"Los idus de marzo"
He vuelto a leer esta semana Los idus de marzo, la hermosa novela de Thornton Wilder que le¨ª por primera vez hace unos veinticinco a?os en una traducci¨®n apresurada, y que he rele¨ªdo muchas veces desde entonces con el primer placer. Cuando estaba escribiendo El oto?o del patriarca, como era natural, la tuve siempre a la mano como una fuente deslumbrante de la grandeza y las miserias del poder. La he comprado muchas veces en distintos idiomas para compartir mi estremecimiento con amigos del mundo entero, y no recuerdo a ninguno que no hubiera sucumbido ante aquel manantial de belleza. Ahora la he vuelto a leer cuando menos lo pensaba, en un vuelo apacible de cuatro horas y en un ejemplar ajeno, y s¨®lo ahora he descubierto cu¨¢nto ha tenido que ver con mi vida esa novela magistral. Mi preocupaci¨®n por los misterios del poder tuvo origen en un episodio que presenci¨¦ en Caracas por la ¨¦poca en que le¨ª por primera vez Los idus de marzo, y ahora no s¨¦ a ciencia cierta cu¨¢l de las dos cosas ocurri¨® primero. Fue a principios de 1958. El general Marcos P¨¦rez Jim¨¦nez, que hab¨ªa sido dictador de Venezuela durante diez a?os, se hab¨ªa fugado para Santo Domingo al amanecer. Sus ayudantes hab¨ªan tenido que izarlo hasta el avi¨®n con una cuerda, pues nadie tuvo tiempo de colocar una escalera, y en las prisas de la huida olvid¨® su malet¨ªn de mano, en el cual llevaba su dinero de bolsillo: trece millones de d¨®lares en efectivo. Pocas horas despu¨¦s, todos los periodistas extranjeros acreditados en Caracas esper¨¢bamos la constituci¨®n del nuevo Gobierno en uno de los salones suntuosos del palacio de Miraflores. De pronto, un oficial del Ej¨¦rcito en uniforme de campa?a, cubri¨¦ndose la retirada con una ametralladora lista para disparar, abandon¨® la oficina de los concili¨¢bulos y atraves¨® el sal¨®n suntuoso caminando hacia atr¨¢s. En la puerta del palacio enca?on¨® un taxi, que le llev¨® al aeropuerto, y se fug¨® del pa¨ªs. Lo ¨²nico que qued¨® de ¨¦l fueron las huellas de barro fresco de sus botas en las alfombras perfectas del sal¨®n principal. Yo padec¨ª una especie de deslumbramiento: de un modo confuso, como si una c¨¢psula prohibida se hubiera reventado dentro de mi alma, comprend¨ª que en aquel episodio estaba toda la esencia del poder. Unos quince a?os despu¨¦s, a partir de ese episodio y sin dejar de evocarlo, o sin dejar de evocarlo de un modo constante, escrib¨ª El oto?o del patriarca. Mi primer texto para aprender a descifrar el misterio fue Los idus de marzo. Como lo saben quienes la han le¨ªdo, la novela es la reconstrucci¨®n literaria de los ¨²lt¨ªmos a?os de la Rep¨²blica Romana y de la propia vida de su dictador, Julio C¨¦sar. El pretexto del relato, en torno del cual se construye, es una fiesta ruidosa que Clodia Pulcher y su hermano ofrec¨ªan en honor de dos varones ilustres: Julio C¨¦sar y el poeta Cayo Valerio C¨¢tulo. Es una licencia literaria, porque el a?o de la fiesta, que era el 45 antes de Cristo, C¨¢tulo deb¨ªa tener unos ocho a?os de muerto. Pero un escritor grande como Thornton Wilder no pod¨ªa detenerse en esas menudencias racionalistas. Fue mucho m¨¢s lejos. En la novela, el dictador, ataviado con sus mejores galas, abandon¨® la recepci¨®n descomunal que la reina Cleopatra le ofrec¨ªa aquella noche, y fue a velar a C¨¢tulo en su lecho de moribundo. "Toda la noche estuvimos oyendo las orquestas y viendo el cielo iluminado por los fuegos artificiales", dijo un testigo supuesto. El autor atribuy¨® el relato de aquella velaci¨®n a una carta que la mujer de Cornelio Nipote le escribi¨® a su hermana Postumia, y concluy¨® que C¨¦sar, para consolar al moribundo, no hizo m¨¢s que hablarle de S¨®focles. "Cayo muri¨® con un coro de Edipo en Colona", dec¨ªa el relato.Antes de Los idus de marzo, lo ¨²nico que yo hab¨ªa le¨ªdo sobre Julio C¨¦sar eran los libros de texto del bachillerato, escritos por los hermanos cristianos, y el drama de Shakespeare, que, al parecer, le debe m¨¢s a la imaginaci¨®n que a la realidad hist¨®rica. Pero a partir de entonces me sumerg¨ª en las fuentes fundamentales: el inevitable Plutarco, el chismoso incorregible de Suetonio, el ¨¢rido Carcopino y los comentarios y memorias de guerra del propio Julio C¨¦sar. Todos ellos se refieren, por supuesto, a la diligencia fren¨¦tica con que los augures oficiales descuartizaban animales y escudri?aban la naturaleza para averiguar el porvenir. El primero de septiembre del 45 antes de Cristo -seg¨²n cuenta Thornton Wilder-, el dictador recibi¨® de sus adivinos m¨¢s de quince informes, entre ellos el de un ganso que ten¨ªa manchas en el coraz¨®n y en el h¨ªgado, y un pich¨®n siniestro que ten¨ªa un ri?¨®n fuera de lugar, el h¨ªgado hinchado y de color amarillo y una piedrecita de cuarzo en el buche. "Yo, que gobierno tantos hombres, soy gobernado por p¨¢jaros y truenos", dijo C¨¦sar, aturdido por tantos y tan confusos presagios. No s¨¦ d¨®nde le¨ª que hab¨ªa terminado por clausurar el colegio de augures, y escribi¨® contra ellos un libro de protesta cuyo solo t¨ªtulo era un poema: Auguralia. Lo busqu¨¦ durante muchos a?os, hasta que el cr¨ªtico Ernesto Volkenin, que es la persona que m¨¢s sabe de eso en este mundo, me dijo de un modo severo y para siempre: "Ese libro no existi¨® nunca".
A fin de cuentas, Los idus de marzo es s¨®lo una hip¨®tesis sobre la personalidad de C¨¦sar. Pero es una hip¨®tesis que tal vez supere la realidad. "Todos comprendemos muy bien al cocinero de C¨¦sar que se quit¨® la vida cuando se le incendi¨® el fog¨®n", cuenta un Cornelio Nepote invcritado por Thornton Wilder. Dice que hab¨ªa invitados importantes cuando ocurri¨® el percance, Y el mayordomo, asustado, oblig¨® al cocinero a que se lo coritara a C¨¦sar. Pero ¨¦ste no se inmut¨® cuando lo supo, sino que le pidi¨® de muy buen modo al cocinero que le llevara d¨¢tiles y ensalada para sustituir la cena perdida. Entonces el cocinero sah¨® al jard¨ªn y se degoll¨® con el cuchillo de las verduras.
Veinte siglos despu¨¦s de ese suicidio, circul¨® en Espa?a una historia que ilustraba tan bien como aquella sobre la fatalidad del poder. Seg¨²n esa historia, una nieta del general¨ªsimo Francisco Franco, de unos siete a?os, dio muestras de disgusto en casa de un ministro cuando vio una atractiva anunciadora en la televisi¨®n. "Es una pesada", dijo la ni?a. Entonces le preguntaron por qu¨¦ lo dec¨ªa, y ella dijo: "Porque mi abuelito dice que es una pesada". Aquella fue la ¨²ltima vez en que se vio a la atractiva anunciadora en la televisi¨®n.
El 15 de marzo del a?o 44 antes de Cristo, todo el mundo en Roma sab¨ªa que a C¨¦sar le iban a matar. Todo el mundo menos ¨¦l mismo. Plutarco cuenta que el griego Artemidoro, profesor de elocuencia hel¨¦nica, se abri¨® paso a trav¨¦s de la muchedumbre que aclamaba al dictador cuando iba para el Senado, y le entreg¨® un papel escrito de su pu?o y letra, con la advertencia de que lo leyera de inmediato. C¨¦sar sol¨ªa entregar a sus secretarios los muchos papeles que le daban en la calle, pero aquel lo retuvo en la mano izquierda para leerlo en la primera oportunidad.
All¨ª estaban contados los pormenores de la conspiraci¨®n y la forma en que C¨¦sar ser¨ªa asesinado. Pero ¨¦l no lo ley¨® nunca, pues un instante despu¨¦s entr¨® en el Senado y fue muerto de veintitr¨¦s pu?aladas. Suetonio termina su relato de este modo: "Antisio, el m¨¦dico, dijo que de todas aquellas heridas s¨®lo la segunda en el pecho debi¨® haber sido mortal". Cualquier parecido con cualquier otra historia, viva o muerta, ser¨¢ pura coincidencia.
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