Grande, bueno, soso
Hay en los anales de Hollywood muchos casos como el del hoy triste y equivocamente c¨¦lebre Rock Hudson: actores -y, sobre todo, actrices- mal o poco dotados de recursos interpretativos naturales, con t¨¦cnicas de actuaci¨®n muy rudimentarias, a los que se puede, considerar con indulgencia mediocres profesionales, pero que un buen d¨ªa, por no se sabe qu¨¦ excepciones de las malas leyes que gobiernan su oficio en los vericuetos de la compraventa de actores en Hollywood, se encaraman en la fama y all¨ª, instalados en ella contra toda l¨®gica, se mantienen durante d¨¦cadas, convertidos en malos int¨¦rpretes cotizad¨ªsimos, en rutilantes estrellas sin otra luz propia que la del artificio de esa su fama prefabricada. Es la ley del embudo del star-system.El caso -como actor y no como lo que han convertido a sus despojos: bandera bals¨¢mica que sirve de coartada a quienes usan el llamado SIDA como pretexto para una de las m¨¢s s¨®rdidas operaciones de gueto moral de que hay noticia- del infortunado Rock Hudson es de rara ejemplaridad.
Este hombre de cara amiga, mirada p¨ªcara y sonrisa dent¨ªfrica nunca fue un gran actor y, pese a ello, lleg¨® a ser seleccionado para optar a un oscar de la Academia de Hollywood por su trabajo en Gigante, de George Stevens, e inscribir as¨ª su falso nombre -el aut¨¦ntico era Roy Scherer Fitzgerald- en el registro de los elegidos del olimpo de la actuaci¨®n. Fue Hudson un actor con escasas posibilidades expresivas, que hizo de s¨ª mismo un personaje de maneras blandas y torponas, pero que no obstante interpret¨®, o simul¨® interpretar, no una sino docenas de veces, como en el admirable filme de Budd Boetticher Seminola, a hombres duros.
Pas¨® Hudson por la vida viendo coronillas ajenas desde el observatorio de su gigantesca estatura de casi dos metros, que hac¨ªa de su imagen una mole enorme pero carente de energ¨ªa, lo que no impidi¨® que encarnase a tipos como lagartijas, como el protagonista de la admirable comedia Su juego favorito, de Howard Hawks. En contradicci¨®n con su aspecto de persona sencilla, directa y llana, a Hudson le encargaron filmes tan complejos, indirectos y retorcidos como el extraordinario melodrama Escrito sobre el viento, de Douglas Sirk.Siendo due?o de registros interpretativos toscos, poco sutiles y sin ser la suya una mirada escrutadora, se le encarg¨® la creaci¨®n del personaje central de la serie televisiva MacMillan y esposa, en la que pas¨® por ser un compendio de agudezas anal¨ªticas y poderes escrutadores. Su carrera estuvo jalonada por una cadena de paradojas, que adquieren, a la luz de su destino final una perturbadora l¨®gica.
De aspecto ap¨¢tico y con movim¨ªentos corporales lentos y pesados, a Hudson le encargaron que representase a individuos tan obstinados como el obseso perseguidor de Kirk Douglas en El ¨²ltimo atardecer, de Robert Aldrich, o tan ¨¢giles como el jefe indio de Winchester 73, de Anthony Mann. Siendo su imagen mucho m¨¢s carnal que espiritual,. no hubo ning¨²n inconveniente en que sobre ¨¦l girase uno de los filmes m¨¢s espirituales de todos los tiempos: Obsesi¨®n, de Douglas Sirk. Mal pertrechado por su naturaleza para expresar espont¨¢neamente humor y sin facilidad alguna para transmitir equ¨ªvocos y gracias, Hudson protagoniz¨® comedias de intenci¨®n tan hilarante como Pijama para dos, de Delbert Mann. Nuevas paradojas que abonan esa sucia gran paradoja final que lo ha convertido en el apestado m¨¢s popular y fotografiado de la historia.
Un viejo enga?o
Este conjunto de incongruencias dice mucho acerca del viejo, o al menos en trance de caducidad, star-system hollywoodense, en el que la imposici¨®n autoritaria de la imagen f¨ªlmica se hace con frecuencia contra la propia condici¨®n de la imagen real del actor o actriz due?os de esa imagen.
Es el mecanismo que hizo, por ejemplo, de la simp¨¢tica y con aspecto de pocas luces Debbie Reynolds la imagen cinematogr¨¢fica de la sagacidad y la listeza; o, en el polo opuesto, el caso de Judy Holliday, que se especializ¨® en papeles de tonta de solemnidad cuando contaba con una mirada de aut¨¦ntico lince. Como otros muchos de sus colegas del cine norteamericano, Rock Hudson hizo en su profesi¨®n casi de todo, salvo de lo que cantaba a voces su propio signo corporal, hoy torturado.
Pero si se medita sobre el alcance de esos pocos filmes que acabamos de nombrar sorprende el hecho de que todos, salvo los mediocres Pijama para dos y Gigante, son excelentes pel¨ªculas y, en algunos casos, aut¨¦nticas obras maestras. La verdadera estrella de Rock Hudson hay que buscarla, por ello, no tanto en sus aciertos como actor, que no fueron muchos ni, si tenemos en cuenta los personajes que le adjudicaban, pod¨ªan serio, como en el hecho incuestionable de que su nombre y su rostro son ya parte, inseparable, sin desentonar ni hacer el rid¨ªculo en ellas, de aut¨¦nticas joyas del cine universal como Winchester 73 o Escrito sobre el viento.
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