Una gran tradici¨®n europea
Hace unas cuantas semanas que termin¨¦ de leer las Memorias, de Raymond Aron. Libro voluminoso sobre el que no quiero extenderme en particular, por m¨¢s que no me resista a recordar a grandes trazos las l¨ªneas de fondo que lo recorren. Yo he seguido con particular inter¨¦s, te?ido de la misma soterrada emoci¨®n que entrenada por la elegante y a la vez contenida prosa del autor, lo relativo a sus a?os de formaci¨®n (en especial su paso por la ?cole Normale Sup¨¦rieure, donde fraguar¨¢ una amistad profunda, aunque no duradera, con Sartre, aut¨¦ntico alter ego que aparece y reaparece con indisimulada carga de nostalgia hasta la relativa reconciliaci¨®n en las v¨ªsperas de la muerte de ambos); su estancia en Alemania en la crucial etapa de la toma de poder por Hitler; el combativo exilio en Londres durante la Segunda Guerra Mundial; las tortuosas relaciones con De Gaulle (un gran partenaire que nunca pudo sustraerse a las reservas de Aron, hasta el punto de que este ¨²ltimo, ?en plena guerra!, se atrevi¨® a parangonarlo con P¨¦tain, aludiendo al com¨²n cesarismo dle los dos); la valiente defensa de la independencia de Argelia desde un principio, y, por fin, la gestaci¨®n de su pensamiento y las subsiguientes tribulaciones acad¨¦micas y period¨ªsticas que la acompa?aron. Se trata de un documento imprescindible, amargo, l¨²cido y bello, cuyo lastre es, sin duda, la obsesi¨®n por puntualizar y repuntualizar con apoyos textuales viejas querellas, una. obsesi¨®n que alarga innecesariamente las p¨¢ginas.Pero promet¨ª no extenderme sobre aquello que no es en realidad sino un punto de partida. Porque, en efecto, el recuerdo de Aron lo traigo sobre todo como exponerite pr¨®ximo de unas constantes sociopol¨ªticas y de unas reconocidas fidelidades intelectuales- que constituyen el verdadero objeto de mi reflexi¨®n. La tradici¨®n a la que Raymond Aron se acoge -si es que se puede llamar tradici¨®n a algo que, por propia esencia, no es desde luego homog¨¦neo-, tiene, seg¨²n sabe dejar bien claro el autor, dos antecesores de altura: Tocqueville y Max Weber. Del primero aprender¨¢ a pensar la pol¨ªtica en liberal y en solitario, sin menosprecio de la infraestructura social (as¨ª lo reconoce casi literalmente Aron en su curso sobre la evoluci¨®n del pensamiento sociol¨®gico). El segundo le proporcionar¨¢ "una visi¨®n de la historia universal, la iluminaci¨®n sobre la originalidad de la ciencia moderna y la condici¨®n pol¨ªtica del hombre". A lo que a?ade el autor en sus Memorias: "Leyendo a Max Weber, o¨ªa los rumores y los crujidos de nuestra civilizaci¨®n, la voz de los profetas jud¨ªos y, como eco irrisorio, los aullidos del F¨¹hrer".
No es casual que Aron busque situarse en la onda de los dos grandes maestros evocados. Todos ellos comparten la pasi¨®n por la pol¨ªtica (sin participar, sin embargo, directamente en ella m¨¢s que de forma espor¨¢dica), un realismo anal¨ªtico ejemplar y un inequ¨ªvoco compromiso con la libertad, aun a pesar de las bien constatadas tormentas (la tormenta de la tentaci¨®n ordenancista y el conformismo posrevolucionario en Tocqueville; la tormenta del hundimiento del carisma en la desencantada sociedad industrial, en el caso de Max Weber; la tormenta del totalitarismo realmente existente por lo que toca a Aron).
Es evidente que no pretendo homologar ¨¦pocas, figuras y trayectorias que, ya lo he indicado, ofrecen por separado perfiles propios, sin coincidir espec¨ªficamente, adem¨¢s, en las posturas personales; unas posturas susceptibles de controversia, por a?adidura, tal y como demuestran, sin ir m¨¢s lejos, las encendidas pol¨¦micas en tomo a Raymond Aron. Lo que s¨ª quiero, en cambio, es recalcar un com¨²n fondo de actitudes que me parece muy positivo, y quiz¨¢ ejemplifiquen, entre otros (como Russell), los te¨®ricos mencionados. Ese fondo es el que nace de la confluencia entre la independencia huidora de modas, el rigor adogm¨¢tico (y tambi¨¦n, por lo general, agn¨®stico) del an¨¢lisis realista y la defensa inconmovible de las libertades p¨²blicas.
Cuando cobra cuerpo entre las diversas opciones pol¨ªticas, esta posible tradici¨®n intelectual europea atempera los excesos mesi¨¢nicos o, dicho de manera distinta, vuelve concretas las utop¨ªas, sin caer por ello en el pragmatismo estrecho; e, igualmente, jam¨¢s supedita el ejercicio de la
Pasa a la p¨¢gina 12
Viene de la p¨¢gina 11
libertad a ning¨²n otro eventual avance, manteniendo contra viento y marea que dicho ejercicio podr¨¢ simultanearse con dimensiones paralelas de la transformaci¨®n social, pero no erigirse en su precio. Pudi¨¦ramos hablar de un liberalismo de base bien entendido, el cual, por supuesto, no es incompatible con los programas y movimientos igualitaristas (o, gen¨¦ricamente, socialistas-democr¨¢ticos). M¨¢s bien resulta concomitante con ellos, al estar ambos conceptos inscritos en el renovado despliegue de la ilustraci¨®n.
En t¨¦rminos hist¨®ricos, la plausibilidad de tal postura empez¨® a ser frontalmente amenazada en Europa a partir de 1914. Despu¨¦s fue barrida por la fuerza en 1939, con la casi solitaria excepci¨®n del Reino Unido. Tras 1945, la mitad oriental europea no pudo recuperar dicho modus operandi, reprimidos con violencia los sucesivos intentos h¨²ngaro, checo y polaco de conciliarlo t¨ªmidamente con el proceso de propiedad social. Por fortuna, la mitad occidental s¨ª lo pudo hacer (allende los Pirineos, claro), consiguiendo algunos de los pa¨ªses que la forman llegar, en especial en los a?os anteriores a la crisis del petr¨®leo, al estadio menos malo de desarrollo, dentro de su imperfecci¨®n, a que ha llegado la sociedad humana. Hoy esta exigua mitad tiene que capear muy fuertes temporales, pero no abdica de los principios democr¨¢ticos en ninguna de sus franjas pol¨ªticas significativas.
En efecto, la izquierda europea, presa de un catecismo que hubiera hecho enrojecer a Marx, ha tardado en comprender la elemental verdad de que justicia social y libertad no son antag¨®nicas, sino radicalmente complementarias; y no hace tanto que ha renunciado, con reticencias y excepciones, a la palabrer¨ªa leninista fustigadora de las llamadas "libertades formales" y a la pol¨ªtica de avestruz con respecto a la tiran¨ªa sovi¨¦tica. No obstante, lo ha hecho. Ya era hora. En cuanto a la derecha, arremete lo que puede contra las medidas de pol¨ªtica social. Ahora bien, siempre frente al implacable veredicto de las urnas.
En Espa?a, por nuestra parte, dir¨¦, par no cargar las tintas, que hemos tenido que soportar en la historia reciente a m¨¢s iluminados que ilustrados. Ojal¨¢ que el esperanzador giro ¨²ltimo de la democracia espa?ola signifique un paso adelante hacia el definitivo espaldarazo p¨²blico de la tradici¨®n a que he hecho referencia.
Porque no hay otro camino. Creo que debemos aceptar estoicamente, con Aron, que "la existencia es dram¨¢tica, puesto que act¨²a en un mundo incoherente, buscando una verdad huidiza que no cuenta con m¨¢s seguridad que una ciencia fragmentaria y una reflexi¨®n formal". Pero esa misma zozobra inevitable debe llevarnos, por la cuenta que nos trae, no a la c¨ªnica santificaci¨®n de la ley del m¨¢s fuerte, sino, todo lo contrario, a la incesante apertura hacia un porvenir no prejuzgado, fruto de un continuo debate pluralista y racional. Si existe una "salvaci¨®n laica" -y perd¨®neseme la en¨¦sima remisi¨®n al soci¨®logo franc¨¦s recientemente fallecido-, es s¨®lo ¨¦sta, por muy delgada que parezca. Si algo noblemente ut¨®pico permanece en pie, desvanecidas las viejas utop¨ªas milenaristas, y al borde del abismo termonuclear, es el riesgo moral de la libertad y el di¨¢logo. La llama es fr¨¢gil, pero habr¨¢ que saber mantenerla viva. En nuestro continente hace m¨¢s de un siglo que vienen record¨¢ndonoslo, aunque se tratara, por desgracia, de voces siempre minoritarias en su tiempo.
Jos¨¦ E. Rodr¨ªguez-Iba?ez es catedr¨¢tico de Sociolog¨ªa.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.