Paseo de verano por el Museo del Prado
Vel¨¢zquez, Goya y Murillo, entre japoneses, ni?os chillones y coleccionistas de postales
Los pasillos y las salas del Prado se convierten en verano en playas donde desembarcan los tours operators. En ellas la pintura imita a la vida y el asombro de los turistas ante las "obras cumbres" del arte s¨®lo tiene parang¨®n con el asombro mismo de su director, el padre Federico Sope?a, y de sus hu¨¦spedes inmortales: Vel¨¢zquez y Goya, cl¨¢sicos del turista, y Murillo, que prepara sus im¨¢genes dulces para el ¨¦xito asegurado a su exposici¨®n monogr¨¢fica.
Un cerco de autocares, vendedores de casta?uelas y peregrinos con mochila derrengados sobre el c¨¦sped trastorna la fisonom¨ªa exterior del Museo del Prado y parece que ya nunca volver¨¢ a ser lo que fue. La marea humana, en shorts y sandalias playeras, se arrastra hacia la entrada atropelladamente, y un l¨ªo de est¨®magos que todav¨ªa permanecen perplejos digiriendo la paella o las pintas con chorizo de la noche anterior se arremolina en las puertas giratorias. En el interior, todo sufre similar trastoque: hay gritos, ni?os que preguntan cien veces los porqu¨¦s, ancianas que se abanican con desmayo, madres que reparten potitos y j¨®venes barbudos que le dan a la cantimplora. Hasta los ujieres, que tienen aspecto inamovible, andan desconcertados con el trasiego agoste?o, y se les hacen los ojos hu¨¦spedes de tanto controlar al personal para que no saque fotos ni pose la pecadora mano sobre una mesa florentina.
P¨¢nico a la invasi¨®n
El padre Sope?a, que dirige el Museo desde un despacho provisional que es como una cripta embrujada, est¨¢ dividido entre el ansia de que venga mucha gente y el p¨¢nico a la invasi¨®n. Tambi¨¦n entra un poco la desilusi¨®n, que le dura desde el Mundial: "La verdad es que yo esperaba que vinieran muchos extranjeros, e incluso estaba preparado para la llegada de los ingleses, que me produc¨ªa verdadera angustia. Y resulta que s¨®lo s¨¦ not¨® el d¨ªa de la final, que ven¨ªa yo de misa, como suelo hacer todos los domingos, que me paso un rato por aqu¨ª, y estaba esto lleno de italianos, interesad¨ªsimos y llenos de amor hacia el Prado, que se nota que les gusta tanto como lo suyo".
Hay en este despacho una penumbra gustosa que liga a la perfecci¨®n con el doliente San Jer¨®nimo o el brioso Carlos III que vigiIan desde las paredes, mezclados -con dibujos in¨¦ditos de Benjam¨ªn Palencia, foto dedicada de don Gregorio Mara?¨®n y utilitaria nevera de medio cuerpo. El griter¨ªo permanece al otro lado de la verja que separa lo que el p¨²blico ve de lo que podr¨ªamos. llamar las cocinas del Museo del Prado: "Durante agosto tenemos un promedio de 4.000 a 5.000 visitantes diarios con especial aglomeraci¨®n los martes, debido al cierre de los lunes. Vel¨¢zquez y Goya son los pintores m¨¢s visitados por los extranjeros y por el, p¨²blico espa?ol no madrile?o. Y, a prop¨®sito, a m¨ª me duele que los madrile?os no vengan m¨¢s, que no vengan a conocer el Museo por zonas, que es como hay que hacer estas cosas. Si yo pudiera abrirlo por las noches, como el Museo del Louvre de Par¨ªs, lo har¨ªa s¨®lo parcialmente"
El Prado est¨¢ ahora en obras: de climatizaci¨®n", de cafeter¨ªa, de la nave central, que est¨¢ siendo, habilitada para albergar la exposici¨®n de Murillo, pero cuyas mejoras quedar¨¢n como definitivas. "Y estas salas en donde estoy ahora, provisionalmente, que servir¨¢n para exhibiciones rotativas". Dice el padre Sope?a que Murilo va a ser un bombazo igual o superior a lo de El Greco: "Para muchos va a suponer un descubrimiento, porque vienen cuadros de todas partes del mundo, cosas que no se han visto nunca".
Pero ni las obras ni el calor ni el cansancio pueden con la moral de los visitantes agoste?os, de este inmenso ciempi¨¦s de muslos tostados y bolsa en bandolera que convierte los pasillos en la antesala de un camping en plena temporada. Los m¨¢s disciplinados son los japoneses, que rodean a sus gu¨ªas como un solo hombre y les contemplan con un embeleso que no dedican a los cuadros; y el desamparo que muestran sus caritas bajo el sombrero jipyapa tiene mucho que ver con la requisa que han sufrido sus c¨¢maras a la entrada. Para consolarse de la frustraci¨®n, a la salida se apresuran a posar muy ufanos junto a la estatua de Vel¨¢zquez, no sea que, de vuelta a casa, la t¨ªa Nfichiko.vaya a creer que no estuvieron aqu¨ª.
Pintura, imitaci¨®n de la vida
Es f¨¢cil, en el Prado y en agosto, hallar paralelismos entre la pintura y la vida. Porque ah¨ª est¨¢n las tres gracias, rotundas, rubensianas y minifalderas, contemplando complacidas a sus ancestras, y, en la sala donde mandan las pinturas negras de Goya, una nutrida representaci¨®n de la tercera edad almuerza desmigando el pan blandito entre los dientes, qued¨¢ndose un pelda?o, s¨®lo un pelda?o, por debajo de la terrible crueldad de Dos viejos comiendo. Y hay que ver c¨®mo se quedan los franceses, de traspuestos, ante la feroz respuesta hispana reflejada en Los fusilamientos de la Moncioa.
Conforme transcurren las horas, las esforzadas pantorrillas van fundi¨¦ndose en plomo y los taconeos son sustituidos por un rasras de pies al borde del abismo.
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Los rostros se congestionan, las voces se tornan levemente hist¨¦ricas. Una madre catalana recorre las salas a galope de cat¨¢logo, urgi¨¦ndole a su ni?o, que apenas puede seguirla: "Que te tengo dicho que mires a las paredes, no al suelo". Y el ni?o sigue trotando dificultosamente, orient¨¢ndose como puede por entre la selva de patucas sudorosas. Los gu¨ªas se desga?itan: "Todo el mundo a su derecha, que todos conserven la derecha". Y, en las escaleras, los grupos se cruzan, se rozan, se confunden ante la mirada impasible de do?a Rosarito, la se?ora de los lavabos, que lleva dieciocho a?os en el puesto y lee con entusiasmo una novela rosa: "La verdad es que, aqu¨ª dentro, me entero poco de lo que pasa en el Museo, porque todos vienen a lo mismo". Es decir, darle un respiro al cuerpo, fumar un cigarrillo que otro, aliviarse rostro y cuello con el agua del grifo antes de seguir con la exploraci¨®n.
Vel¨¢zquez socarr¨®n
Una muchedumbre se api?a frente a las Meninas. El gu¨ªa espa?ol, implacable, minimiza a Vel¨¢zquez como un j¨ªbaro para su p¨²blico latinoamericano: "Don Diego de Vel¨¢zquez, nacido en Sevilla, el ¨²nico que sab¨ªa pintar las manos y los pies". Y una zagala alta, con camiseta de venga al sabor de Marlboro y domicilio en Miami, toma notas con verdadero desenfreno. La visita es breve, pero el pintor, que hoy se muestra especialmente socarr¨®n al fondo del cuadro, no tiene apenas motivos para quejarse: en la sala de al lado, sin ir m¨¢s lejos, los frailes de Zurbar¨¢n soportan la cruz de una soledad no elegida por ellos, impuesta por la reducci¨®n al absurdo de los tour operators.
Dice el padre Sope?a que en septiembre se inaugurar¨¢ la cafeter¨ªa, "que va a ser la m¨¢s grande y la m¨¢s bonita de toda Europa". E inmediatamente, como si la idea se le acabara de ocurrir, palidece sobre su atuendo de cura entre renacentista y posconciliar, y a?ade: "Lo que me da miedo es la aglomeraci¨®n que puede organizarse". De cualquier modo, no ser¨¢ peor que la que existe ahora, un ej¨¦rcito de n¨¢ufragos hambrientos asidos a la barra, clamando por la especialidad internacional del sandwich mixto.
Degluci¨®n de 'obras cumbres'
Tras el tentempi¨¦, los visitantes ma?aneros se dejan los ¨²ltimos alientos en las pocas obras cumbres que les quedan por deglutir. El talante relajado de las Majas les ahueca los p¨¢rpados con pesadez de siesta y s¨®lo se animan de nuevo ante la invitaci¨®n a la compra: postales, reproducciones en todos los tama?os, nuevamente de Goya, de Vel¨¢zquez. Luego, definitivamente rotos, se toman un descanso en el c¨¦sped, mirando y remirando las postales como si compararan con el original, como si contaran meninas o le buscaran nuevos parientes a la familia de Carlos IV.
Y, sin embargo, pese a los turistas, pese a agosto, el Prado de siempre, apacible y recoleto, sigue existiendo: en las salas flamencas, en las salas destinadas a los italianos, all¨ª donde los Brueghel destilan sus horrores y Fra Ang¨¦lico repite anunciaciones, y crueles cazadores persiguen a doncellas que se convierten en ciervos: el Prado habitual, deleite de unos pocos contumaces y vitalicios, permanece inconmovible, ajeno a la invasi¨®n, indiferente al tiempo.
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