La edad de la sospecha
El joven de cuello exageradamente ancho y barba recortada ya no es un fascista adolescente, sino un hombre fornido de ojos firmes y fr¨ªos que tal vez dispar¨® contra alguien el invierno pasado despu¨¦s de cubrirse la cara con un pasamonta?as en los lavabos de un restaurante y de comprobar un ligero temblor en la mano que sosten¨ªa la pistola. El magistrado sospechoso ha engordado mucho en los ¨²ltimos a?os y se ha quedado completamente calvo: por eso mi amigo, el fot¨®grafo, que se pasa la vida en los juzgados, con su c¨¢mara al hombro y un aire impasible de presenciar desastres, lo vio tantas veces sin reconocerlo, sin acordarse de d¨®nde lo hab¨ªa visto por primera vez, hace tantos a?os, cuando los dos eran mucho m¨¢s j¨®venes. En cuanto al tercer hombre, la tercera cara de esta breve galer¨ªa de sospechosos de los que seguramente nadie se acordar¨¢ dentro de unos a?os, carecemos de im¨¢genes de su pasado, aunque no es muy dif¨ªcil imaginarlo, porque su manera de vestirse y sus largas patillas anacr¨®nicas, ahora encanecidas, sin duda han permanecido invariables en la ¨²ltima d¨¦cada, desde los tiempos en que el joven fascista imaginaba febriles hero¨ªsmos sangrientos y el juez, reci¨¦n terminada la carrera, prepara encarnizadamente sus oposiciones y se somet¨ªa a ese envejecimiento acelerado y voluntario de quienes se empe?an en obtener cuanto antes una posici¨®n respetable en la vida.De pronto, hace unas semanas, mientras disparaba atareadamente su c¨¢mara en los pasillos del juzgado, mi amigo se acord¨®. Su oficio, que es el de apresar rostros furtivos y circunstancias instant¨¢neas, lo ha acostumbrado a mantener en suspenso la memoria, y ha delegado la tarea de recordar en la soluci¨®n qu¨ªmica donde las fotograf¨ªas van misteriosamente revel¨¢ndose bajo la luz rojiza del cuarto oscuro. Armado de su c¨¢mara, con paciencia, con descaro, con temeridad, se mueve en el presente como un fun¨¢mbulo en un cable de acero tendido en el vac¨ªo, y las cosas suceden a tal velocidad en el rect¨¢ngulo diminuto tras el que mira el mundo que apenas ocurridas tiende inmediatamente a olvidarlas. Pero aquella tarde, me dijo, al fotografiar al juez, a quien hab¨ªa visto tantas veces, fue como si nunca hasta entonces se hubiese fijado en ¨¦l, como si sus facciones desconocidas de ahora se ondularan temblando bajo el l¨ªquido transparente del revelado para mostrar otra cara m¨¢s joven, la que el fot¨®grafo s¨²bitamente record¨®, aparecida al cabo de m¨¢s de 15 a?os, trayendo consigo una imagen al principio confusa de corredores y aulas, un sentimiento todav¨ªa oscuro pero muy definido de inseguridad y delaci¨®n: el juez voluminoso y solemne a quien hab¨ªa visto tantas veces pronunciar sentencias, el juez sospechoso de corrupci¨®n, acuciado ahora por micr¨®fonos y magnet¨®fonos y flashes que le hac¨ªan parpadear y agitar las manos como para librarse de una nube de insectos, hab¨ªa sido compa?ero suyo en los a?os lejanos de la Universidad, y para pagarse la carrera hab¨ªa actuado como confidente de la Brigada Pol¨ªtico-Social; un becario voluntarioso y callado, de aquellos que no faltaban nunca a clase, sol¨ªan ir con chaqueta y corbata y tomaban avariciosamente sus apuntes en bancas un poco separadas de las que ocup¨¢bamos los otros, uno de aquellos esp¨ªas que nos se?alaban con un dedo de advertencia y desprecio los compa?eros m¨¢s veteranos y que algunas veces no eran m¨¢s que estudiantes tard¨ªos ensombrecidos por la soledad de las pensiones y por un pasado ceniciento de seminarios y academias nocturnas.
Del otro, el joven fascista, el posible vengador, tambi¨¦n nos acordar¨ªamos aunque no hubieran vuelto a publicarse fotograf¨ªas de su adolescencia, pero nos resulta igualmente dif¨ªcil vincular la cara de entonces a la de ahora mismo; entre las dos se abre un tiempo que se ha extinguido tan sin que nos di¨¦ramos cuenta que no sabemos recordarlo: se nos escapa de la memoria igual que un pu?ado de arena, y nada nos sorprende m¨¢s que la evidencia inadvertida de su vacua duraci¨®n y de sus efectos sobre cada uno de nosotros. Recordamos fechas, desde luego -noviembre del 75, enero del 77, febrero del 81, octubre del 82-, pero una curiosa deficiencia ¨®ptica nos hace verlo todo en un plano sin profundidades ni distancias, como un hier¨¢tico mural: una de sus figuras es la de ese adolescente intoxicado de hero¨ªsmos canallas que en 1984 se deja orgullosamente retratar con un pasamonta?as plegado sobre la frente, una pistola y una gran fotograf¨ªa enmarcada del tirano que muri¨® cuando ¨¦l era un ni?o. De pronto, la figura inalterable cambia, como trizada en un espejo por el aluvi¨®n repentino del tiempo que no supimos que pasaba, y aquel muchacho delgado y desafiante y fan¨¢tico que se parece tanto a otros que conocimos y nos amenazaron con sus himnos y sus palos de b¨¦isbol ha perdido los rasgos y hasta la mirada de la adolescencia para convertirse en un hombre de cara hinchada y barbuda y cuello herc¨²leo de luchador o guardaespaldas.
En la figura del tercer sospechoso tambi¨¦n hay un punto casi desgarrado de jactancia, pero no se trata de la filosa chuler¨ªa fascista ni de la severidad l¨®brega del juez que al vestirse de negro y recitar barrocos considerandos legales siente que posee en sus manos la vida y el porvenir de un acusado. Si no fuera por lo que es, a este hombre nunca le habr¨ªan hecho reverencias los camareros de los restaurantes de lujo ni habr¨ªa pisado alfombras de opulentos despachos ni aparecido en los peri¨®dicos. Si no fuera porque un hermano suyo ha triunfado en la vida, este hombre, que hace 10 o 15 a?os trabajaba oscuramente en una f¨¢brica, ahora gastar¨ªa su jubilaci¨®n en los bares con ruido de televisi¨®n y mesas de formica de una barriada perif¨¦rica y no conocer¨ªa esa turbia celebridad de la que sin duda no deja, a pesar de todo, de sentirse orgulloso; la gente se lo queda mirando por la calle, y cuando aparece su cara en la televisi¨®n, se levanta un clamor de voces en los bares del vecindario: "Si vive ah¨ª al lado, si lo conocen de siempre". Conocen su pendenciera hombr¨ªa de bebedor de co?¨¢ y su dandismo arrabalero y arcaico, la camisa abierta, las gafas de sol, las puntas de las patillas casi roz¨¢ndole la boca, el puro fino que muerde con la misma sa?a que Clint Eastwood en los westerns italianos de los a?os sesenta: como los polic¨ªas de entonces, como los sociales beodos que mostraban su credencial con el mismo gesto con que un minuto despu¨¦s sacar¨ªan la pistola, a este hombre le gusta exhibir su identidad igual que un arma defuego en la penumbra densamente olorosa y rosada de laswhisquer¨ªas; ahora tiene dinero y es alguien, alterna con los poderosos, hace llamadas telef¨®nicas de consecuencias fulminantes y luego cuelga el auricular con la misma rudeza con que muerde sus delgados cigarros, pues no ha cambiado, como tantos, no ha considerado necesario adquirir modales: en la ostentaci¨®n imp¨²dica de su zafiedad hay una especie de venganza de clase.
Sin duda estos tres hombres, unidos ahora en los peri¨®dicos por la notoriedad de la sospecha, no se han encontrado nunca. Posiblemente dentro de unos a?os nadie se acordar¨¢ de ellos; pero sus biograf¨ªas y sus destinos tan dispares constituyen fragmentos de una trama todav¨ªa invisible, p¨¢ginas desordenadas de un libro que nadie ha escrito y tal vez nadie descubrir¨¢, no la historia o la mentira de unos pocos hechos vulgares, sino la materia misma y el subsuelo moral de un tiempo tan est¨¦ril para la vida como para la memoria.
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