Lo que hay que tragar
Lenta y met¨®dicamente, el sufrido vecindario se asfixiaba en la abundancia de humos, gases y otros venenos. Los automovilistas hund¨ªan el acelerador como si fueran pu?aladas de un fan¨¢tico sin juicio. Y el crimen era trivial, absurdo e inevitable.
No era efecto de las luces ni del tamiz enga?oso del smog. aquel guardia municipal de Cibeles se pon¨ªa verde por momentos, su corpach¨®n uniformado se tambaleaba y del silbato s¨®lo extra¨ªa un chiflido de moribundo. ?Se iba a desmayar?. ?Deseaba refrescarse en la zona acu¨¢tica del monumento?. ?Hu¨ªa acobardado de los humos infernales del tr¨¢fico?.El taxista Jos¨¦ Cruz Hern¨¢ndez, de 58 a?os, no pareci¨® darse cuenta de estos hechos, y al rodear la plaza meti¨® segunda velocidad y su viejo Seat M-0009-AZ solt¨® una nueva pedorrea de gases. All¨¢ qued¨® el agente, como si hubiera recibido una descarga de fluido lacrim¨®geno, con ambas manos crispadas en el aire.
"?Aire, aire, nos falta aire!", exclam¨® el taxista Cruz. "Yo nac¨ª en la glorieta de Bilbao; pero ?sabe lo que le digo?, que me voy a comprar una casa en un pueblo de por ah¨ª, y en cuanto me jubile, me largo".
En Cibeles, la animaci¨®n rodada era constante. El bus rojo 1285 echaba negruras espesas. El 929, que le segu¨ªa fielmente, vomitaba di¨®xido de azufre por su escape osguro, orientado al peat¨®n. Y otros 23 autobuses, entre grandes y peque?os, circulaban por la c¨¦ntrica plaza como si fueran mansas fieras en la pista de un circo con la carpa envenenada.
Muchos sujetos contaminados paseaban hacia la calle de Alcal¨¢ echando su propio humo del pitillo, la colilla encendida o el sal¨ªvazo brillante y peligroso como una hoja de afeitar.
Y en este ambiente, ligeramente gaseabundo, la chimenea del Banco de Espa?a lanzaba sus emisiones fum¨ªferas de la quema de billetes viejos. Un curioso cartel sujeto a las obras de un colector anunciaba con grandes caracteres el Plan Integral de Saneamiento de Madrid.
M¨¢s all¨¢, frente al n¨²mero 45 de Alcal¨¢, do?a Rosario G¨®mez disimulaba su tercera edad con un alarde de fortaleza f¨ªsica. Cargada con dos pesados cubos repletos de pan mojado y pienso, esta mujer alimenta diariamente a las palomas. "?No ve que ya no pueden levantar el vuelo? ?Es una crueldad!".
La subida al G¨®lgota
El ascenso por la Gran V¨ªa era como la subida al G¨®lgota. Penitentes con la mano puesta a modo de bozal protector rozaban, sin mirarlos, los macetones, habitados por un herbaje gris¨¢ceo hambriento de clorofila y riego. Pero el peat¨®n iba a lo suyo, a salvar el pulm¨®n, y apretaba el paso para recibir la brisa de la plaza de la Montera, un peque?o altozano en mitad de la ruta.
La plaza es animada. Los automovilistas la acarician y la llenan de piropos cifrados. No se sabe por qu¨¦, en la Montera los bocinazos componen una sonata de decibelios bell¨ªsima, y la profusi¨®n publicitaria de carteles y avisos da letra a aquella genial partitura. As¨ª, el futbolista de la temporada, Maradona, empata a dos carrillos con su hamburguesa McDonald's. Los ni?os quieren comer lo que aparenta comer Maradona, y meten la contaminaci¨®n atmosf¨¦rica entre el pepinillo en vinagre y el gas de la coca-cola.
Por la traves¨ªa de la calle de la Salud (en ella salvaron la vida unos cuantos colonos durante una epidemia en tiempos de los Reyes Cat¨®licos) asomaba el carrito de pordiosera do?a Amparo Mayordomo Rodrigo, de 67 a?os, quien dijo ser oriunda de Utiel, hermana de do?a Clara Mayordomo Rodrigo, marquesa de Manglano (asesinada en Valencia), y hermana igualmente de don Juli¨¢n Mayordomo Rodrigo. "?Es que no le suena el nombre de mi hermano Juli¨¢n?. ?No sabe que era electricista y que invent¨® el electroshock?. S¨ª, s¨ª, como lo oye; no ponga usted esa cara: mi hermano invent¨® el electroshock, que va con gasoil". La mujer tom¨® asiento en un banco que hay frente a la Casa del Libro, extendi¨® sus enseres (unas cacerolas, un hornillo, botes y botellas) y, ni corta ni perezosa, prendi¨® una buena lumbre. "Prefiero todos estos gases y toda la mierda de la calle", dijo Amparo Mayordomo, "al albergue, y si me matan de un golpe y me roban las propiedades, mejor; me gustar¨ªa morir en la Gran V¨ªa".
Los eternos desocupados ocupaban los seis bancos de la plaza del Callao como n¨¢ufragos solitarios en un islote que es azotado por toda clase de temporales. Un joven sin empleo tos¨ªa febrilmente con la mirada puesta en el diminuto estanque, donde flotaba una botella vac¨ªa, un paquete de patatas y un cigarro deshaci¨¦ndose, junto a varios billetes de autob¨²s ahogados. Eran c¨ªvicos vestigios de la prosperidad.
La casta?era que vend¨ªa por 25 pesetas ocho casta?as hac¨ªa su humo con el hornillo de carb¨®n. El p¨²blico de las colas del cine tragaba la estela de unos autobuses de la EMT, chochos y desfondados, que, con m¨¢s carga de la soportable, remontaban la pendiente desde la plaza de Espa?a. Las Evas desnudas de la sala La Trompeta estaban sucias de carbonilla, como tambi¨¦n estaban negros los esp¨¢rragos expuestos en el escaparate de una cafeter¨ªa de lujo.
Pero todo esto no restaba animaci¨®n ni atractivo a la importante v¨ªa comercial. Un peat¨®n ped¨ªa ayuda para localizar sus lentillas de contacto. "?Ahora s¨ª que la he fastidiado!", exclamaba, arrodillado en la acera. "Se me irritan los ojos y se me caen; siempre me pasa esto cuando hay demasiada contaminaci¨®n".
El microb¨²s n¨²mero 3150, conducido por un alegre maniobrero, enfilaba el carril en direcci¨®n a la plaza de la Independencia. Al pasar por delante del Club 31 (una porci¨®n de foie-gras, 3.750 pesetas) solt¨® enormes volutas de humo. Unos hombres de negocios emerg¨ªan entonces del semis¨®tano y, a punto de apoplej¨ªa, taparon sus grasientas fauces con la bufanda.
El mal, sin embargo, se acumulaba en otro lugar. Los gr¨¢ciles pasos elevados de Atocha transportaban cientos de veh¨ªculos de todos los tama?os de un lado al otro de la ciudad. El trasiego adquir¨ªa esplendor en la glorieta de Carlos V. Aqu¨ª, un vendedor de cacahuetes sin corteza hablaba de que lo que no mata, engorda. "?Que traigan palas y se lo carguen todo? ?Para qu¨¦? Hay que dejar esta hemorragia de Arias Navarro tal como est¨¢, y que vengan los turistas a vernos y se lleven cacao y pipas".
Otro vendedor, refugiado bajo el hormig¨®n el¨¢stico, dec¨ªa que la naturaleza es muy sab¨ªa: "?No aguantan los negros de ?frica m¨¢s de 60 grados? ?No tienen rizos en el pelo para ventilarse el cerebro? ?Pues igual! ?Nosotros somos igual!". Y se puso a gritar su mercanc¨ªa como si fuera man¨¢ ca¨ªdo del scalextric: "?Churros, porras, torrijas, hijas!".
Don Claudio Moyano, que en gloria est¨¦, contemplaba el desconcierto urban¨ªstico desde su privilegiado pedestal. Y el gesto de la estatua indicaba que don Cl¨¢udio, pol¨ªtico y catedr¨¢tico, soportaba ejemplarmente los efectos de este gran caos.
Devorar oxigeno
All¨¢ en la lejan¨ªa de Legazpi (cinco cipreses funerarios), la poluci¨®n corro¨ªa Delicias y Embajadores, mientras los automovilistas apretaban el acelerador como quien mete una pu?alada al vecino en un crimen inevitable. Tambi¨¦n se ve¨ªan porteros afanosos de viviendas con calefacci¨®n central que echaban paletadas de carb¨®n a las calderas. La ciudad devoraba su propio ox¨ªgeno confiando en que el viento de la sierra trajera una atm¨®sfera limpia y fresca, pero no helada.
Las cataratas de la plaza de Col¨®n aislaban el Centro de Cultura de la Villa del negocio bancario, el imperio de abejas, avispas y escorpiones. Esos cien pasos subterr¨¢neos junto a la ruidosa ducha municipal permiten ver el mundo a trav¨¦s de una cortina de agua, que es como no verlo, y s¨®lo se oye el rugido de unas olas inmensas, mec¨¢nicas. Dec¨ªa un padre al ni?o: "?Grita ahora, nene, grita hasta que te d¨¦ la gana.'". Y el ni?o berre¨® abrazado al padre (como en la escena de una pel¨ªcula de divorciados) y volvieron a la superficie apaciguados y risue?os luego de esa brutal y est¨²pida venganza sonora.
Todo segu¨ªa igual aqu¨ª arriba. El viejo Ram¨®n Lozano, de 84 a?os, llevaba horas sentado en una silla de tijera y, de espaldas a la filigrana acu¨¢tica, neg¨® que la humedad y el fr¨ªo fueran una amenaza. "Eso ser¨ªa si mi madre no me hubiera criado al pecho, pero ten¨ªa un pecho de vaca, como todas las mujeres sanas de Ciudad Real". El viejo disfrutaba, con las piernas extendidas bajo el abrigo, la boina hasta las orejas y unos mitones de lana, una panor¨¢mica excepcional de la calle de G¨¦nova. "?Me gusta esto, me encanta respirar aqu¨ª!", dijo, sin moverse.
En su despacho de la calle de Barcel¨¦, 6, el director del Departamento de Contaminaci¨®n Atmosf¨¦rica ten¨ªa echadas las cortinas y apenas quedaba luz para advertir la existencia de unos carteles que dec¨ªan "Tu caldera contamina". Pero don Lucio Pita no precisaba demasiada luz para leer los datos. Enf¨¢tico y afable, declar¨®: "No creo que. nuestros guardias de tr¨¢fico sufran vah¨ªdos por culpa de bloqueos de oxihemoglobina en sangre, porque, de lo contrario, ser¨ªan incapaces de desempe?ar su trabajo". El se?or Pita mostr¨® un gr¨¢fico descendente y a?adi¨®: "Humazo, lo que se dice humazo, ya no echan los autobuses como echaban hace 10 a?os".
Y dicho esto, el director de la contaminaci¨®n sac¨® la petaca, extrajo un buen cigarro y lo encendi¨®, produciendo una hermosa bocanada azul. Desde el otro lado de la fumata, el rostro desdibujado de don Lucio repet¨ªa aquello de "estamos mejor que en Par¨ªs".
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