La marea Marilyn
Esta es una historia de carrozas pudientes: los mitos sirven apenas para el consuelo y para manufacturar literatura. Cualquier religi¨®n que se precie ha ido reuniendo a lo largo de la historia millares de p¨¢ginas sagradas para alivio de desencantados, sost¨¦n de pusil¨¢nimes, esperanza de cr¨¦dulos y aliento de pesimistas. Por belleza arqueol¨®gica es sencillo aceptar la historia del Minotauro, los pastoreos de Krisna, la virginidad de la madre de Jesucristo y el ed¨¦n de las hur¨ªes. Todo ello ha sido tan hermosamente contado que ser¨ªa de veras un pecado descreer. Aun sabiendo que es mentira, hay que agarrarse a cualquier g¨¦nero de belleza para poder sobrevivir y nada es tan bello como un mito bien fabricado. Por eso est¨¢ tan mal visto el papel del desmitificador, aguafiestas (?mantas mojadas?, dicen los ingleses) y cascarrabias. ?Qui¨¦n tendr¨ªa en estos d¨ªas valor suficiente para poner las peras a cuarto a Marilyn y a sus admiradores?No obstante, se est¨¢ sobrepasando la dosis. Durante doce semanas, que hacen 84 d¨ªas, la televisi¨®n se dedica a insuflarnos Marilyn como un delicioso jarabe. Afortunadamente, nadie mira a ese deleznable aparal ?o salvo los que cuentan lo que han visto y los que se lo callan; al final, el que m¨¢s y el que menos ha posado sus fatigados ojos sobre la p¨¢lida pantalla, sea para aplaudir en silencio o para renegar a gritos. Y luego, periodistas y escritores que de algo tenemos que vivir aprovechamos la publicidad de la prodigiosa y mal¨¦fica invenci¨®n para apoyar, denigrar, comentar sacar punta, tapar huecos y, en fin, convertirnos en una caja de ecos de esa otra caja que llamamos imb¨¦cil y cuya imbecilidad observamos con secretos entusiasmos y manifiesta complacencia.
As¨ª que el caso es que esta Marilyn de los pelendengues, digo por no ofender, est¨¢ tan presente, que a m¨¢s de uno se les han hinchado los ¨ªdemes. Salvemos el mito para empezar. Eludamos la poderosa campa?a publicitaria que esta se?ora ha merecido en beneficio de los que mantienen derechos de autor sobre su imagen filmada. ?De la dura v cruel Mar?lyn se pas¨® a la imagen de una mujer tierna e ingenua, v¨ªctima de la indiferencia de los bur¨®cratas?, escrib¨ªa Diego Gal¨¢n en el dominical de este peri¨®dico dentro de uno de los trabajos m¨¢s completos y apasionadamente fr¨ªos sobre el mito de estos meses.
A m¨ª me averg¨¹enza confesar que esta rubia de frasco, de voz chillona y carnes abultadas, nunca me ha entusiasmado. La delicada Y generosa literatura degustada sobre ella me ha aconsejado acudir al psiquiatra por ver si encontraba en mi virilidad o en mi sensibilidad alg¨²n desajuste preocupante, y s¨®lo he conseguido sentirme normal cuando he planteado la cuesti¨®n a mis hijos y a algunos otros imp¨²beres y mozalbetes. Y como uno es muy due?o de elegir sus propios mitos, mi personal desolaci¨®n ante el disgusto por Norma Jean Baker, o la Monroe, queda compensado por el disgusto de otros o el gusto por otros fantasmas menos ensalzados del cinemat¨®grafo.
Tan l¨ªcito es justificar los desmayos de algunos ante lo que descubren bajo las faldas levantadas por los nauseabundos aires del Metro (?c¨¦firo de alcantarilla?, dec¨ªa un fan¨¢tico), como la opini¨®n de quien s¨®lo ve all¨ª unas rodillas bastas, unos muslos demasiado hinchados y, en fin, la ostentaci¨®n puritana de un cierto horterismo f¨ªsico muy patente. Este ?proyecto de diosa? fabricado por un fot¨®grafo que la retrat¨® desnuda a cambio de cincuenta d¨®lares, ?piernas de odalisca?, ?s¨ªmbolo y llamada del para¨ªso?, ?boca de ¨¢z¨²car?, ?turgentes senos? arrancados de un templo de Kajuraho; este ser humano que todav¨ªa vibra en las fosforescentes p¨¢ntallas y ha de remover, supongo, los declinantes jugos esperm¨¢ticos, debe admitir tambi¨¦n, como los textos pol¨ªticos, una segunda y hasta una tercera lecturas.
Las gentes que se aproximan a los cuarenta a?os rondaban la veintena cuando el nembutal y otros asuntos menos claros acabaron con la vida de esta mujer. Pero se trata s¨®lo de un tipo determinado de gentes. Muchos varones que sufren hoy la marea Marilyn en pel¨ªculas mediocres y hasta vomitivas (pues las mejores pel¨ªculas de Marilyn son aquellas en que el protagonista es otro, por ejemplo, Jack Lemmon) no dispon¨ªan en su juventud de un cine de barrio para gozar de los ensue?os er¨®ticos que, a falta de algo mejor, les produc¨ªa esta se?ora ya madurita. Los que viv¨ªan en el campo o en internados de frailes -un porcentaje muy alto de los individuos de media edad en la sociedad espa?ola-, jam¨¢s atisbaron el muslo de Marilyn, ni saborearon de lejos el pringoso carm¨ªn de sus labios.
El mito, el jarabe reconstituven te, se lo hacen tragar ahora. Y se dan cuenta de que Marilyn nunca fue joven, nunca tuvo aspecto juvenil, por lo que no comprenden la mitoman¨ªa de quienes relacionan su muerte, o los ¨²ltimos tiempos de su vida, con una forma particular de ser joven. Tal vez ellos eran realmente j¨®venes, pero muy al margen de los cors¨¦s de la Monroe, dama que siempre present¨® ese sutil aire fond¨®n y carrocil que descubren con rapidez los muchachos de hoy. Si parte de estos adultos inducidos a comulgar con el mito no lo conocen, no pudieron verlo a su debido tiempo, porque el cine, hace treinta a?os, en Espa?a no estaba al alcance de todos los espa?oles -como hubiera dicho el No-Do-, a estas alturas es l¨®gico que contemplen el objeto con un cierto rigor objetivo.
Apetecible estaba la chica, desde luego, sobre todo para una larga urgencia como la de aquellos a?os. Como actriz, uno de sus guionistas afirmaba que s¨®lo sab¨ªa mover el trasero. Cantaba como una monja procaz y libertina. En los estudios y en la vida real era bastante inaguantable, porque tambi¨¦n crey¨® que era una diosa... Pero todo esto no significa mucho. Como tampoco las pintorescas y hermosas historias que se cuentan sobre su desgraciada vida, desde el guardia que la viol¨® de ni?a hasta el tel¨¦fono ca¨ªdo junto a la mano ex¨¢nime. Ya dije que el ¨²nico valor de los mitos es su belleza formal y esta belleza no tiene por que corresponder necesariamente con la realidad del objeto mitificado. Por tanto, cualquier coraz¨®n bien nacido se llenar¨¢ de ternura ante tanta majestuosidad hist¨®rico literaria.
Y por otro lado, aunque sobre gustos se ha escrito tanto, sigue siendo insuficiente. Hay varones que se sienten atra¨ªdos incluso por Greta Garbo y hasta conoce uno a alguien aficionado a las ovejas, a las gallinas y a las manzanas reineta, como Henry Miller, sin ir m¨¢s lejos. ?Qui¨¦n iba a atreverse a discutirles sus predilecciones? En este campo, cualquier discusi¨®n ser¨ªa una ofensa. El s¨ªmbolo er¨®tico que Marilyn Monroe fue en los a?os cincuenta, milagrosamente transmutado ahora en s¨ªmbolo de la inocencia, ya permite alguna conjetura acerca del rigor de las imaginaciones er¨®ticas y del cambio de los tiempos.
El que desee aferrarse a sus erotismos juveniles soportar¨¢, sin esfuerzo, esta indisgesti¨®n esperp¨¦ntica causada por una se?ora de cuya belleza podr¨ªa discutirse mucho y cuyas aptitudes profesionales no han sido convincentemente demostradas. Ni podr¨¢n serlo, despu¨¦s de la marea de los doce s¨¢bados. Los dem¨¢s pueden dedicarse a so?ar con Ornella Muti, por ejemplo.
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