El punto de vista
En las numerosas pel¨ªculas sobre la batalla del Atl¨¢ntico, en cualquiera de las guerras mundiales, siempre hab¨ªa un momento en que -por lo general, por el lado derecho de la pantalla- aparec¨ªa la temible proa de escualo del submarino navegando en inmersi¨®n, envuelto en la azulina transparencia y el insondable silencio de las profundidades oce¨¢nicas. Sin apenas transici¨®n ni casi conciencia y sin moverse de su butaca, el espectador pasaba de estar arrellanado en la confortable poltrona de un club londinense o de pasear por la cubierta de un mercante a codearse con las estrellas de mar y los pulpos, considerados desde siempre como lo m¨¢s protot¨ªpico de los fondos marinos, as¨ª como tambi¨¦n los buzos -aquellos buzos de antes, con escafandra esf¨¦rica, traje Michel¨ªn, numerosos cables y un hacha en la mano, tan distintos de los hombres rana de hoy como los varones de Cro-Magnon lo son de los actuales ejecutivos multinacionales- El espectador es trasladado de un medio a otro a voluntad del guionista (o del c¨¢mara) no s¨®lo sin que pueda hacer nada por evitarlo, sino -a poco bien que est¨¦ montada la pel¨ªcula- con una complacencia muy justificada por parte de quien, por un precio fijo, es transportado a escenarios muy diferentes y distantes a fin de gozar de la mejor comprensi¨®n de la narraci¨®n f¨ªlmica. En principio, ninguna regla se opone a este permanente trasiego del espectador, que gracias a la c¨¢mara puede situarse en un lugar privilegiado con frecuencia inaccesible a los protagonistas de la aventura, como en el caso del submarino visto en un escorzo, vedado tanto a su tripulaci¨®n como a la del destructor enemigo que desde la superficie trata de localizarlo, y s¨®lo autorizado a estrellas, pulpos y buzos. Tal amplitud y variedad de perspectivas se pone todav¨ªa m¨¢s de manifiesto cuando, tras contemplarlo por fuera, la c¨¢mara se introduce en el interior del submarino, aislado del mundo exterior y carente de toda visi¨®n por la inmersi¨®n a todo lo que permiten los man¨®metros que el comandante ha ordenado para eludir los efectos de las cargas de profundidad. Ni siquiera se ve el peligro que se percibe por el inquietante blip-blip del sonar, que, tras un intolerable crescendo cuya apoteosis culmina con las terribles sacudidas de las cargas, s¨®lo cuando se desvanece permite suponer que la amenaza ha pasado.Con todo, semejantes cambios de puntos de vista -tan bruscos y exagerados como quiera el guionista- no dejan de obedecer a ciertas reglas. En primer lugar, tienen que ser, por as¨ª decirlo, tan naturales como para situar al espectador en un lugar instant¨¢neamente inteligible. No se admite, por ejemplo, contemplar al submarino y al destructor en el mismo plano, separados por la l¨ªnea de la superficie, en el que se proyecten los dos medios, el a¨¦reo arriba y el marino abajo. Ser¨ªa demasiado abstracto y artificioso. Se admite que la c¨¢mara se sit¨²e en el ojo del pulpo, pero no en el de la inteligencia proyectiva capaz de trazar una secci¨®n transversal del aire y mar. Hay adem¨¢s determinadas convenciones que se respetan siempre. En una bastante reciente y no desde?able pel¨ªcula norteamericana de la serie negra, cuando el protagonista viajaba de Nueva York a Los ?ngeles, en pantalla aparec¨ªa un avi¨®n que se mov¨ªa de derecha a izquierda, y cuando aqu¨¦l volv¨ªa de Los Angeles a Nueva York, el avi¨®n lo hac¨ªa en sentido contrario. La c¨¢mara hab¨ªa adoptado el punto de vista no del observador de la Tierra desde el espacio, sino del observador del mapa habitual de Am¨¦rica, con el Polo Norte arriba y el Sur abajo. Con s¨®lo haber invertido la posici¨®n convencional de los polos sobre el papel, el avi¨®n habr¨ªa tenido que moverse en los sentidos opuestos. Y m¨¢s a¨²n, si en lugar de situar los polos en el eje vertical, el artificioso guionista los hubiera colocado en el horizontal, el vuelo a California habr¨ªa resultado una ca¨ªda en picado, en tanto la vuelta de aquel para¨ªso de las multinacionales quedar¨ªa representada como una subida a los cielos. Rupturas convencionales que con frecuencia ha practicado el literato y el pintor para enriquecer la representaci¨®n con un contenido simb¨®lico.
Los cambios de punto de vista han sido aprovechados por el arte literario desde todos los tiempos, y gracias a ellos el lector se ve situado dentro de los muros de Ili¨®n, en el campamento de los aqueos, entre las cumbres del Olimpo o en las tinieblas del Hades, siguiendo los antojos del bardo. Si el punto de vista se deslocalizara en su totalidad y se pudiera desplazar hacia el lugar so?ado por "el espectador de Gauss", un lugar cualquiera del universo que no puede ser ning¨²n lugar particular del universo, para registrar desde all¨ª lo que es fijo y c¨®mo se mueve lo que se mueve, lo ¨²nico que llegar¨ªa al ojo ser¨ªan las leyes que rigen el cosmos. Por eso tanto la ciencia como el arte literario se han afanado por alcanzar el punto ocupado por ?el observador de Gauss", y de ah¨ª ha nacido el mal llamado y poco simp¨¢tico autor omnisciente, el que lo sabe todo, o al menos todo lo que le interesa, y desea transmitir al lector que comparta su punto de vista. Esa inc¨®moda pareja se ha visto incrementada en los ¨²ltimos tiempos gracias a los descubrimientos del profesor Wayne Booth, que con su lector impl¨ªcito, el narrador, el narratario, el autor, la instancia creadora y otros saludables fantasmas ha convertido lo que hasta anteayer parec¨ªa un acto solitario en un fen¨®meno de masas. Gracias a los numerosos seguidores universitarios del profesor Wayne Booth, afectados de fiebre demogr¨¢fica, el ¨²ltimo censo arroja nada menos que 12 personas distintas, cada cual con su punto de vista, que est¨¢n presentes en el simple acto de la lectura. Y si eso es as¨ª, en la soledad de la biblioteca, tambi¨¦n lo ser¨¢ en el aula, en la sala de exposiciones, en la de proyecciones, en el ¨¢gora, en el estadio y hasta en la manifestaci¨®n callejera; una teor¨ªa que parece muy conveniente para conciliar la discrepancia num¨¦rica que se da siempre entre la autoridad gubernativa y los organizadores de la protesta; se trata tan s¨®lo de contar, o de no contar, los fantasmas de Wayne Booth que cada persona llevaba consigo para el acto.
Quiero pensar que una de las mayores diferencias que existe entre el novelista y el guionista es que el primero no s¨®lo introduce cuando quiere el punto de vista que mejor le acomoda para su narraci¨®n, sino que puede violar las convenciones. Si el guionista no lo puede hacer es porque no tiene tiempo. No puede detenerse y explicar al espectador que en el plano siguiente ha decidido alterar la posici¨®n habitual de los polos para justificar el sentido de marcha del avi¨®n. Y si lo hace sin explicaciones est¨¢ perdido, el espectador no le puede seguir y queda perdido y perplejo; en contraste, el lector, con todo su tiempo por delante, acepta cualquier ruptura de las reglas y cualquier cambio de perspectiva con tal de ser advertido de antemano para no verse sorprendido en su buena fe. Semejante proceder no es ni mucho menos patrimonio del literato, sino de todo hombre avispado que adivina que un punto de vista in¨¦dito o un cambio posicional respecto a las convenciones puede producir innumerables ventajas: Jes¨²s de Galilea altera la posici¨®n de Dios respecto a los hombres; An¨ªbal sit¨²a a su izquierda a su infanter¨ªa pesada para enfrentarla a la ligera del adversario; Rembrandt coloca el foco de luz donde no debe estar; Nelson abandona la l¨ªnea paralela de batalla y opta por cruzar la T, y Disraeli hace del partido tory el principal promotor de la segunda ley de Reforma, con la que inaugura la democracia moderna.
Una narraci¨®n movida y trepidante acostumbra a ser respetuosa con las convenciones, cuya ruptura por lo general requiere un tiempo lento. En la misma p¨¢gina no caben dinamismo e innovaci¨®n, y si el literato ha optado en este siglo por la segunda, en buena parte ser¨¢ porque cierta clase de relato se transmite mejor por otro medio que por la palabra escrita. Determinadas actitudes p¨²blicas muy recientes me llevan a pensar que ante ciertos problemas muchas personas prefieren comportarse como espectadores de una pel¨ªcula de acci¨®n antes que como lectores de una novela intimista y compleja. Nada m¨¢s c¨®modo que ver el combate entre el submarino y el destructor desde una posici¨®n privilegiada que no pueden disfrutar ninguno de los contendientes. Ahora bien, siempre que se respeten las convenciones y el resultado sea el previsto; si se cambian los papeles o simplemente la posici¨®n del papel, nadie entiende nada, y cunde por doquier la creencia de que se trata de un fraude. En consecuencia, los protagonistas act¨²an dentro del mismo orden de cosas y a sabiendas de que deben acatar las convenciones para alcanzar el fin deseado por todos. Si en estos a?os en que se ha hablado tanto de cambios -y algunos de los cuales los reconozco sin reservas y aplaudo su oportunidad- algo echo de menos no es precisamente esa traslaci¨®n del punto de vista a aquel desde el que el p¨²blico pueda observar de manera ¨®ptima las haza?as de los protagonistas, no es la observaci¨®n de nuestra ciudadan¨ªa desde el nuevo centro de la figura compuesta por su incorporaci¨®n al concierto europeo, no es siquiera esa hipot¨¦tica colocaci¨®n en el siglo XXI para saber lo que se ha de hacer en lo que queda del siglo XX, no es el constante recurso a la encuesta para sondear al misterioso pueblo; es tal vez, como antes he apuntado, la astucia para romper unas convenciones que mantienen esclavizada la atenci¨®n puesta en la pol¨ªtica, como si de una pel¨ªcula de aventuras se tratara, sin dar tiempo para pensar c¨®mo se pueden romper esas convenciones y qu¨¦ ventajas se obtendr¨ªa de ello.
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