A Miguel de Cervantes
ya no s¨®lo le quitan sus calles, sino que tambi¨¦n le roban la espada. Al autor del Quijote no le debe importar demasiado, porque fue m¨¢s un hombre de posadas que de calles, y mucho m¨¢s un humilde trabajador de la pluma que un espadach¨ªn reputado. Por eso sentir¨ªa un alivio cuando dos j¨®venes, Anselmo Jos¨¦ Ballesteros y Jos¨¦ Daniel Jim¨¦nez Tebar, de diecinueve a?os los dos, se sentaron sobre la espada de bronce de la estatua que se dedica al escritor en la plaza de Espa?a de Madrid. Fue tan contundente la sentada de ambos j¨®venes que la espada se rompi¨®. ?Qu¨¦ hacer con el arma, convertida ahora en un objeto arrojadizo de medio metro de longitud? Pues guardaron el bronc¨ªneo cuchillo y lo ocultaron bajo una pa?oleta. De modo tan espa?ol salieron corriendo, pero la polic¨ªa los hall¨® a tiempo y no les dej¨® conservar tal belicosa reliquia.
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