Volver a los cl¨¢sicos o la nostalgia de la armon¨ªa
Para algunos historiadores, los clasicismos son una constante de la cultura; nada puede extra?ar, por tanto, sus peri¨®dicos retornos. Pero en la cultura occidental, que, aunque tan malparada, sigue siendo la nuestra, volver al clasicismo, sentirse en las ra¨ªces grecolatinas de nuestro ser cultural, no es s¨®lo una constante hist¨®rica -seg¨²n lo estudia admirablemente Gilbert Highet-, sino, y adem¨¢s, en ciertas ¨¦pocas y circunstancias, una b¨²squeda de lo primigenio, de lo nutricio nuestro, y en ese sentido no una marcha atr¨¢s, sino el fecundo impulso de un salto hacia adelante. (Que no otra cosa fue el humanismo latino del Renacimiento.)Y es evidente que hoy, y cada d¨ªa m¨¢s acusadamente, la nostalgia por la armon¨ªa en un mundo crispado por el horror, el peor gusto y la intolerancia, se transforma en un af¨¢n de viaje a aquel clasicismo pagano, que otra moral cercen¨® en su base. Desde la conmemoraci¨®n virgiliana de este a?o a las reediciones renovadoras de Plat¨®n, pasando por el sesgo clasicista de la mejor poes¨ªa ¨²ltima, el fen¨®meno de la b¨²squeda Alcanza (sin la precisi¨®n culta o erudita de lo antes dicho) a fen¨®menos de masas -quiz¨¢ comerciales- como los new romantics, cuya base, m¨¢s all¨¢ de modas ef¨ªmeras, es tambi¨¦n una apetencia de equilibrio y un gusto renovador por el orden. Es el appel ¨¤ l'ordre, que ya lanzara -pirueteando- Cocteau alg¨²n d¨ªa, y que sintieron profundamente Andr¨¦ Gide, Camus o Cernuda, por citar ejemplos muy diferentes de d¨¦cadas cercanas.
Y claro que no estoy constatando ning¨²n neoclasicismo. Porque por tal hay que entender hoy una frustrada o imposible b¨²squeda de la clasicidad verdadera, encorsetada por preceptos de academia y, trabas de un orden moral diferente al que se ansiaba. El siglo XVII franc¨¦s o el siglo XVIII europeo pudieron acercarse a algo que recordase, teatralmente, a Eur¨ªpides o a S¨¦neca, pero fuera de la m¨¢s estricta erudici¨®n no pod¨ªan leer -leer, asintiendo plenamente- no dir¨¦ ya a ciertos epigramatistas de la ?antolog¨ªa griega?, pero ni tan siquiera al dulce Te¨®crito siracusano o a P¨ªndaro... Las ediciones ad usum Delphini podaban -y no s¨¦ si a¨²n lo siguen haciendo- a Virgilio y a Horacio, considerados progenitores de nuestra cultura (pero padres con los que conviene tener, a ratos, cuidado) y naturalmente a T¨ªbulo, a Ovidio y a Catulo, del que s¨®lo ahora -en espa?ol- comienza a haber traducciones verdaderas.
No, no hay hoy neoclasicismo. Lo que empieza a sentirse como un evidente signo cultural de nuestro tiempo es la apetencia -en cierto sentido, m¨¢s posible y cercana que en ning¨²n otro momento de la historia- de un reencuentro nutricio con el clasicismo grecolatino (que es tambi¨¦n paganismo) sin aplicar a tal cita normas preconcebidas ni molduras de hierro.
El esplendor bronc¨ªneo y armonioso de los guerreros hallados en Riace encandila a Europa, y Plat¨®n da pie para replantear la contrasofistica, o para hacer -v¨ªa Plotino- un libro de poemas er¨®ticos. Pero la nostalgia por el orden no es pol¨ªtica. Puesto que tal orden es, sobre todo, un equilibrio est¨¦tico. Un deseo de belleza -seg¨²n los c¨¢nones de nuestra cultura- despu¨¦s de tanto fe¨ªsmo querido o (y es lo peor) involuntario. Y el signo de esta b¨²squeda es por ello liberal y abierto, pidiendo en tal armon¨ªa tambi¨¦n una ¨¦tica nueva.
Quiz¨¢ el signo clasicista de nuestros d¨ªas -que va, en grados diversos, de la poes¨ªa al cine- tenga m¨¢s que ver con Lorenzo Valla y los humanistas del Sur que con las pol¨¦micas teol¨®gicas que asolaron el Norte. En cualquier caso, el verso de Merval parece hoy a¨²n m¨¢s significativo: Car la muse m'afait l'un des fils de la Gr¨¦ce...
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