?Qu¨¦ libro est¨¢s leyendo?
Hay una pregunta muy frecuente entre escritores: ?qu¨¦ est¨¢s leyendo? Primero, porque es raro que un escritor le pregunte a otro qu¨¦ est¨¢ escribiendo, y segundo, porque se supone que el escritor, por una necesidad propia del oficio, debe estar siempre leyendo alg¨²n libro que merece ser recomendado. La respuesta es casi siempre evasiva, porque a partir de una cierta edad uno no sabe muy bien qu¨¦ libro est¨¢ leyendo a ciencia cierta, ofuscado un poco por la sensaci¨®n desoladora de que todo lo que val¨ªa la pena ya fue le¨ªdo en otro tiempo, y las horas que antes se dedicaban a la lectura se nos van ahora en picotear por aqu¨ª y por all¨¢, con la esperanza de encontrarse por fin con una nueva e intempestiva revelaci¨®n.Se ha dicho mucho -y se ha dicho bien- que el h¨¢bito de la lectura se adquiere muy joven o no se adquiere nunca. Tambi¨¦n se dice, qui¨¦n sabe con cu¨¢nta raz¨®n, que es necesario inculc¨¢rselo a los ni?os. Parece m¨¢s probable que se adquiera por contagio: en general, los hijos de buenos lectores suelen serlo tambi¨¦n. De modo que el h¨¢bito de leer suele ser de la familia entera, Algo semejante ocurre con el gusto por la m¨²sica. S¨®lo que en ambos casos la presi¨®n de los adultos puede tener efectos contrarios: la aversi¨®n a la lectura y a la m¨²sica. Alguna vez le o¨ª decir a un gran profesor de m¨²sica que a los ni?os no se les deb¨ªa forzar a aprender el piano con aquellas pr¨¢cticas cotidianas que de veras parec¨ªan sesiones de tortura. Su f¨®rmula era m¨¢s humana: hay que tener el piano en la casa para que los ni?os jueguen con ¨¦l.
Parece que los poetas son los lectores m¨¢s ¨¢vidos y perseverantes. De los novelistas, en cambio, se dice que s¨®lo leen para saber c¨®mo est¨¢n escritas las novelas de los otros escritores, y descubrir en ellas hasta los tornillos m¨¢s ocultos del oficio. Algo as¨ª como desmontar todas las piezas de un reloj para descubrir c¨®mo est¨¢ hecho y armarlo de nuevo, de manera que los otros no tengan secretos artesanales que uno no est¨¦ en condiciones de aprovechar. Sin embargo, tanto los poetas como los novelistas, como quiz¨¢ todos los lectores habituales, se encuentran de pronto en una esquina de la vida en que ya no hallan nada nuevo que leer, y optan por lo m¨¢s frecuente, que es leer de nuevo sus libros favoritos de siempre, rendidos ante la evidencia de que ya no se escriben libros como los de antes. Es entonces cuando surge la pregunta desoladora: ?que est¨¢s leyendo? Y no es raro que le contesten: nada.
En primer t¨¦rmino, como todos los h¨¢bitos, tambi¨¦n el de la lectura se extingue. Pero tal vez no sea por cansancio ni porque llegue a su t¨¦rmino el inter¨¦s por la literatura. La raz¨®n podr¨ªa ser m¨¢s simple. En los primeros a?os, cuando acabamos de contraer el sarampi¨®n de la lectura, uno tiene a su disposici¨®n para leer, en el orden que quiera y a la hora que pueda, una cantidad incalculable de libros escritos en 10.000 a?os. Puede empezarse por casualidad: un ejemplar descuadernado de Las mil y una noches que se descubre por puro azar, entre muchos trastos viejos y papeles de archivo, dentro de un ba¨²l olvidado. Pero si hubiera que empezar en orden -despu¨¦s de los cuentos infantiles y la media tonelada de historietas gr¨¢ficas-, el libro m¨¢s aconsejable ser¨ªa la Biblia. En nuestros tiempos j¨®venes hab¨ªa el inconveniente grave de la versi¨®n de Casiodoro de Reina y Cipriano de Varela, cuyo lenguaje era el mismo del viejo Padrenuestro, y la partici¨®n ineansable en vers¨ªculos numerados que m¨¢s bien parec¨ªan versos mal medidos y peor rimados.
M¨¢s tarde, cuando uno lee la inolvidable trilog¨ªa de Thomas Mann -El Joven Jos¨¦, Jos¨¦ y sus herrnanos y Jos¨¦ en Egipto-, uno se pregunta por qu¨¦ toda la Biblia no est¨¢ escrita as¨ª, como un relato intenso de doscientos tomos, cuya lectura podr¨ªa durar toda la vida. Otro obst¨¢culo serio era que nuestros muy cat¨®licos abuelos -nos inculcaban el pavor metafisico de la que ellos llamaban la Biblia protestante -que es la que se encuentra en la mesa de noche de casi todos los hoteles del mundo, con la intenci¨®n inequ¨ªvoca de que el hu¨¦sped se la robe-, y trataban de meternos a la fuerza por el mal camino de la Biblia cat¨®lica comentada, en la cual las cosas no deb¨ªan decir lo que en realidad quer¨ªan decir, sino otra muy diferente, ordenada por el comentarista marginal, cuyas notas eran m¨¢s largas que el texto mismo. Era as¨ª como el hermoso y cachondo Cantar de los cantares no deb¨ªa leerse como lo que es, sino como una met¨¢fora lun¨¢tica del matrimonio de Cristo con la Iglesia. Dentro de ese orden pueril, uno se preguntaba qu¨¦ diablos quer¨ªa decir entonces aquel verso apasionado: "Hay miel y leche debajo de tu lengua, hermana".
S¨®lo para leer los libros indispensables se le ir¨ªa a uno la mitad de la vida. Pero la otra mitad se le ir¨ªa en preguntar lo mismo: ?qu¨¦ est¨¢s leyendo? Y la ¨²nica respuesta de alguien que ha sido un buen lector tal vez sea s¨ªempre la misma: ya no leo, releo. El poeta ?lvaro Mutis hace cada cierto tiempo lo que ¨¦l llama "los festivales Proust que consisten en una relectura de p¨¢ginas selectas del gran novelistas fran-
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c¨¦s, y hace unos tres a?os se volvi¨® a despachar, casi sin un respiro, las novelas completas de Balzac. M¨¢s vale no hacerle nunca la pregunta consabida, porque se corre el riesgo de ser mandado a releer todo Conrad. En cambio, al viejo maestro catal¨¢n don Ramon Vinyes le preguntaba uno qu¨¦ deb¨ªa leer, y la respuesta estaba casi siempre condicionada por el estado de su humor, pero cuando ¨¦ste era el mejor, contestaba sin vacilar: "Lo m¨¢s seguro en, estos tiempos es no leer nada".
El gran peligro de la relectura es la desilusi¨®n. Autores que nos deslumbraron en su momento podr¨ªan -y casi siempre pueden- resultar insoportables. Es algo como lo que sucede con la novia de colegio, siempre que uno no haya tenido la precauci¨®n de casarse con ella y envejecer con ella, intercambiando arrugas y virtudes. Como lector, en mi caso, hay pasiones juveniles que han sobrevivido a todo, y los tres m¨¢s importantes son Herman Melville, Robert Luis Stevenson y Alejandro Dumas. En cambio, el maestro William Faulkner, sin cuyas lecciones escritas tal vez no hubiera aprendido los mejores recursos del oficio, no me parece f¨¢cil de leer en estos tiempos. En cierto modo, lo hab¨ªa previsto. Hacia 1949, le solt¨¦ a don Ram¨®n Vinyes mi temor de que Faulkner no fuera sino un ret¨®rico que a?os despu¨¦s resultara insoportable, y el viejo sabio contest¨® con una frase que hoy me parece mucho m¨¢s enigm¨¢tica que entonces: "No te preocupes, que si Faulkner estuviera aqu¨ª, estar¨ªa sentado en esta mesa".
Hay, sin duda, un factor contra el h¨¢bito de la lectura, y es que los ¨²ltimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron hace tiempo, y las librer¨ªas son cada vez menos lugares de tertulias vespertinas. Uno ten¨ªa su librero personal, como ten¨ªa su m¨¦dico de familia y su cepillo de dientes. Ese librero profesional, que atend¨ªa en persona su negocio como el dentista atend¨ªa su gabinete, sab¨ªa con s¨®lo leer los cat¨¢logos qu¨¦ libros le interesaban a cada uno de sus clientes, y muy pocas veces se equivocaba. De modo que uno llegaba a la tertulia de las seis y encontraba ya reservado un paquete de novedades que alcanzaban para un mes de trasnochos placenteros. Hoy, las librer¨ªas son grandes y vistosos mercados de libros de actualidad, fabricados a prop¨®sito para vender de un solo golpe y leerlos para pasar el tiempo y tirarlos despu¨¦s en el caj¨®n de la basura. Hasta el placer de la relectura es dif¨ªcil, porque uno va a la librer¨ªa a comprar un libro que se conoci¨® hace dos a?os, y nadie le da raz¨®n de ¨¦l. As¨ª es: si hay un lugar donde se aprecia cu¨¢nto ha cambiado el mundo no es una base de lanzamiento de sat¨¦lites espaciales, sino en la librer¨ªa de la esquina. Si es que todav¨ªa existe. Con raz¨®n, un excelente escritor contempor¨¢neo y activo, a quien le preguntaron por tel¨¦fono, la semana pasada, qu¨¦ libro estaba leyendo, contest¨® sin pensarlo dos veces: "Ya no leo sino la revista Time".
Copyright 1983. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. ACI.
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