El caballo de picar
De las cosas que más han cambiado en la fiesta de toros, sin duda ocupa el primer lugar el caballo de picar. La transformación es tan radical qué cualquier parecido de los bien dotados caballos actuales con sus antecesores de hace décadas no pasa más allá del encuadramiento taxonómico. De los pobres jamelgos condenados a morir en las plazas de toros, inútiles para el trabajo o agotados por la edad, a los masivos y poderosos de hoy, que operan, perfectamente equipados, tan reiteradamente como cualquier otro elemento de la fiesta, median diferencias abismales.Las causas de la profunda sustitución se han querido identificar con la merma censal de la especie caballar, derivada de la mecanización agrícola o del remplazamiento por el motor en el transporte, la industria y los servicios. Interpretación nada convincente si nos atenemos a las ense?anzas que depara el análisis demográfico.
Es cierto que la trayectoria ha sido. decreciente durante una serie de a?os, hasta el punto de llegar hoy al 38,3% de las existencias de 1950; pero es igualmente verdad que el descenso parece haber tocado fondo, con la consiguiente estabilización del efectivo, que para 1981 era de 246.000 cabezas, de las cuales 159.000 corresponden a animales con más de tres a?os.
Sin entrar en más datos estadísticos, estimamos suficiente se?alar que este conjunto caballar cede anualmente para la carnización entre 40.000 y 42.000 animales, y suponiendo que al menos el 10% son útiles (hay alto porcentaje de potros, más poneis, animales pesados, etcétera) y recuperables para el primer tercio de la lidia, tendríamos unos 4.000 caballos anuales disponibles, cantidad que sobradamente cubre estas necesidades.
Entonces el problema no parece radicar en el número y aptitudes de los caballos que responderían al patrón clásico, sino en la cronología de la oferta y vías comerciales por las que se canaliza, que complica o hace prácticamente imposible tan particular remonta por parte de los contratistas de caballos para picar.
?stos optaron por disponer de cuadra propia, al igual que los propietarios de caballos de carreras, y, como ellos, buscaron el tipo más adecuado; de aquí la profesionalidad aludida. Hoy, los caballos que operan en la suerte de varas, a semejanza del pura sangre inglés, van de un lado a otro, hacen parecidos calendarios y análogos recorridos que las cuadrillas de los ases de la torería y actúan tarde tras tarde como verdaderos profesionales.
Los caballos de picar operan como forzados y pasivos elementos de choque en vez de activos agentes de lucha, situados en la viciosa posición lateral que adoptan al picar tras meditado abandono de la entrada o el recibo de frente, afianzados para parar al toro por golpetazo contra el peto y no mediante el avance de la puya antes de llegar, obligados por el enjuiciamiento del acto de picar en función del número de entradas al caballo y no del tiempo que verdaderamente el toro sufre los efectos del puyazo, y amparados por la imprecisión o vaguedades del Reglamento de Espectáculos Taurinos, que en cierta medida predispone a la elección y empleo de caballos de gran masa (fija sólo el peso mínimo con cifras altas) y autoriza su lógica protección física. Bajo este panorama, pretender cambiar el abusivo tipo de caballos sin corregir el sistema de picar suena a utopía, al menos si la suerte de varas debe mantener su secular cometido.
Antonio Sánchez Belda es inspector del Cuerpo Nacional Veterinario.
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