pese a las histerias y a las crispaciones, pese a ingenuidades y suspiros, el PSOE ha ofrecido el espl¨¦ndido espect¨¢culo de ser un partido vivo.No han comido, no han dormido, no han dado tregua a la batalla; han sido cuatro d¨ªas sin respiro. Al tercero, los congresistas lucen ya ojeras malvas, pulso tembloroso, ronqueras ganadas con el mucho insultar, y deambulan por los corredores tartajeando ilusiones medio rotas o cansadas quejas. El Palacio parece un campo de refugiados sobrevolado por el recuerdo incierto o el presentimiento de un desastre: algunos participantes se derrumban en los sillones reposando las fiebres congresistas; Guerra pasea su perfil cortante y una endurecida indiferencia por las salas. ?Nos est¨¢n asesinando, nos est¨¢n acuchillando?, exclama M¨²gica con voz aguda entre un corrillo de fieles. Peces-Barba arrastra sus cien kilos de humanidad, estupefacto, los ojos vidriosos, sin reponerse a¨²n de la doble derrota del principio. Varios delegados dormitan por los suelos agitados con temblorosas pesadillas.
Es este un congreso de pasillos, y es en los pasillos en donde se conspira, se conjura, se grita y se susurra. P¨¢lidos. Est¨¢n todos tan p¨¢lidos, tan tensos... De cuando en cuando un rostro particularmente enrojecido muestra la congesti¨®n moment¨¢nea de un enfrentamiento; los ardores pol¨ªticos se concretan a veces en zarandeos de solapas, el ambiente est¨¢ denso y picante. Se escucha un gemido, un hombret¨®n de treinta y tantos a?os se desploma en una silla, est¨¢ llorando con desconsuelo y gruesos lagrimones le llenan las mejillas. Sus compa?eros le rodean con ese embarazado y tenso adem¨¢n que ponen muchos hombres ante las emociones, educados como est¨¢n en la represi¨®n del sentimiento: palmean su espalda, pudorosos, con gesto enternecedoramente zafio.
Pero si al tercer d¨ªa lloran las bases con desesperaci¨®n ni?a, en la madrugada del cuarto le tocar¨¢ el turno a la ejecutiva; M¨²gica va soltando l¨¢grimas por los pasillos y alg¨²n otro figur¨®n sorbe los moquillos con discreta compostura. Peces-Barba acaricia los telegramas de adhesi¨®n que ha recibido de Valladolid; es un consuelo. Al filo del mediod¨ªa habla Felipe; es el suyo un discurso emocionado e impecable; y la palidez en Felipe es una palidez color oliva, cetrina y melanc¨®lica. Horas m¨¢s tarde todo el mundo se concentra en el anfiteatro: se proclama la comisi¨®n gestora ante un auditorio fatigado y de sentimientos inestables. Entra Felipe como una sombra, algodonado en los gr¨ªses de su jersey, turbado, y la mayor¨ªa le aplaude y le jalea. Algunos empiezan a hablar de estratagemas, de que los Guerra y los M¨²gica pueden sacar provecho de todo esto. Pero ah¨ª queda el airoso gesto de Felipe, y suena ya la Internacional, y todos en pie la cantan con la emoci¨®n a flor de piel, con las emociones en el pu?o. Fuera, en los pasillos del Palacio, totalmente vac¨ªos por primera vez en cuatro d¨ªas, una nena de unos cinco a?os juega a saltar baldosas esperando el fin del acto, esperando el fin de todo. El fin de este congreso que, traspasado de fiebres, embadurnado de mocos y humedecido en l¨¢grimas, ha sido, con todo, vivificante y ejemplar: un congreso especialmente hermoso.
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