El rastro de ayer
Estuve unas horas en Bilbao invitado por la hist¨®rica sociedad El Sitio, para conmemorar el 150? aniversario de la batalla de Luchana que decidi¨® el levantamiento del cerco carlista de 1836 y, en buena medida, la suerte futura de la primera guerra civil. Quise ofrecer a mis paisanos una imagen comentada de este dram¨¢tico episodio que tantas plumas de historiadores y novelistas glosaron en detalle desde posiciones contrapuestas. Para ello, consult¨¦ biograf¨ªas, memor¨ªas, archivos, correspondencias, colecciones de grabados, litograf¨ªas y acuarelas del pasado siglo, algunas de mi propiedad. El rastro del ayer est¨¢ desparrarnado por muchos y diversos lugares. Los testimonios escritos personales dicen mucho. Los documentos gr¨¢ficos ayudan a evoccar los paisajes, las indumentarias, los armamentos, los navios y las costumbres de cada tiempo. Estudiar los mapas es algo esencial para entender los relatos de orden militar. Y finalmente queda el terreno, el suelo, el lugar preciso en que los hechos ocurrieron. Se adivina en seguida cuando el que relata el suceso, sea historiador o novelista, ha pisado el escenario de la efem¨¦ride para comprender o comprobar con exactitud el hilo de la narraci¨®n.Cierto es que la desfiguraci¨®n de los entornos donde ocurrieron memorables hechos del pasado es muy diferente seg¨²n los casos. En Europa, por ejemplo, puede verse con notable y minucioso detalle el panorama de la batalla de Waterloo en sus l¨ªneas esenciales. An¨¢logo es el macabre recuerdo que se visita, del heroico y masivo rnassacre de se halla intacto el campo de batalla de las Navas de 1212, que puede recorrerse leyendo la carta de Alfonso VIII o la narraci¨®n del arzobispo Xim¨¦nez de Rada, situando en el pa¨ªsaje todos y cada uno de los elementos topogr¨¢ficos descritos en ambos documentos. El escenario de la batalla de Luchana, en cambio, est¨¢ tan modificado por el urban¨ªsmo, la industrializaci¨®n, el humo, la poluci¨®n, los cargaderos, los puentes gigantes, los talleres, dep¨®sitos, f¨¢bricas y los astilleros, que es dif¨ªcil hacer el necesario esfuerzo evocador para situar con exactitud las piezas del complejo mosaico de anta?o sobre este rompecabezas del gigantismo crecedor de Bilbao y de su r¨ªa, cuyo dinamismo late sin cesar, braceando a trav¨¦s de la crisis, hacia la mar abierta.
Bilbao ten¨ªa en 1836 algo m¨¢s de 10.000 habitantes. No hab¨ªa despegado all¨ª todav¨ªa la industria moderna. La r¨ªa era un cauce para nav¨ªos de vela que tra¨ªan y llevaban mercanc¨ªas a Francia, Inglaterra, los puertos hanse¨¢ticos y las islas del Caribe, todav¨ªa espa?olas. No exist¨ªa puerto exterior. Rebuscar bajo el estr¨¦pito de hoy los indicios del tiempo isabelino -o, mejor, cristino- en la topograf¨ªa local es tarea paciente, pero en ocasiones remuneradora. Logr¨¦ situar con exactitud cartogr¨¢fica sobre un plano las operaciones del ej¨¦rcito del norte de 1836 la mayor parte de los accidentes geogr¨¢ficos que hoy se encuentran sepultados o desaparecidos. La toponimia era, en ocasiones err¨®nea, pero en, general la notaci¨®n correcta permit¨ªa situar las respectivas fuerzas en presencia y comprender lo que fue el desarrollo de la batalla.
Luchana fue un hecho de armas importante, y la clarividencia del general Espartero le permiti¨® adivinar cu¨¢l era el ¨²nico camino por el que pod¨ªa romperse el sitio de Bilbao. El fervor rom¨¢ntico de los historiadores del episodio situaba a Espartero en el pobre camastro de un caser¨ªo vasco en el lugar llamado Desierto, cerca del monasterio del mismo nombre, en el que a?os antes el escritor Samaniego, desterrado, compusi algunas de sus memorables f¨¢bulas: un inoportuno c¨®lico nefr¨ªtico con violentos dolores le ten¨ªa inmovilizado en el lecho, precisamente en el d¨ªa elegido para iniciar la batalla: la tarde de la Nochebuena. Oraa, su fiel jefe del Estado Mayor -el lobo cano, como era llamado por sus compa?aro-, asumi¨® la direcci¨®n de la hatalla por orden del general en jefe. A m¨ª me pareci¨® siempre, al leer los relatos del c¨¦lebre hecho de armas, que ese detalle sonaba a invenci¨®n literaria enteramente re?ida con la realidad. Averig¨¹¨¦ que la casa en que Espartero hab¨ªa instalado su cuartel general para la batalla perteneci¨® a un bilbaino de la ¨¦poca de apellido Jado. No me fue dif¨ªcil rastrear su emplazamiento en el Erandio actual, muy cerca de la r¨ªa, frente a la punta del Desierto, a menos de 300 metros de anchura, que es lo que all¨ª ten¨ªa el cauce del Nervi¨®n. A su vez, el lugar se encuentra a 10 minutos a caballo del mism¨ªsimo puente de Luchana. En definitiva, el punto id¨®neo para dirigir la gran operaci¨®n fluvial y terrestre que fue la batalla, y que era seguida momento a momerito por el general en jefe, al que el m¨¦dico de cabecera suministraba peri¨®dicamente calmantes de opio.
?Pero fue en realidad un pobre caser¨ªo lo que eligi¨® el gran jefe militar como puesto de mando para tan grave ocasi¨®n? Segu¨ª husmeando el rastro del ayer. Logr¨¦ visitar a una recia matrona vasca de 92 a?os, enteramente l¨²cida, aunque dura de o¨ªdo, cuyo abuelo hab¨ªa sido el jardinero de la casa palacio de Jado. ?l hab¨ªa conocido de ni?o el relato de la noche de Espartero en Luchana. Era aqu¨¦lla una tradici¨®n oral transmitida de padres a hijos en el seno de la familia. No era un caser¨ªo, sino un bell¨ªsimo palacete de gusto y arquitecto franceses, lo que se hab¨ªa requisado para cuartel general del ej¨¦rcito cristino. Su propietario lo utilizaba como casa de campo, junto a la r¨ªa, para dedicarse a su afici¨®n favorita, la caza con perro. No hab¨ªa, ?oh, delicica!, sino heredades, frutales, senderos y bosques de robles t hayedos en su derredor- La r¨ªa de Bilbao era entonces un paraje fluvial cuasi buc¨®lico, desde el campo de Volant¨ªn hasta la embocadura de la barra que anunciaba la peligrosa mar cant¨¢brica.
Fui rehaciendo con apasionada paciencia las jornadas finales del caudillo liberal, empe?ado en llegar a las calles de la villa sitiada. Espartero era, adem¨¢s de un gran soldado, un detallista implacable y le gustaban las tareas y las novedades de la ingenier¨ªa militar. La batalla de Luchana fue el punto final de un largo y complejo proceso en el que jugaron papel decisivo los puentes de gabarras y pesqueros sobre el Nervi¨®n; de Portugalete a Las Arenas y de Axpe al Desierto. Los pontoneros y artilleros de la legi¨®n cooperaron decisivamente en el desarrollo de la batalla, echando otros puentes sobre el r¨ªo Galindo y, reforzando las bater¨ªas espa?olas con sus ca?ones. El desembarco, en lanchones protegidos por la llamada fuerza sutil de la Marina espa?ola y realizado de noche con tempestad de nieve y granizo, hizo posible la neutralizaci¨®n de los estribos sur del puente de Luchana. Un valeroso capit¨¢n de fragata, don Fran-
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cisco Armero, fue el que salt¨® a tierra en vanguardia asegurando la operaci¨®n. Cuatro horas m¨¢s tarde, los ingenieros hab¨ªan reparado el puente volado y a?adido otro paralelo de pontones, con lo que los 18 batallones de Espartero iniciaron la refriega,. fratricida, cuesta arriba, camino del monte Banderas, en la m¨¢s tr¨¢gica Nochebuena de nuestra historia. El general, atenazado de dolores, hubo de ponerse al frente de la compacta masa de soldados que sub¨ªa, al precio de terribles p¨¦rdidas por ambos bandos. Hubo un instante decisivo, como en todas las grandes batallas de la historia, en que el gesto o la palabra del que manda act¨²a de catalizador repentino del esfuerzo sobrehumano final que se pide a los luchadores.
El rastro del ayer es perceptible todav¨ªa si se indagan con amor los rincones de nuestro pasado. Sin memoria hist¨®rica no puede florecer la cultura de los pueblos. Somos estructuras de memoria; repertorios de vivencias; sedimento de tradiciones y, por eso mismo, manantiales de progreso. Es curioso constatar la satisfacci¨®n que manifiestan los testigos, o quienes recibieron sin saberlo un dato interesante para. el entendimiento de lo que fue. Parecer¨ªa como si a ellos tambi¨¦n alcanzase una porci¨®n de esos instantes en que la historia se detiene para dar paso a un acontecimiento que cambia el fluir de los hechos, acaso en forma decisiva, aunque ello no se descubra sino mucho m¨¢s tarde.
Me volv¨ª a Bilbao paseando por las atroces riberas actuales de la r¨ªa, polucionadas en el aire, el suelo y el agua, y tratando de colocar en su casillero de anta?o la torre banderiza de Luchana -hoy cargadero de buques- los restos del fuerte ingl¨¦s de Rontegui -ahora soporte de los estribos de un viaducto gigante-, el desaparecido fuerte del Desierto -convertido en oscuro mont¨®n de escorias-, el palacete de Jado -colegio de marlanistas-, el reducto de Banderas -centro de radiocomunicaci¨®n de- la Polic¨ªa Nacional- Bilbao se adivinaba al fondo, enorme en su aglomeraci¨®n y en sus rascacielos, que desborda con la poblaci¨®n de las ciudades vecinas el mill¨®n de habitantes. Si por un milagro de anticipaci¨®n hubiese podido contemplar aquel vecindario del sitio y aquellos combatientes valerosos, de uno y otro lado, de hace siglo y medio, lo que iba a ser la villa, de seguro que hubieran enmudecido de asombro ante la metamorfosis que iba a surgir en el futuro. No sabemos lo que ha de contener el tiempo que viene. S¨®lo podemos dise?ar un porvenir aproximado que es un proyecto voluntarista. Lo dem¨¢s pertenece al pasado, que nos sigue aunque no queramos. Evocar el rastro del ayer es despertar en nuestra imaginaci¨®n voces y figuras que nos acompa?an.
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