Contrabandistas y curanderos en la 'Mallorca interior'
El lenguaje secreto del contrabando y los ritos m¨¢gicos de la medicina tradicional perviven en la comarca mallorquina de Art¨¤
La apariencia del litoral mallorqu¨ªn, salpicado de notar¨ªas, como s¨ªmbolo del desarrollo inmobiliario, y se?ales publicitarias que hablan del salto comercial, no ha interrumpido el desarrollo apacible de los lugares de la isla interior. Esta otra isla observa los gestos de un lenguaje inaprensible forjado durante los primeros 40 a?os del siglo, en los que el contrabando era el motor principal de su desarrollo econ¨®mico. Ahora no es caf¨¦ ni az¨²car lo que se trasiega en la oscuridad de las rocas, pero, a pesar de la lejan¨ªa de sus tiempos de apogeo, contrabandistas y curanderos conservan los c¨®digos silencioso s y los ritos m¨¢gicos de anta?o. A trav¨¦s del lejano pueblo de Art¨¤ se muestran las historias de la isla interior.
El recuerdo de las cosas lo guarda en la localidad mallorquina de Art¨¤ uno de los personajes m¨¢s dif¨ªcilmente dispuestos al l¨®gico proceder de lo com¨²n: maestro alba?il y jardinero, conocedor minucioso Je todas las artes populares, hermanado con el lat¨ªn de la bot¨¢nica isle?a, guarda en los prodigiosos subterr¨¢neos de su memoria los hombres de todas las rocas de la profunda comarca de Art¨¤ -la menos conocida de toda la isla- y todos los cuentos y la generaci¨®n de los hombres viejos, a los que escucha atentamente desde hace 40 a?os. Pere Ginard, Viol¨ª es tambi¨¦n, a sus 50 a?os de edad, un m¨²sico pitag¨®rico y un transmutador infatigable que mantiene en vida los mejores hallazgos de la inteligencia. Si es preciso, a?ade al relato de sus experiencias las citas amables y sinceras de Kant, Spinoza y Hegel.Con ¨¦l puede adivinarse la tremenda significaci¨®n que adquiri¨® para las gentes del pueblo el cr¨ªptico mundo del contrabando: no s¨®lo se distribu¨ªan a buen precio los saquitos de caf¨¦, az¨²car o tabaco; los ritos nocturnos de lo prohibido conservaron durante a?os los modos distintos de una tradici¨®n cuya muerte no conven¨ªa.
"Ellos no se fijaban en los fuertes, sino en los serios y callados, que no llamaban nunca la atenci¨®n".
Cuando el mar no brama demasiada espuma, la barca descarga y los hombres cuelgan de su cabeza los sacos de 50 kilos hinchados en ?frica, y, sin ruido ni palabra ni gesto brusco, inician en la noche, tras el gu¨ªa, la escalada por los dif¨ªciles rincones de la roca intuida. Se doblar¨ªan las piernas si la cuerda de c¨¢?amo no se clavara en una frente escrita con la impermeable decisi¨®n de la lealtad honorable.
"S¨®lo el gu¨ªa conoce el camino que ¨¦l descubri¨®, y si equivocase un palmo, los hombres caen al mar y se rompen".
No cuentan aqu¨ª las virtudes que tranquilizan la conciencia del p¨¢rroco, sino la destreza de los hijos hallados por la garriga junto al mar, en donde la noche hunde su aliento en las cuevas abiertas por el gu¨ªa que encarna el honor del pueblo.
Gr¨¢m¨¢tica de los signos
"El que trajina bultos entre las rocas -relata Pere Ginard- tiene derecho a romperse un pie; puede sentir miedo y anunciar su cauto retiro porque sabe que su silencio es para siempre; y a veces se lo come el cansancio. Pero el gu¨ªa es list¨ªsimo en la monta?a. Adivina lo extra?o bajo la noche; conoce los nidos de los animales de pluma y las madrigueras de los animales de pelo. Vive solo junto a su horno de cal, y dos d¨ªas a la semana visita a su mujer y a sus hijos; entra en el caf¨¦ y habla como un viejo que nadie cans¨®. Conoce los remedios para los males y todas las hierbas; reconoce los sonidos del bosque y no sabe lo que es el miedo ni el resentimiento. Y cuando todos, cualquier noche se?alada, han dejado los sacos y se retiran, ¨¦l abre la peque?a portezuela del secret y los coloca uno a uno en esa peque?a gruta constru¨ªda con su cincel de herrero artesano. Luego borra las huellas".
La vida del pueblo transcurre sin susto, y todos se acomodan seg¨²n la resignaci¨®n dictada por el poder de las fortunas heredadas. Los sermones condenan los arrebatos posibles de la religi¨®n antigua, y cada uno viste los tejidos que ha hilado su suerte. Pero cuando la noche abre el cielo y muestra las profundidades del sue?o, los contrabandistas se convocan para el rito prometiendo silencio. "Un silencio hasta las ¨²ltimas consecuencias", seg¨²n. Ginard.
Ellos han atribuido al lenguaje la virtud de una intenci¨®n de luz y sombra que conmueve sus sentido!. Han inventado nuevos signos para preservar la inmunidad de su presencia. Est¨¢n sentados junto a, un c¨ªrculo de jugadores de truc y practican con ellos la percepci¨®n de lo imperceptible: un p¨¢rpado plegado, una ceja torcida, un labio abierto seg¨²n cu¨¢ndo, una palabra arrastrada. Su plan invisible -reservado s¨®lo para ellos- les concede la impunidad de la extrema seguridad: nada tiembla con el ¨¢nimo, indiferente.
Ginard recuerda los tiempos de apogeo: "Ganaban mucho dinero, pero no pod¨ªan ostentarlo. Nunca despilfarraban. Lo guardaban envuelto en un pa?uelo recogido en un agujero del pajar. Poco a poco se desprend¨ªan de ¨¦l, y para ello, para no llamar la atenci¨®n, simulaban y trabajaban los domingos y
Contrabandistas y curanderos de la 'Mallorca interior"
dejaban de fumar y en el caf¨¦ no gastaban"."El gu¨ªa reun¨ªa todas las condiciones: era fuerte de esp¨ªritu, y su lealtad resist¨ªa siempre; no conozco la historia de ning¨²n gu¨ªa vendido. El pueblo los admiraba, y ning¨²n rumor pod¨ªa herirlos. Su moral era un cipr¨¦s: austera y enderezada".
F¨®rmulas contra lamentos
En este panorama marcado por el silencio y la discrecci¨®n tambi¨¦n perviven los ritos m¨¢gicos. Los hombres de buena saliva y las mujeres de ojos penetrados, capaces de espantar la angustia que soplan los demonios, borrar las verrugas dibujadas en la piel por los remordimientos y consolar la tristeza que hincha el est¨®mago y quiebra los huesos, guardan tambi¨¦n celosos las instrucciones recibidas y abren sus portales inmunes a la tortura de la ignorancia.
-Ninguno muere sin desvelar una vez la oraci¨®n.
-?Qui¨¦n conocer¨¢ el momento?
-Alg¨²n Viernes Santo alguien la aprende tras o¨ªrla una sola vez.
Mar¨ªa Torres, curandera, como el resto de las mujeres que reconocen los estigmas de una potestad que nunca persiguieron, permanece, a sus 80 a?os, recluida en ese lugar ben¨¦fico que el pueblo concede a los santos h¨¦roes de sus afecciones.
"Cuando mi voluntad sabe si no eres, entonces mido los palmos del pa?uelo".
Un hombre se levanta frente a ella, atento a sus movimientos y dispuesto a seguirla: Mar¨ªa cojea y ve poco, y, apacible, saca del bolso, que cuelga de la percha, un gran pa?uelo oscuro. El enfermo, desconsolado por la in¨²til espera en las cl¨ªnicas, aguanta sol¨ªcito la punta del pa?uelo en su pecho, y Mar¨ªa Roca (as¨ª la conocen) murmura las f¨®rmulas que espantan los lamentos fatigados. No cobra nada y receta infusiones de plantas medicinales que no cuestan nada.
"Antes hac¨ªamos ung¨¹entos para las almorranas, pero ahora en la farmacia no nos venden los productos".
El abuelo de Mar¨ªa Torres era curandero y muri¨® antes de nacer ella. Su padre era barbero y tejedor, y la oraci¨®n que ella mastica en sus ceremonias informales y precisas la conoci¨® cuando una mujer de Altea se la ense?¨®.
"Un sobrino alba?il -cuenta Mar¨ªa Roca- trajo tres exvotos que encontr¨® en los escombros junto a la iglesia, y yo so?¨¦ muchas noches inmensos mantos azules, hasta que los devolv¨ª".
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