Los aliados occidentales han reaccionado tarde y mal ante los sucesos polacos
Cada Administraci¨®n americana llega al poder con la firme decisi¨®n de cambiar el mundo; pero, antes o despu¨¦s (antes, si tiene suerte), se ve forzada a reconsiderar sus presupuestos y procedimientos. Si la Administraci¨®n est¨¢ dispuesta a autoexaminarse seriamente y a sacar las conclusiones necesarias, este proceso servir¨¢ para consagrar su pol¨ªtica. Si falla en esta prueba, si malgasta su energ¨ªa en la racionalizaci¨®n del statu quo, la desorganizaci¨®n y el progresivo agravamiento de las crisis son inevitables. En este sentido, el per¨ªodo de gracia de Reagan termin¨® el 13 de diciembre, cuando los tanques ocuparon Polonia.
Durante los meses precedentes a las elecciones de 1980 yo particip¨¦ en la campa?a de Ronald Reagan, convencido de clue el cambio servir¨ªa claramente a los intereses nacionales. Sigo creyendo que esta Administraci¨®n personifica la oportunidad m¨¢s clara que se les ha ofrecido a los pa¨ªses libres, que su ¨¦xito es de importancia vital para nuestro pa¨ªs y para los que de ¨¦l dependen. Y, sin embargo, son precisamente sus amigos quienes tienen el deber de dar la voz de alarma cuando una crisis como la de Polonia revela fisuras e incertidumbres que, si se abandonan demasiado tiempo, podr¨ªan volverse incontrolables.Pasaron cuatro semanas desde la declaraci¨®n de la ley marcial en Polonia antes de que los ministros de Exteriores de los pa¨ªses de la OTAN decidieran reunirse en consejo para estudiar una respuesta.
Mientras tanto, miles de miembros dirigentes de Solidaridad tiritaban en campos de concentraci¨®n, gran n¨²mero de intelectuales hab¨ªan sido detenidos, se hab¨ªan declarado huelgas, los polacos amantes de la libertad, que miraban hacia Occidente, no ve¨ªan m¨¢s que inhibici¨®n y vacilaciones, sofisticadas justificaciones de impotencia o ret¨®rica incapaz de emprender acciones serias.
La vacuidad de la reacci¨®n occidental ante Polonia ha tenido consecuencias que vin m¨¢s all¨¢ de la tragedia de los polacos. Esta postura viene a subra.yar y enfatizar la desorganizaci¨®n de la alianza occidental. Simboliza la falta de consenso sobre los requisitos b¨¢sicos de la seguridad y el p¨¢nico ante el poder¨ªo militar sovi¨¦tico. Las relaciones diplom¨¢ticas entre Oriente y Occidente, que deber¨ªan reflejar un equilibrio entre fuerza y conciliaci¨®n, est¨¢n en peligro de convertirse en una v¨¢lvula de seguridad que sirva a los sovi¨¦ticos para mitigar el impacto de sus agresiones. El comercio y las relaciones econ¨®micas, concebidos originalmente como incentivos para el autocontrol sovi¨¦tico, se est¨¢n convirtiendo en instrumentos de posibles chantajes de la URSS, utilizados no por nosotros, sino contra nosotros.
Vacilaciones occidentales
Hoy d¨ªa, Occidente parece menos preparado que Mosc¨² para interrumpir estas relaciones. Ser¨ªa un peque?o constielo que esta situaci¨®n pudiera atribuirse exclusivamente a vacilaciones europeas. Los l¨ªderes europeos no tienen mucho de qu¨¦ enorgullecerse, pero tampoco nosotros hemos presentado una se?al clara. La falta de inter¨¦s europeo se est¨¢ convirtiendo en una coartada. Pero no es la ¨²nica raz¨®n de las dificultades occidentales.
Los acontecimientos polacos plantearon sin duda un grave dilema a Occidente. Carec¨ªamos de opciones militares y hubiera sido un error comportarnos como si las tuvi¨¦ramos. Occidente, como es l¨®gico, se ha resistido a animar a los polacos a una resistencia abierta, postura que nosotros no hubi¨¦ramos apoyado.
Desde el pr¨ªmer d¨ªa de la represi¨®n en Polonia se han lanzado multitud de argumentos en favor de la pasividad, y no s¨®lo en Europa, si hemos de ser sinceros. Al principio, se nos previno que no deb¨ªamos responder con demasiado vigor si no quer¨ªamos que la historia nos culpara en caso de que los polacos decidieran resist¨ªr. Tambi¨¦n se dijo que la reacci¨®n occidental deb¨ªa ser calculada de forma que no destruyera la posibilidad de una eventual tolerancia hacia un cierto grado de diversidad mantenido por la temprana proclamaci¨®n del Gobierno militar polaco.
A continuaci¨®n se fomentaron los incentivos en favor de la intervenci¨®n sovi¨¦tica y luego escuchamos que nuestros aliados no deb¨ªan ser empujados al neutralismo por actitudes norteamericanas apresuradas. En cualquier caso, seg¨²n se dijo, Polonia hab¨ªa sido adjudicada a los sovi¨¦ticos por el tratado de Yalta, legitimado m¨¢s adelante por los acuerdos de Helsinki.
Y ahora escuchamos que, a pesar de las flagrantes violaciones de los acuerdos de Helsinki, todos los contactos diplom¨¢ticos de alto nivel deben continuar y, de hecho, intensificarse. Cuanto m¨¢s intensa sea la crisis, seg¨²n algunos, m¨¢s importancia tendr¨¢n estos contactos.
Estas discusiones reflejan una extra?a coalici¨®n de opiniones extremistas, compuesta por quienes no quieren hacer nada y quienes creen que, de no hacerlo todo, lo mejor es no hacer nada. En un sentido m¨¢s profundo, nos enfrentamos con una ruptura conceptual. Una vez liberado el Ej¨¦rcito polaco, deber¨ªa haber quedado claro que Solidaridad, al menos en la forma en que fue creado este sidicato, ser¨ªa aplastado, a menos que una reacci¨®n decisiva por parte de Occidente impusiera la necesidad de reconsiderar las posturas.
Todas las decisiones (con las consiguientes p¨¦rdidas de tiempo), todas las amenazas de "acci¨®n, a menos que la situaci¨®n se hiciera menos tensa", ignoraban los dos puntos principales. En primer lugar, el paso del tiempo favorec¨ªa a los sovi¨¦ticos. Cuanto m¨¢s tiempo se mantuviera la ley marcial, m¨¢s posibilidades hab¨ªa de un colapso de la resistencia y de que las condiciones se hicieran visiblemente m¨¢s soportables, al haber sido aplastada la oposici¨®n.
En segundo lugar, la ¨²nica posibilidad de salvar algo hubiera sido una reacci¨®n occ¨ªdental tan clara e inmediata, tan libre de ret¨®rica y tan decidida (incluso aunque dejara la puerta abierta para la negociaci¨®n), que facilitara una pausa por parte de la Uni¨®n Sovi¨¦tica y sirviera de base a la idea de establecer un compromiso. Esta perspectiva, improbable en principio, se volvi¨® totalmente imposible cuando Occidente busc¨® excusas para no hacer nada, y de esa manera t¨¢cita, aunque involuntaria, acept¨® la ley marcial.
El temor de la reacci¨®n aliada ante una pol¨ªtica m¨¢s resuelta parece asimismo carente de fundamento, al menos en mi opini¨®n. No hay duda de que nuestros aliados expresaron desde un principio su desaprobaci¨®n hacia cualquier esfuerzo encaminado a hacer pagar a los sovi¨¦ticos un precio elevado por su intervenci¨®n. Pero pienso que est¨¢bamos en mejor posici¨®n para enfrentarnos a nuestros aliados en la cuesti¨®n de Polonia (con respecto a la cual creo que el p¨²blico europeo tiene una opini¨®n m¨¢s fundamentada que sus Gobiernos), que en las de Oriente Pr¨®ximo o Centroam¨¦rica, que ser¨¢n los siguientes puntos en litigio.
Al final, seremos nosotros quienes deberemos llevar la voz cantante en esta alianza. Tenemos el deber de dejar claro que los controles deben ser rec¨ªprocos. Debemos defender la pol¨ªtica de coexistencia definiendo no s¨®lo sus posibilidades, sino tambi¨¦n sus limitaciones. Si igualamos "pol¨ªtica" con "consenso basado en el temor", lo que estamos haciendo es fomentar el sentimiento de impotencia que sirve de base al pacifismo.
En cuanto a los acuerdos de Yalta y Helsinki, hay connotaciones autodestructivas, casi masoquistas, en la tendencia occidental a venderse a bajo precio. Es cierto que los acuerdos de Yalta incluyeron a Polonia en la esfera sovi¨¦tica de influencia, pero tambi¨¦n sirvieron para organizar elecciones libres en Polonia (situaci¨®n completamente distinta de la que existe ahora). En Helsinki se acept¨® el principio de que las fronteras existentes en Europa no podr¨ªan cambiarse a la fuerza, regla que no afecta en absoluto a la situaci¨®n polaca. Pero tambi¨¦n se establecieron una serie de normas internacionales en relaci¨®n con los derechos humanos, normas que, por cierto, se quebrantan todos los d¨ªas.
El problema de las sanciones econ¨®micas es dif¨ªcil, pero no tanto como parece sugerir la reacci¨®n occidental. Y recordemos que Occidente dispon¨ªa de un arma a¨²n m¨¢s significativa que el comercio: la colosal deuda nacional polaca.
Este arma (a diferencia de los embargos comerciales, que plantean casi a diario el problema de decidir si seguir con ellos o no) s¨®lo requiere una sola decisi¨®n. Y, sin embargo, hemos llegado a la sexta semana de crisis sin una pol¨ªtica com¨²n en relaci¨®n con la cuesti¨®n de decidir si los Gobiernos aliados permitir¨¢n a las instituciones financieras privadas que administren esas vitales transfusiones de fondos occidentales.
Ahora bien, lo que digamos sobre la dificultad que plantean las sanciones econ¨®micas no es aplicable a las relaciones econ¨®micas. A este respecto, la decisi¨®n de proceder o no, cae bajo control ejecutivo. No se requiere acci¨®n alguna del Congreso. No hay inter¨¦s privado alguno en litigio. La participaci¨®n aliada en nuestras negociaciones bilaterales se encuentra a un nivel m¨ªnimo.
La conferencia de Madrid
?C¨®mo podemos, pues, reconcillar con lo anterior la afirmaci¨®n de que la URSS es la responsable de la supresi¨®n de las libertades polacas, si tenemos en cuenta nuestra constante participaci¨®n en la Conferencia de Madrid, sobre esos mismos acuerdos de Helsinki que se violan de forma tan clara en Polonia?. ?Qu¨¦ utilidad tiene proponer una reuni¨®n Breznev-Reagan en estas circunstancias?. ?Qu¨¦ pueden pensar nuestros aliados (y las dem¨¢s partes interesadas) de la aplicaci¨®n simult¨¢nea de sanciones y la celebraci¨®n de conversaciones a alto nivel?
No necesitamos que las conclusiones de Madrid conduzcan a sancionar a la Uni¨®n Sovi¨¦tica. Washington y las Naciones Unidas servir¨ªan igualmente para este prop¨®sito y crear¨ªan una situaci¨®n menos embarazosa. Los ministros de Asuntos Exteriores y las reuniones en la cumbre pueden ser ¨²tiles, pero no cuando su preparaci¨®n se lleva a cabo e incluso se acelera en el preciso momento en que se est¨¢n aplastando los primeros brotes de libertad en Europa central. No podemos constituir en pol¨ªtica nacional la multiplicaci¨®n de los contactos de alto nivel clurante la crisis provocada por la Uni¨®n Sovi¨¦tica, a menos que queramos inducir a los sovi¨¦ticos a provocar nuevas crisis.
Me resisto a criticar una pol¨ªtica exterior elaborada en parte por tantos amigos y antiguos c¨¢maradas de dif¨ªciles batallas. Ellos y sus colegas tienen toda mi confianza. Aplaudo su dedicaci¨®n a una pcil¨ªtica de coexistencia, pero no conseguir¨¢n este objetivo a menos que ideen castigos para la intransigencia al tiempo que incentivos para la moderaci¨®n. La paz, si queremos que sea significativa y duradera, debe reflejar en ¨²ltimo t¨¦rmino no s¨®lo una postura de acomodo, sino un sentido de la justicia.
? 1982. The New York Times
Henry Kissinger fue secretario de Estado con Richard Nixon y Gerald Ford.
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