Un encuentro accion-ficci¨®n
John Huston se despierta. Sus miembros de plomo se hunden en el colch¨®n de pluma. Son las 13.45 horas. Estira una pierna. La r¨®tula le hace clic. Estira la otra, clac. Mueve los dedos de los pies. Los dedos de las manos. Los dedos del cerebro entumecido pulsan las teclas de la pianola enmohecida del pensamiento. Caf¨¦. Ese es el resultado. La palabra caf¨¦. Despega los labios. Chasquea la lengua. Alza las persianas de los ojos, ras. La luz tamizada del d¨ªa lluvioso le ciega como si el sol se colara de rond¨®n por los resquicios de la contraventana. Me ve. No pregunta qu¨¦ hago all¨ª. Ni por d¨®nde he entrado. Ni a qu¨¦ he venido. Me pide que pida adrenalina. Intravenosa. Al camarero. Una tos renqueante le sacude el estern¨®n. Intenta, en vano, incorporarse. Tiene los om¨®platos adheridos al colch¨®n.Recuerdo aquel d¨ªa de Los ?ngeles en que el viento cepillaba el asfalto, y los rel¨¢mpagos, de nube en nube, garabateaban apresuradas e indescifrables firmas. ?l se manten¨ªa imperturbable en su silla plegable de cuero repujado. De espaldas. Ni siquiera me vio. Era l¨®gico, por tanto, que ahora no se acordara de m¨ª.
"I am the quiet genius", le digo, y su rostro de simio gigante se contrae en un estertor sard¨®nico. Supongo que trata de sonre¨ªr.
Llaman a la puerta. No es el camarero. Es el doctor. Se niega a recetar adrenalina. Le inyecta vitamina B. Todo va mejor. Su mirada divaga por las manchas del techo de aquel hotel de lujo: una bruja cheposa, un cangrejo con alas de mariposa sucia, la pata descalza de Italia. Estamos en Cannes. En el a?o de gracia de 1984. Llueve.
"No me gustar¨ªa morirme en este escaparate", masculla, y sale de la cama, parsimonioso y desnudo, como una rugosa tortuga sin caparaz¨®n. Se dirige a la ducha dando tumbos, y me deja solo, sentado en la cama deshecha, m¨¢s meditabundo que un cordero en Pascua. Saco un puro y me dispongo a fumar. Pero me llama. Me ruega que le ayude a meterse en la ba?era. Y luego a mantenerse en pie bajo el haz restallante de agua. Accedo. Me pongo perdido. El puro, empapado. Lo tiro, desolado, a la taza del retrete. Me promete otro si le seco la espalda. Lo hago. Se aferra con las manos al lavabo, dando diente con diente ante el espejo empa?ado, en el que s¨®lo se atisba, vagamente, un perfil difuso del viejo boxeador.
?Conoce la historia de la cabra?", me pregunta. La conozco Pero le digo que no. Me la cuenta: "Una cabra se come un rollo de pel¨ªcula mientras murmura: 'El libro me gustaba m¨¢s'".
"Aqu¨ª he encontrado muchas cabras", concluye, sin dejar de tiritar.
Bajo el tap¨®n de la botella
Le he puesto el pantal¨®n y le he atado los zapatos. Fuera ha salido el sol. John Huston quiere saber d¨®nde podr¨ªamos empe?ar una estatuilla que ha tra¨ªdo consigo. De incalculable valor. Est¨¢ en su maleta. La cojo y la sopeso. La reconozco. Es el famoso halc¨®n malt¨¦s. "Una burda imitaci¨®n", apostilla, "pero aqu¨ª lo falso siempre gusta. ?Algo nos dar¨¢n! No se preocupe, tengo 10 iguales para estas ocasiones... Resultan de mucha utilidad".Le pregunto para qu¨¦ quiere el dinero. "Para propinas", me responde. Y me explica que a determinada edad ya no importa comprar cosas que no se beban, pero es imprescindible dar propina para que no le dejen a uno tirado despu¨¦s de beber.
Las manos le tiemblan. Las bolsas, bajo los ojos, parecen a punto de reventar. Tose cada vez que habla, y a veces ni siquiera consigue hablar.
"La vida es una historia con un tema ¨²nico: el fracaso", sentencia. "Lo dem¨¢s es pura an¨¦cdota, y el viento se lo lleva".
Se echa a re¨ªr y vuelve a toser. Habla sin pizca de conmiseraci¨®n. Como el campesino que dice que va a llover a la joven rubia danesa venida de tan lejos a buscar el sol. Nada de conmiseraci¨®n. S¨®lo, si acaso, un poquito de mala uva. Por fastidiar.
Se sirve whisky. Me ofrece. Cuatro dedos, con agua. Nauseabundo. No es whisky, sino t¨¦.
"Prescripci¨®n facultativa", proclama. Y esta vez tampoco hay conmiseraci¨®n. Pero s¨ª amargura. Me pide que no lo diga. Que le guarde el secreto. Se lo prometo.
Pero mis ¨ªnfulas miserables de periodista advenedizo le acaban de traicionar. El gran bebedor, ya no bebe. S¨®lo t¨¦.
As¨ª realiz¨® Bajo el volc¨¢n. Fingi¨¦ndose borracho de cuando en cuando, o sea, cada d¨ªa, para cubrir apariencias y preservar el prestigio. Mientras, le transportaban de un lado a otro en un carrito de golf.
De pronto llaman al tel¨¦fono. Le esperan abajo para no s¨¦ qu¨¦. Me dice que les diga que no piensa salir de su habitaci¨®n en todo el d¨ªa y que ma?ana se va. "Para no volver", advierte ¨ªndice en ristre. Y tose. Y guarda silencio, entre socarr¨®n y triste, mientras paladea el contenido de la botella trucada.
Haciendo de tripas coraz¨®n, echo tambi¨¦n un trago. Y brindo por ¨¦l. Por el m¨¢s grande director vivo. John Huston. El hombre que pudo reinar y rein¨® en nuestros sue?os a trav¨¦s de junglas de asfalto y noches llenas de iguanas.
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