La ¨®pera ha muerto, viva la ¨®pera
Escrib¨ªa Theodor W. Adorno a principios de los a?os sesenta que cuesta mucho evitar la impresi¨®n de que la forma de la ¨®pera, desde el punto de vista musical y est¨¦tico, est¨¢ envejeciendo. El hecho de que dos grandes compositores como Sch¨²mberg y Berg hubieran dejado inconclusas sendas ¨®peras (Moses und Aron y Lulu, respectivamente) constitu¨ªa para ¨¦l la prueba evidente de que el g¨¦nero hab¨ªa entrado en unas contradicciones tan insolubles que cualquier nuevo intento de composici¨®n estaba irremediablemente abocado al fracaso.Los ¨²ltimos coletazos del Mayo del 68 -fen¨®meno formado en buena parte sobre los presupuestos de la escuela de Frankfurt a la que Adorno perteneci¨®- hicieron de la ¨®pera su peque?a Bastilla particular. Tirar huevos podridos a las pieles de las se?oras que sal¨ªan de la Scala a mediados de los setenta -costumbre que llegar¨ªa muy descafeinada al Liceo de Barcelona tras la muerte de Franco- pod¨ªa constituir un perverso placer (bu?uelesca visi¨®n de la yema desliz¨¢ndose por el hocico de un vis¨®n disecado), pero ten¨ªa muy poca consistencia ideol¨®gica m¨¢s all¨¢ de su valor simb¨®lico: el propio Adorno hab¨ªa advertido que, a partir de la II Guerra Mundial, la burgues¨ªa ya no se identificaba con el esplendor representado en la escena y que hab¨ªa optado por formas de consumo cultural menos ostentosas.
Hoy, a distancia de m¨¢s de 20 a?os de estos planteamientos, los j¨®venes que tiraban huevos han entrado en la Bastilla y asisten a las representaciones no precisamente desde los pisos altos. Quiz¨¢ sea el momento de decir que, tras larga enfermedad, la ¨®pera ha muerto. De hecho, de ella se habla como nunca en nuestros d¨ªas: programas radiof¨®nicos, emisiones por televisi¨®n, art¨ªculos period¨ªsticos, anuncios publicitarios, fasc¨ªculos a todo color, discos compactos y discos blandengues, pel¨ªculas, revistas especializadas, libros, libretos y, libelos, novelas, tours operators en busca de la ¨®pera perdida... La sospecha de que estamos asistiendo a un funeral internacional de primera, en el que el cuerpo del difunto va metido en una funda de disco y el carro mortuorio tirado por los vigorosos corceles de la ?industria del espect¨¢culo. Alrededor del carro fluye, caudalosa, la vida oper¨ªstica, hecha de palabras sobre un ilustre pasado: a la muerte siempre ha contestado la vida con la palabra que permite llenar el horroroso ineludible vac¨ªo.
Hay muy pocos estudios recientes sobre esta muerte anunciada (desde finales del siglo pasado): la literatura musical corriente, como dijera Adolfo Salazar hace m¨¢s de 40 a?os, sigue a la b¨²squeda del dato de primera mano, sin mostrar el m¨¢s m¨ªnimo inter¨¦s por la s¨ªntesis hist¨®rica: prefiere los ¨¢rboles al bosque. Debe ser cosa de Salazares el empe?o por no continuar en esa l¨ªnea; existe, en efecto, una, obra de Philippe-Joseph Salazar -que nada, que sepamos, tiene: que ver con el primero-, que es -toda ella una reflexi¨®n sobre el entierro apuntado. T¨ªtulo incuestionablemente franc¨¦s del trabajo: Id¨¦ologies de llop¨¦ra, editado por Presses Universitaires de France (Par¨ªs, 1980).
Espejo y modelo de la sociedad
El punto de vista adoptado en el planteamiento es el de la sociolo g¨ªa: la hip¨®tesis de partida es que la ¨®pera habla de su contemporaneidad, constituy¨¦ndose en espejo y modelo para una sociedad. En sus tres siglos largos de existencia la ¨®pera va sufriendo una profunda transformaci¨®n que va desde la representaci¨®n de lo p¨²blico en sus propios esquemas (siglo XVII), hasta la propia reproducci¨®n interior (siglos XIX y XX), momento en que aparece el saber oper¨ªstico que llevar¨¢ a la ¨®pera a su lecho de muerte.
Efectivamente, el siglo XVII est¨¢ marcado por la representaci¨®n: la naturaleza, para el racionalismo cartesiano, es analizable, descomponible en mecanismos y, como tal, reproducible. Los jardines de la corte y las escenograrias oper¨ªsticas constituyen dos manifestaciones de dicha concepci¨®n. La ¨®pera nace como mundo mecanizado, cerrado en s¨ª mismo, autostificiente: escena y p¨²blico forman parte de una misma representaci¨®n, que es la de la monarqu¨ªa absoluta. De la misma forma en que el rey pone en escena lo pol¨ªtico o que la Iglesia pone en escena lo divino, la ¨®pera pone en escena el nuevo orden social urbano. As¨ª pues, m¨¢s que una codificaci¨®n del g¨¦nero -que no define a¨²n bien la funci¨®n de las voces y que plantea el problema del aria, nacida hacia la mitad del siglo, en t¨¦rminos de exposici¨®n al stile recitativo, pero no espec¨ªficamente como relaci¨®n m¨²sica/ texto- lo que se da es una definici¨®n de condiciones para que se produzca la epifan¨ªa oper¨ªstica: preocupa especialmente la verosimilitud, en sentido aristot¨¦lico, de lo representado y los medios teatrales para conseguirlo. Se elabora un c¨®digo pragm¨¢tico, m¨¢s que un c¨®digo ling¨¹¨ªstico: la teor¨ªa de los afectos, que tanto preocupa a los te¨®ricos, sintetiza la necesidad de integrar p¨²blico y escena a trav¨¦s de las pasiones que la m¨²sica es capaz de mover.
El siglo XVIII centrar¨¢ la reflexi¨®n en el lenguaje y la naturaleza, entendida ¨¦sta no como mero elemento reproducible, sino como referente tem¨¢tico de la narraci¨®n oper¨ªstica. Vale la pena citar aqu¨ª algunos pasos del, poema La m¨²sica, de Tom¨¢s de Iriarte (1750-1790) para ilustrar el cambio de enfoque. Iriarte, en el canto cuarto dedicado al uso de la m¨²sica en el teatro, demuestra haber heredado las concepciones del siglo pasado: "Sabe el espectador que aquella estancia, / templo, calle, jard¨ªn, bosque o marina, / que por un breve instante le alucina / es un pintado lienzo; que no hablan espa?ol ni toscano Sem¨ªramis, Aquiles ni Trajano; ( ... ) / y con todo, su d¨®cil fantas¨ªa / de modo se cautiva y enajena/ que ya no dificulta /perdonar la ficci¨®n y el artificio / por sacar la verdad que en ¨¦l se oculta". En estos t¨¦rminos plantea el car¨¢cter de verosimilitud. antes apuntado. Pero va m¨¢s all¨¢ cuando, imaginando en su poema una lecci¨®n de Jomelli (operista napolitano, 1714-1774), en unos inevitables Campos El¨ªseos, dice: "Mientras ¨¦l (Jomelli), explicando cada parte / de las que el melodrama constituyen, / de la moderna orquesta / la calidad y uni¨®n les manifiesta; / describe especies varias / de sinfon¨ªas, recitados, arias, / d¨²os, coros y sones apropiados a bailes teatrales; y advierte en cada estilo perfecciones, /o censura defectos principales". El planteamiento ya no es s¨®lo pragm¨¢tico, sino sint¨¢ctico: Iriarte se preocupa aqu¨ª por la articulaci¨®n de las partes del discurso oper¨ªstico. Su reflexi¨®n se torna cada vez m¨¢s ling¨¹¨ªstica: "Y los que son del arte observadores / exigen que la voz, humilde esclava / de la naturaleza, nunca pase / del preciso intervalo de una octava; / pues quien as¨ª recita, / los tonos del hablar m¨¢s bien imita". La concepci¨®n de la voz como humilde esclava de la naturaleza es t¨ªpicamente dieciochesca: el siglo XVII no se hab¨ªa ocupado espec¨ªficamente del texto, sino de su traducci¨®n musical (de ah¨ª la gran disquisici¨®n del siglo sobre los ornamenti). Ahora, en cambio, lo importante es que el sentido del texto llegue inalterado al receptor y, por ello, "los acentos del verso bien medido / y aun las gramaticales divisiones / que fixan de las frases el sentido / se deben distinguir con suspensiones, / con mudanzas de tonos accidentales, / o con perfectas cl¨¢usulas finales".
Naturaleza y lenguaje en arm¨®nico equilibrio, pues, pero la balanza va a inclinarse definitivamente en favor del segundo durante el siglo XIX: el proceso ha sido el de una reflexi¨®n que paulatinamente se vuelve sobre s¨ª misma conforme va perfilando su propio objeto de an¨¢lisis. Es efectivamente durante este siglo, a partir de Rossini, cuando se elabora la minuciosa tipolog¨ªa de voces en base a dos principios fundamentales: la divisi¨®n de sexos (hasta entonces la oposici¨®n hab¨ªa sido entre prima donna y castrato) y el empleo dram¨¢tico de dichas voces, que, a su vez, condiciona una tipolog¨ªa de los papeles representables. No nos extenderemos sobre esta cuesti¨®n, pues ir¨ªamos a parar demasiado lejos. Pero s¨ª pondremos un ejemplo: la expresi¨®n tenor dram¨¢tico no delimita s¨®lo una tesitura, sino tambi¨¦n un repertorio y un conjunto de situaciones generalmente vinculadas al papel de amante; de la misma manera, normalmente el papel de madre corre a cargo de una contralto, el de hija de una soprano y el de padre de un bar¨ªtono-bajo. Ciertamente las generalizaciones son peligrosas: que, sin embargo, la tendencia es esa parece evidente. Lo, que en definitiva est¨¢ en juego es la construcci¨®n del saber oper¨ªstico que acabar¨¢ reduciendo la ¨®pera a c¨®digo inamovible del cual no podr¨¢ librarse ni el mism¨ªsimo Berg.
El mito de la 'diva assoluta'
Frente a la parcelaci¨®n de la voz surge durante el siglo XIX el mito de la diva assoluta, el prodigio vocal que consigue atravesar todas las tesituras (Mar¨ªa Callas) y que sentenciar¨¢ la distancia definitiva entre escena y platea. La diva vivir¨¢ en la contradicci¨®n: reivindicar¨¢ la novedad-genialidad de cada interpretaci¨®n, pero, al mismo tiempo, necesitar¨¢ la recuperaci¨®n de obras olvidadas (la Callas resucitar¨¢ repertorio de Bellini, Rossini y Donizzetti). En una palabra, necesitar¨¢ la arqueolog¨ªa, la ¨²nica forma de saber posible, concluye Salazar, para un g¨¦nero muerto. Y si dicho g¨¦nero ha hablado siempre de la sociedad, probablemente ahora habla, en su agon¨ªa, de la muerte de una sociedad.
Federico Fellini, en su filme recientemente estrenado Y la nave va, llega a conclusiones muy similares: su pel¨ªcula habla de la vida, pero tambi¨¦n de la ¨®pera. Habla de la vida a trav¨¦s de la ¨®pera. Independiente mente de muchas otras lecturas que la obra permite, hay unas reflexiones profundas sobre el divismo oper¨ªstico. La ya c¨¦lebre escena -que la cr¨ªtica ha destacado como la m¨¢s lograda- en la que cuatro grotescos cantantes compiten con las voces, observados por unos sudorosos fogoneros desde la sala de m¨¢quinas de un alucinante transatl¨¢ntico, plantea una cuesti¨®n intr¨ªnseca al divo: el culto del agudo. El agudo transforma al cantante en un semidios: de un cuerpo humano brota inesperadamente el prodigio divino. Se cuenta que en el teatro Ducal de Parma, cuyo p¨²blico conoce la obra de Verdi de pe a pa, las representaciones transcurr¨ªan en medio de un vocer¨ªo permanente: la costumbre era llevarse la cena al teatro y despreocuparse totalmente de la escena hasta que el cantante se aprestaba a dar la nota aguda. S¨®lo entonces se produc¨ªa el m¨¢s sepulcral silencio: el dios iba a hablar. Pasado el momento de ¨¦xtasis, dos tipos de reacciones: por un lado, la del connaisseur bajo forma de comentarios sobre la t¨¦cnica, la machina desde la que el deus se ha modificado (ha apoyado sul fiato o sulla maschera, ha perdido arm¨®nicos en el cambio de registro, etc¨¦tera); por el otro, la del adorador incondicional -que puede ser tambi¨¦n connaisseur- expresada a trav¨¦s de un delirio desbordado.
De nuevo Fellini ofrece en su pel¨ªcula un entra?able y profundo retrato de este ¨²ltimo sujeto, gran sacerdote -y, como tal, gran sacrificador- de la ¨®pera, que acabar¨¢ hundi¨¦ndose con el barco en un mar de fotograf¨ªas dedicadas y de vestidos de las grandes veladas de la diva desaparecida Edmea Tetua, mientras un proyector ofrece los grandes momentos de su vida. ?Hay en este ¨²ltimo detalle una fugaz reflexi¨®n en torno al cine oper¨ªstico? Tal vez sea ir demasiado lejos, aunque no ser¨ªa extra?o viniendo de un director que sobre el cine y desde el cine (8 y 112, el ejemplo m¨¢s claro) tanto ha reflexionado.
??pera cinematogr¨¢fica o 'videoclip'?
Asistimos hoy a un per¨ªodo de esplendor de la ¨®pera en el cine: La traviata, de Zeffirelli; Carmen, de Rosi; Rigoletto, de Ponnelle. Atr¨¢s quedan La flauta m¨¢gica, de Bergman, y Don Giovanni, de Losey. Y m¨¢s atr¨¢s aun, en otra galaxia, pel¨ªculas como A¨ªda (1953), de Clemente Fracassi, con Soria Loren doblada en los pasajes cantados por Renata Tebaldi, o Canzoni a due voci, del mismo a?o, con dos populares bar¨ªtonos, Gino Bechi y Tito Gobbi. Hay un abismo entre estas ¨²ltimas y las primeras: de la obra nacida de la fascinaci¨®n por el g¨¦nero y por el divo -que no reconstruye, sino que crea un nuevo producto, de tan poca calidad como se quiera, pero evidentemente marcado por el ¨¦xito popular- se ha pasado a la obra que reproduce la reproducci¨®n. A tal fin, la c¨¢mara se ha metido en el palacio Ducal de Mantua (Rigoletto) o en la plaza de toros de Ronda (Carmen): el documental se ha colocado como decorado oper¨ªstico. Si de paso se nos vende un viaje ¨¢ sujet cultural, pues tanto mejor. El mercado tur¨ªstico en torno a las representaciones veraniegas de la Arena de Verona, Salzburg o Bayreuth se basa en este fen¨®meno de neoarqueolog¨ªa cultural. Pero se trata de una arqueolog¨ªa contradictoria, mal planteada. De nuevo Adorno, hace m¨¢s de 20 a?os, aseguraba que la suntuosidad de la puesta en escena, la imponente espectacularidad, la fastuosa policrom¨ªa y la seducci¨®n sensorial de la ¨®pera desde hac¨ªa tiempo hab¨ªan pasado al cine. Mezclar entonces documental y ¨®pera es una redundancia fuera de lugar: la arqueolog¨ªa oper¨ªstica tiene sentido en tanto que reconstrucci¨®n de lo reconstruible, es decir, del propio lenguaje oper¨ªstico hecho de orquesta, canto, vestuario y escenograrla y que habla a su manera de una sociedad. El duque de Mantua jam¨¢s estuvo en Mantua: la burgues¨ªa de los tiempos de Verdi, acostumbrada a una lectura simb¨®lica, lo sab¨ªa muy bien, como demuestra la excelente serie televisiva de los viernes. En consecuencia, poner -a Pavarotti en aquella ciudad y hacerle cantar en play-back el Ella mi fu rapita, mostrando primeros planos de su cuello fl¨¢cido, representa el crep¨²sculo de los dioses (m¨¢s que el propio Rigoletto): la distancia entre p¨²blico y escena -similar a la de las grandes catedrales- ha sido alterada, sin tener en cuenta que la prox¨¦mica forma parte de un lenguaje global. Y entonces, una de dos: o se trata de una arqueolog¨ªa equivocada en sus planteamientos o lo que se pretende es otra cosa. La sospecha se inclina m¨¢s bien hacia esta ¨²ltima posibilidad: detr¨¢s de la cara de Pavarotti, ampliada en la pantalla, hay un sello discogr¨¢fico. La pel¨ªcula funcionar¨ªa as¨ª como un engrosado videoclip atento a un consumo creciente.
Por qu¨¦ es creciente no es f¨¢cil de determinar: Adorno opinaba que la ¨®pera desprende un aura de antigua nobleza, de dignidad de verdadero arte, que recrea los tiempos gloriosos de la burgues¨ªa. El medio de que se servir¨ªa este recuerdo hist¨®rico ser¨ªa la familiaridad con las melod¨ªas, la capacidad de reconocer determinados pasajes de la obra, mecanismo similar a la memorizaci¨®n de las canciones de consumo. La publicidad que utiliza a los divos para que bebamos champ¨¢n o compremos relojes caros parece confirmar este extremo. Aunque tambi¨¦n podr¨ªa ser al rev¨¦s, si se considerara que en ciertos casos (y ¨¦ste podr¨ªa ser el de la ¨®pera) la publicidad no crea preferencias, sino que se limita a levantar acta de las existentes, cronista multicolor de una sociedad en crisis.
En su muerte, la ¨®pera se muestra aun m¨¢s fascinante y seductora, como el misterioso rinoceronte de Y la nave va que, en su paquid¨¦rmica agon¨ªa, lanza un ¨²ltimo gui?o al espectador. Por cierto: el animal se salvar¨¢ del naufragio final. Si alguien quiere ver en ello un mensaje de esperanza, nosotros -estaremos con ¨¦l.
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