La larga a?oranza de un torero
Debo se?alar que asisto a las plazas s¨®lo espor¨¢dicamente: lo que all¨ª se ve me consume de aburrimiento. Y, sin embargo, ning¨²n espect¨¢culo pl¨¢stico ha originado en m¨ª m¨¢s intensas emociones, de orden art¨ªstico, que las corridas. ?Han mudado mis ojos?, ?es tanta la decadencia de la fiesta? Me resisto a creer que la p¨¦rdida sea personal. Y aunque la crisis del toro no es de ahora, nunca la de los toreros lleg¨® a un nivel tan ¨ªnfimo. Hay dos artistas que m¨¢s semejan fantasmas abroncados que hombres, y ni un solo lidiador. La alborozada novedad de la temporada es el regreso de dos diestros que dieron lo mejor de s¨ª mismos cuando debieron: entonces todos ¨¢ramos j¨®venes, y algunos lo eran tanto que ni siquiera hab¨ªan nacido.Y no es que pida uno la s¨²bita aparici¨®n de un Ord¨®?ez: hay cosas en la vida que nunca se repiten Aquel torero era tan naturalmente inspirado que iba ajustando el arte a las condiciones de su edad, pues ten¨ªa en cuenta su misma evoluci¨®n f¨ªsica. D¨ªganle a los diestros que torearon hoy que un gran torero, como cualquier Picasso, tiene tambi¨¦n sus ¨¦pocas. Y unidad, siempre. El ronde?o, de adolescente, toreaba a la ver¨®nica con el comp¨¢s absolutamente abierto y dejaba caer, como dormida, la cabeza en el hombro: no hab¨ªa ver¨®nicas m¨¢s largas y so?adas, ni una gracia m¨¢s honda. Los novillos, olvidados, del sol, pasaban enlunados. Cuando la gracia de la edad dio paso al hombre, aquellas ver¨®nicas estrecharon el comp¨¢s, se irgui¨® la cabeza y se hicieron reposadas y cl¨¢sicas. La emoci¨®n, como en una sucesi¨®n de columnas doricas, hab¨ªa que encontrarla en el ritmo y en la hondura de la exactitud.
Manzanares luce hermosos rizos, tiene buen cauce, pero se le escapa lastimosamente el agua; aunque a ¨¦l se deben los ¨²nicos pases, aunque pocos, que nos ofreci¨® la tarde. Teruel, que es de pelo llano, ha rizado tanto el rizo de su propio toreo que habita en el mismo centro del tirabuz¨®n amanerado. Emilio Mu?oz, como sus compa?eros, pase¨® planta y juventud, y poco m¨¢s. Deber¨ªa evitar esos desplantes de novillero enrabletado que te aquejan, y no crispar con gestos la cara cuando torea. El toreo es una apretada y delicada suma de detalles.
Recuerdos con nostalgia de la plaza de Ronda
Esto me trae a la memoria, nuevamente, al ronde?o. En un septiembre de los primeros a?os cincuenta, toreaban en la plaza de piedra de Ronda los tres hijos del Ni?o de la Palma: se trataba del primer vagido torero del benjam¨ªn. Aunque el director de lidia era Cayetano, toda la tarde estuvo Antonio junto al chico, vigilando con discreci¨®n y en maestro. Triunf¨® el mozo, y al dar la vuelta con los despojos del toro en la mano, tambi¨¦n Antonio le iba aconpaa?ando a escasa distancia. El p¨²blico estaba desbordado, y el torero lleno de emoci¨®n. Le arrojaban puros, flores, botas, sombreros. Es un determinado momento se inclin¨® jubiloso a recoger algo, y la voz del maestro son¨® inmediata, dura: ??Quieto: eso, los peones!?. El muchacho se detuvo bruscamente, y continu¨® la vuelta con la ¨²ltima lecci¨®n aprendida aquella tarde. Bien sabida la norma vendr¨¢n despu¨¦s las excepciones.
Lecciones tambi¨¦n para el aficionado. Feria de julio en Valencia. Estaba toreando magistralmente, y desde una contrabarrera vol¨® un elegante sombrero de paja, rodado con una cinta negra. Cay¨® entre el toro y el torero, y cay¨® bien: con el ala entera tocando la arena. El torero dio tres pa¨ªses m¨¢s de aquella serie, centrando el sombrero. Cuando alej¨® al animal con el de pecho, dej¨¢ndolo en suerte, lo recogi¨® y lo devolvi¨® con una sonrisa al joven aficionado. Inici¨® una nueva y prodigiosa serie de naturales, y reiter¨® su vuelo de sombrero de paja: no he olvidado la ¨²nica mirada que, entre pase y pase, y sin dejar de ligar la faena, lanz¨® Ord¨®?ez al entusiasta. Esta vez, al terminar la serie, sin siquiera mi rarlo, lo alej¨® desde?osamente con el pie hacia el estribo. El arte es el encuentro con una intensidad, y el toreo, si no es arte no es nada.
En la plaza de Madrid abundan los graciosos con poca gracia, y hay tambi¨¦n muchos listos que ven supuestas cojeras en los toros, por lo que uno podr¨ªa pensar de ellos que son tambi¨¦n supuestos tuertos. Quiero decir con esto que la plaza de Madrid se parece bastante a todas las plazas; no es tan distinta como dicen. Afortunadamente, se conceden aqu¨ª muchas menos orejas, y hay mejores cr¨ªticos taurinos.
Ojos de toro, llenos de campo y libertad
Al salir al ruedo el toro de la supuesta cojera, se ofusc¨® con la luz de la tarde y se le poblaron los ojos de campo y libertad; debi¨® confundir el segundo c¨ªrculo de cal con una valla, pues lo salt¨® con desmesura. El espejismo le dur¨® hasta que sinti¨® el hierro en la carne, pues siempre frenaba al llegar a esa l¨ªnea blanca. No s¨¦ si lleg¨® a alcanzar la lucidez de reconocer que no era aquel el campo de la vida, sino el c¨ªrculo cada vez m¨¢s cerrado de su obligada muerte. Ninguno sigui¨® la muleta con tan noble suavidad.
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