Todos somos Don Juan
Don Juan, la ¨®pera de Lorenzo da Ponte, con m¨²sica de Wolfgang Amadeus Mozart, se estren¨® en Praga en 1787. Para celebrar su bicentenario tengo que interrumpir mi febril trabajo sobre el segundo volumen de mis memorias. Pero reconozco que en la segunda redacci¨®n de esta obra he incluido una nota sobre el libidinoso don Juan, que puede ser un buen punto de partida. Escribo en ella sobre un aspecto de mi primer matrimonio, disuelto hace tiempo por la muerte, diciendo: "El sexo marital desarrolla una rutina, pero las rutinas de un desconocido constituyen una novedad, y el donjuanismo es m¨¢s bien una enfermedad de la mujer que del hombre. La tragedia de don Juan es que en la oscuridad encuentra iguales a todas las mujeres y que ¨¦stas, al hallar una novedad en la rutina de ¨¦l, son lo bastante inocentes como para creer que la revelaci¨®n f¨ªsica es el amor. El tr¨¢gico error de don Juan consiste en elegir la inocencia, la cual lo persigue hasta la muerte. A las mujeres les encanta la novedad y son un f¨¢cil pasto para el comercio de la moda. Los hombres prefieren las viejas pipas y las chaquetas gastadas. A las mujeres les gustan mucho los regalos y, dada la ocasi¨®n, les encanta la variedad amorosa. La insatisfacci¨®n de las esposas incapaces de encontrar esa variedad se ha convertido, desde Madame Bovary, de Flaubert, en uno de los temas cl¨¢sicos de la novela".La mayor parte de los escritores descubre que la verdad puede ser definida como algo que todav¨ªa no ha sido traducido en palabras. Lo que ellos han escrito -como el titulus INRI que Poncio Pilato orden¨® escribir- es otra mentira que a?adir a todas las que llenan la literatura y la historia. No hay ninguna mujer viva que admita el donjuanismo, y sin embargo don Juan siempre ha sido un personaje popular entre las mujeres. Es posible que la mayor¨ªa de las mujeres sue?e con atraparlo y reformarlo -pobre hombre, est¨¢ buscando lo que s¨®lo yo puedo darle-. En una ¨¦poca como la nuestra, en la que la sexualidad masculina se ha ido haciendo cada vez m¨¢s sospechosa, den Juan representa el apetito heterosexual inequ¨ªvoco que no ofrece ninguna amenaza f¨ªsica, excepto la de la rotura de un himen que tiene que ser roto alguna vez y de alguna manera. La leyenda no dice nada sobre su cobertura del mundo con ni?os no deseados. Al igual que lord Byron, don Juan no tiene tiempo para cometer el pecado de On¨¢n. Consider¨¢ndolo en todos sus aspectos, es un hombre.
Fausto
El mito de don Juan es uno de los m¨¢s antiguos de la Europa cristiana, y no puede ser considerado sin referencia a otro mito, el del doctor Fausto. Seg¨²n el Faustbuch en el que se bas¨® Christopher Marlowe, Fausto vende su alma a cambio de 24 a?os de un placer y un poder absolutos. Al final de ese per¨ªodo es arrastrado al infierno para sufrir all¨ª eternamente. No dir¨¦ nada sobre el tratamiento que Goethe dio a este mito, tratamiento que pertenece a la ¨¦poca de la Ilustraci¨®n y desde?a la visi¨®n infernal. Fausto es demasiado ilustrado -aun cuando pertenece a una ¨¦poca m¨¢s oscurantista que la de Goethe- como para creer en un castigo eterno -"Venga ya, yo pienso que el infierno es un cuento"-, pero a pesar de todo se encuentra el escotill¨®n abierto y el escenario lleno de demonios y fuegos de artificio. Incluso ahora nos estremecemos.
Don Juan tambi¨¦n es arrastrado al infierno, pero nosotros no nos sentimos estremecidos, al menos no demasiado. Su castigo eterno resulta c¨®mico -al menos en el examen retrospectivo del ep¨ªlogo de la ¨®pera de Mozart- El sinverg¨¹enza yace ahora en la cama entre Pers¨¦fone y Plut¨®n -Pers¨¦fone, deseable; pero Plut¨®n probablemente insomne-. En el propio concepto de don Juan hay elementos c¨®micos, como si la b¨²squeda perpetua de la satisfacci¨®n de un prurito sensual no pudiera ser tomada, en el enfoque moral m¨¢s amplio, con la mayor seriedad. El doctor Fausto en manera alguna puede ser reducido a un personaje c¨®mico. Pide a Mefist¨®feles una esposa, y ¨¦ste le conduce a un demonio vestido de mujer, con los inevitables fuegos de artificio. Fausto no puede tener esposa, ya que el matrimonio es un sacramento cristiano. Lo que puede tener es a Helena de Troya, a la que es fiel, no en virtud de un v¨ªnculo marital sino en virtud de que Helena constituye la gracia y el oro del mundo antiguo, el dechado sin igual de belleza tal como est¨¢ ratificada por la erudici¨®n polvorienta. La actitud de Fausto hacia ella es de una pedante reverencia que no puede admitir lo puramente sensual. Incluso en el Fausto de Goethe su uni¨®n tiende menos a satisfacer la sensualidad que a producir un hijo m¨ªstico llamado Euforio, que es realmente lord Byron. Es como si el mito de Fausto y el de don Juan fuesen complementarios -dejemos la tr¨¢gica propensi¨®n a la blasfema b¨²squeda de un conocimiento total para uno, la gratificaci¨®n del deseo sexual de otro-. Don Juan tiene que ser c¨®mico.
Lo encontramos por primera vez, seg¨²n recuerdo, en una obra espa?ola del siglo XVII titulada El burlador de Sevilla; aunque ¨¦sta es apenas la primera cristalizaci¨®n literaria de una vieja leyenda, el elemento de la muerte del comendador se encuentra all¨ª junto con el advenimiento a la vida de la estatua y la propuesta de una cena. No obstante hay una diferencia con respecto al argumento de Da Ponte. Es este don Juan el punto central es la invitaci¨®n; en El burlador... lo es la estatua. Don Juan acepta alegremente y se sienta en un cementerio a comer culebras, sapos y escorpiones. Entonces se abren las tumbas, queda al descubierto el infierno y don Juan, gritando, se ve arrastrado a ¨¦ste. El desenlace de Da Ponte es mejor. Debemos se?alar que el arrastramiento del libertino al infierno tiene su propia ambig¨¹edad. La muerte del padre de do?a Ana es un crimen en s¨ª misma, aunque un duelo a esgrima entre caballeros est¨¦ ciertamente permitido. En Man and Superman, de Bernard Shaw, do?a Ana lo ve como leg¨ªtimo, incluso como honorable, hasta que llega a saber qui¨¦n es el muerto y por qu¨¦ ha muerto. El hecho de matar deviene criminal cuando est¨¢ conectado con un intento de seducci¨®n. Es ¨¦sta una l¨®gica falsa y muy injusta. Clavar un estoque en un verdadero coraz¨®n anat¨®mico constituye una met¨¢fora de la ruptura del coraz¨®n her¨¢ldico de una mujer. Nuestra simpat¨ªa tiene que estar del lado de don Juan.
Selecci¨®n insuficiente
El problema de hacer una pieza teatral o un libreto de ¨®pera basados en una leyenda es precisamente el que se encontr¨® Marlowe cuando adapt¨® para la escena la historia de Fausto. Hay un comienzo y hay un final, pero hay tambi¨¦n una zona central tan extensa que llega a ser simplemente picaresca, apenas merecedora de realzarse con una estructura. No es posible presentar la totalidad de una vida blasfema o criminal: s¨®lo hemos podido seleccionar algunas muestras, y ¨¦stas siempre tienen que parecer insuficientes. Da Ponte asigna astutamente el aria ligera Madamina a Leporello, el criado de don Juan, con su resumen aritm¨¦tico de las conquistas internacionales de su amo; pero la pura aritm¨¦tica nunca resulta convincente, y las tres seducidas, o casi seducidas, del drama tienen que soportar un excesivo peso simb¨®lico, demasiado para sus deliciosas y esbeltas espaldas. La villan¨ªa sexual se queda totalmente fuera de la vista de la audiencia y ¨²nicamente la muerte de un hombre -en defensa propia, tenemos que a?adir- la hace verdaderamente reprensible. Don Juan no es un violador: seduce a trav¨¦s de las melod¨ªas de Mozart, y se necesitar¨ªa una Zerlina muy firme para hacer o¨ªdos sordos a La ci darem la mano. Vorrei e non vorrei es la respuesta adecuada.
Si Don Juan, a pesar de la naturaleza dif¨ªcilmente manejable de su material dram¨¢tico, es una de las cinco mejores ¨®peras de todos los tiempos, una buena parte del reconocimiento de sus m¨¦ritos tiene que ir a Da Ponte. Se nos ha dicho que el gran seductor Giacomo Casanova le ayud¨® a confeccionar el libreto -una historia que tenemos que creer, aunque probablemente no sea cierta-, pero Casanova no pod¨ªa ense?ar a Da Ponte nada relacionado con el lenguaje. La sencillez y la concisi¨®n del italiano -que es el coloquial tanto de hoy como del siglo XVIII- resulta ejemplar; el ingenio purifica de su groser¨ªa al tema. Desde un punto de vista estrictamente moral, el libreto es escandaloso, ya que nos fuerza a ponernos de parte del seductor-asesino. Don Ottavio es una especie de Hamlet tenor que promete venganza pero nunca la lleva a efecto. Es la voz de la moralidad convencional, el propagandista insulso de la monogamia. Tiene que estar en la ¨®pera porque es obligatorio un tenor, pero su papel es s¨®lo decorativo, como lo son tambi¨¦n sus arias. Entre las mujeres ¨²nicamente podemos tomar en serio a Zerlina. ?sta representa el elemento popular, tradicionalmente seducible por la aristocracia, pero con una fuerte y s¨®lida voluntad propia. Las damas de alta cuna tienen exactamente la misma calidad de estatua que el comendador.
Ser¨ªa superfluo ensalzar la m¨²sica de Mozart. La econom¨ªa
Todos somos Don Juan
de la misma es un prodigio, y la reserva de los trombones para la m¨²sica emparejada con la estatua os una clase de efecto dram¨¢tico ya no permitido en una orquesta oper¨ªstica en la que desde Wagner los instrumentos tienen que demostrar que se ganan su salario fijado por convenio tocando lo m¨¢s posible. La visi¨®n del infierno que se abre con la m¨²sica es genuina, y lo mismo su transmutaci¨®n final en un c¨®mico y cl¨¢sico mundo de los muertos:Resti dunque quel birbon.
Con Proserpina e Pluton...
lo que significa que despu¨¦s de un descanso infernal; o incluso de un posible ¨¦xito con Proserpina, don Juan estar¨¢ de nuevo, pronto, sobre las tablas del teatro, seduciendo como un loco.
Falstaff
Si nos gusta el libertino, y nos gusta posiblemente, ello puede que tenga mucho que ver con nuestro gusto por Falstaff. Generaciones de cr¨ªticos se han preguntado: ?por qu¨¦ encontramos simp¨¢tico al gordo caballero? Es grosero, indolente; es un borracho, un cobarde, un mentiroso. Pero en ¨¦l hallamos esa propiedad dionisiaca que afirma la vida. Lo mismo ocurre con don Juan. Es un elegante espermatozoo, animado, mientras que el comendador es simplemente la convenci¨®n petrificada, y don Ottavio un anuncio de la insulsa fidelidad. Don Juan, utilizando t¨¦rminos shawianos, expresa la fuerza de la vida. Si es un personaje m¨¢s modesto de lo que podr¨ªa ser se debe a que no ha tenido la oportunidad de leer a Kierkegaard, Nietzsche, Freud o al prcpio Shaw. O, aunque la hubiera tenido, no hubiese tenido tiempo para leerlos. La seducci¨®n es un trabajo que exige una plena dedicaci¨®n.
El comentario de Shaw sobre Don Juan en ese interludio que interrumpe la acci¨®n de Mand and Superman tiende a poner en evidencia la inadecuaci¨®n comparativa del libertino de Da Ponte. No hay ning¨²n momento para la intelectualidad en la ¨®pera, de forma que ¨¦sta tiene que reservarse para un autor teatral que no tenga tiempo para nada m¨¢s. Don Juan, aburrido del infierno, decide irse al cielo. No hay nada que se lo impida. La divisi¨®n entre, los dos estados eternos es una divisi¨®n de temperamentos, no de estatus moral. El infierno est¨¢ delicado a las meras apariencias: convenci¨®n social, placer, ardor de coraz¨®n, ese "brandy del condenado" que es la m¨²sica, estando lleno el infierno de aficionados a ella. El cielo es la morada de la realidad, y all¨ª reina el intelecto. Don Juan, a pesar de su cultivo de la carne, o de un ap¨¦ndice de ¨¦sta, es esencialmente un intelectual. En la Tierra ha estado buscando esa ¨²ltima realidad que es deber del intelecto humano alcanzar, pero ha cometido la equivocaci¨®n de buscarla a trav¨¦s de la est¨¦tica: el arte, la m¨²sica, la literatura y, m¨¢s especialmente, la belleza de las mujeres. Se ha sentido defraudado. La mujer no est¨¢ en este mundo para proporcionar emociones neurales o est¨¦ticas; su fin es producir el ser superior, ser el recipiente del uebermensch nietzschiano, al que Shaw traduce como superman. La mujer utiliza al hombre; no es un juguete para la delectaci¨®n del var¨®n. Las palabras finales de do?a Ana en el vac¨ªo son: "?Un padre, un padre para superman!'. El sexo tiene una finalidad, pero esa finalidad no es el placer. La biolog¨ªa rechaza a don Juan el libertino, pero necesita a don Juan el intelectual.
Kierkegaard vio la b¨²squeda de don Juan en t¨¦rminos muy diferentes. Sugiri¨® que ese supremo sensualista buscaba, busca, a Dios. Si su motivaci¨®n por probar la entereza de las mujeres hubiera sido puramente libidinosa no se habr¨ªa interesado por el galanteo melodioso; no se hubiera tomado la molestia de cantar La ci darem la mano. Don Juan declara amor, y en la trampa de la inflamaci¨®n lo probable es que no mienta. La consumaci¨®n trae la desilusi¨®n; despu¨¦s del coito todos los animales (con excepci¨®n de las yeguas y las mujeres) est¨¢n tristes. Pero la desilusi¨®n se vincula al objeto de la pasi¨®n y, en su momento, cansado de la b¨²squeda de un summum bonum que siempre se torna en cenizas poscoitales, don Juan ve que solamente en Dios puede encontrar su sosiego. El don Juan de Kierkegaard se parece al de Shaw, en que ambos tienen un objetivo s¨®lo muy vagamente columbrado. El objetivo es la realidad ¨²ltima. Confunden los vivos deseos de la carne con los del intelecto. Don Juan no es el Fausto de Goethe, que se ve redimido porque lucha y sabe por lo que est¨¢ luchando. Es un ser m¨¢s modesto que Fausto, porque no se le permite llegar al conocimiento, y la estatua que lo arrastra al infierno es un agente de la ignorancia. Si el don Juan de Da Ponte y Mozart hubiera vivido hasta llegar a la ancianidad, como Casanova, ?hubiera sido simplemente un libertino rom¨¢ntico o se habr¨ªa convertido en un Fausto? Es ¨¦sta una pregunta que no tiene contestaci¨®n.
En lo que hay que fijarse -y esto puede ser considerado como la indicaci¨®n de un profundo fallo en Don Juan como drama- es en que la obra describe o representa, m¨¢s que analiza, la naturaleza del donjuanismo. Esto se debe en parte a que se basa en una leyenda muy conocida en lugar de inventar una nueva. El burlador de Sevilla, que puede o no haber sido escrita por Tirso de Molina, apareci¨® en 1630 y adaptaba al teatro una historia conocida hac¨ªa mucho tiempo. En Inglaterra, Thomas Shadewll escribi¨® una pieza teatral sobre don Juan llamada The libertine, y Henry Purcell, al darle una puesta en escena musical, la puso en juego 100 a?os antes que Mozart. Goldoni y Moli¨¨re escribieron sus propias obras teatrales sobre don Juan, y despu¨¦s de Da Ponte y Mozart aparecieron las novelas Las almas del purgatorio, de Merim¨¦e; Don Juan de Ma?ara, de Dumas, y Elixir de una larga vida, de Balzac. En otras palabras, la ¨®pera de Mozart es un eslab¨®n de una cadena bastante larga de tratamientos del tema del libertino, y cuando la vemos y la o¨ªmos no podemos evitar aceptarla como parte de un espacioso contexto. No podemos contemplarla con ojos y o¨ªdos inocentes. A pesar de la brillantez del libreto -as¨ª se nos muestra cuando lo contemplamos sin demasiada atenci¨®n-, ¨¦sta es poco m¨¢s que una farsa -apropiada para un teatro de marionetas, como tambi¨¦n lo es la historia de Fatisto- Don Juan pregona, incluso al final, que no se arrepentir¨¢, pero hubiera sido mejor si antes, en la trama, hubiese considerado la posibilidad de arrepentirse ¨²nicamente para rechazarla. El doctor Fausto de Marlowe tiene varios momentos de contrici¨®n, y ¨¦stos dan m¨¢s fuerza a su descripci¨®n. Don Juan es con demasiada frecuencia una m¨¢quina servida por un Leporello que es al menos lo suficientemente humano como para experimentar la cobard¨ªa, el resentimiento, el eog¨ªsmo. La complejidad que necesita don Juan para llegar a ser totalmente cre¨ªble se deja a la m¨²sica de Mozart, y ¨²nicamente en un lugar, en la obertura. Basta con que un re sostenido luche con un re natural para que nosotros vislumbremos una imagen de la lucha de don Juan consigo mismo. Deber¨ªa haber existido en alguna parte cerca del comienzo del segundo acto una potente aria en la que don Juan se comunicara consigo mismo, reconociera una insatisfacci¨®n no f¨¢cilmente inteligible y luego, encogi¨¦ndose de hombros, volviera a tomar el despreocupado camino del seductor en gran escala. Me doy cuenta de que estoy diciendo una blasfemia: el divino Mozart est¨¢ m¨¢s all¨¢ de toda cr¨ªtica.
Deseos de seducci¨®n
En el t¨ªtulo de este trabajo digo que todos somos don Juan, o do?a Juana. Posiblemente existe en todos nosotros un deseo de seducir al conjunto del sexo opuesto (y no siempre el opuesto) simplemente para llegar a la c¨ªnica conclusi¨®n de que en a oscuridad todos los gatos son pardos, (le que las diferencias humanas no abarcan el impulso sexual o los ¨®rganos genitales que lo activan. Esto es lo que George Orwell habr¨ªa llamado el aspecto tarjeta postal tipo pintura Donald McGill de nuestras vidas. En vacaciones experimentamos los mismos vivos deseos del libertino, pero carecemos del valor necesario para hacerlos realidad. Como dice Orwell, la gente es fundamentalmente heroica -cr¨ªa a sus hijos, muere en el campo de batalla, acepta un matrimonio en el que ha muerto el amor, sue?a con evadirse, pero es demasiado noble para llevar a cabo su sue?o- La mayor¨ªa de las personas acepta la trivialidad de la vida, y esto los hace h¨¦roes. Don Juan es un simple h¨¦roe en vacaciones porque no la acepta. Es en realidad un h¨¦roe muy infantil. Fausto es un adulto; don Juan llena su boca de golosinas y se sorprende cuando una p¨¦trea figura paterna lo toma de la mano y lo mete en la boca del horno llameante.
Y sin embargo yo digo que Don Juan es una de las cinco grandes ¨®peras de todos los tiempos. Esto se debe a que hace perfectamente lo que se propone hacer: entretenernos durante una velada de una forma civilizada, con una t¨¦cnica que nunca falla y una calidad mel¨®dica que nunca deja de hacer que el intelectual disfrut¨¦ y que el ignorante sienta el deseo de silbar. Pero no tiene ning¨²n Hans Sachs, ning¨²n sufriente Trist¨¢n, ning¨²n atormentado Otelo; ni siquiera tiene una sacrificada Cio-Cio-san. Se inicia con la fuerza de un mito y termina, o casi, con los trombones de Mozart. Es una ¨®pera rococ¨®; acepta las limitaciones de la forma; no se atreve a ser un fracaso interesante. En consecuencia, es un ¨¦xito.
Traducci¨®n: M. C. Ruiz de Elvira.
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