La raz¨®n perdida
S¨¢banas manchadas de un l¨ªquido oscuro que tal vez sea sangre, recipientes con huellas de sustancias dudosas, cabezas y plumas de gallinas, velas de cera negra; de madrugada, en las proximidades de un cementerio rural, unos cazadores encuentran por casualidad los residuos de una ceremonia sat¨¢nica, y alguien recuerda que hace unos meses, en una cueva de estos mismos parajes, la Guardia Civil sorprendi¨® a unos ni?os que bailaban enloquecidos alrededor del fuego, y que en una casa modesta del Albaic¨ªn de Granada una mujer fue sometida a un empalamiento atroz, porque dec¨ªan sus familiares que Sat¨¢n la hab¨ªa pre?ado y era preciso exterminar su simiente. Estas cosas suceden en descampados fronterizos y en calles aseadas que tienen geranios en los balcones y azulejos decorativos en las fachadas de las casas. En Roma, mientras tanto, en un despacho del Vaticano, una prominente autoridad eclesi¨¢stica enuncia con ademanes de seda que al diablo le disgusta que se hable en voz alta: Sat¨¢n prefiere el sigilo, y su m¨¢xima victoria es sugerir a los incautos la mentira de su inexistencia. El agua bendita, las oraciones y los exorcismos en lat¨ªn lo disuaden de porfiar en el martirio de sus v¨ªctimas, que muchas veces, nos explica este puntilloso te¨®logo, no lo son del demonio, sino de la enfermedad mental. La Iglesia, pues, no se f¨ªa de las apariencias, pero nos recuerda afectuosamente, incluso con pormenores estad¨ªsticos, que Sat¨¢n existe y es nuestro enemigo, ese Enemigo con may¨²scula de mal augurio que tanto pavor nos daba en la infancia, y que la fr¨ªvola raz¨®n, al negarlo, se convierte en su c¨®mplice.En Almer¨ªa, junto a los animales degollados, encuentran hojas de papel que no ardieron del todo durante el sacrificio y en las que hay nombres escritos con sangre. Alguien asegura que un magnate, cuya identidad no se sabr¨¢, ha costeado el viaje desde Brasil de un reputado nigromante para que provoque la muerte sin sospechas de dos de sus enemigos. Un casquillo de bala, una huella dactilar en la empu?adura de una navaja, la impertinencia casual de un testigo, pueden deshacer la impunidad de un asesino y conducir al descubrimiento de quien lo envi¨®: m¨¢s pr¨¢ctico y mucho menos peligroso es traspasar con agujas un mu?eco de cera o degollar a una gallina o a una cabra, o aniquilar a alguien borrando su nombre. El rabino de Praga que model¨® un Golem para que le asistiera en las tareas dom¨¦sticas escribi¨® en su frente la palabra emet, que significa verdad. Para que se volviera otra vez barro inanimado s¨®lo hab¨ªa que borrar la primera letra, pues met quiere decir muerto. La palabras salvan y matan, una mirada puede ser el instrumento nunca hallado de un crimen, como aquel cuchillo de hielo que se disuelve poco a poco en un vaso de agua mientras los polic¨ªas buscan in¨²tilmente el arma homicida en un relato de John Dickson Carr. En la tienda, una vecina cuyo hijo de ocho a?os lleva semanas sin comer, padece insomnio y se ha quedado muy p¨¢lido, cuenta sin sombra de duda que la curandera del barrio le ha revelado el diagn¨®stico que los m¨¦dicos no acertaron a descubrir: lo que le ocurre al ni?o es que le han echado mal de ojo.
La curandera se instal¨® hace unos meses en un bajo con persiana met¨¢lica y suelo de cemento. Al principio cre¨ªamos que iba a poner una tienda de algo, pero no colg¨® ning¨²n letrero sobre la puerta ni pudo verse que descargaran muebles o cajas de cart¨®n. La persiana met¨¢lica se alzaba puntualmente todas las ma?anas y por la cortina entornada s¨®lo se vislumbraba un espacio vac¨ªo, con algunas sillas de pl¨¢stico junto a las paredes, donde hab¨ªa estampas clavadas con chinchetas. Una de ellas, la del Sagrado Coraz¨®n, dicen que rezum¨® sangre el d¨ªa del Corpus, pero eso fue meses despu¨¦s, cuando ya hab¨ªan empezado a verse desde la ma?ana temprano medrosos grupos de gente esperando junto a la puerta cerrada, no s¨®lo esas mujeres enlutadas y esos hombres vestidos con trajes y sombreros de hace 20 a?os que vienen a la capital en los coches piratas, sino tambi¨¦n las mujeres j¨®venes del vecindario, con la bolsa de la pescader¨ªa y la del videoclub, y hasta hombres con cartera de negocios y muchachos de cabeza rapada y brillante en la oreja. Se oye al pasar ese rumor temeroso de los ambulatorios, apaciguado por el h¨¢bito del sufrimiento y la espera. Se oyen confidencias sobre enfermedades y relatos de curaciones prodigiosas que luego se extienden por los portales numerados del barrio, donde otra mujer, reci¨¦n iluminada por Dios, ha desalojado todos los muebles de una habitaci¨®n pera poblarla de v¨ªrgenes de pl¨¢stico y de escayola pintada y peque?os altares con lamparillas el¨¦ctricas en forma de cirios que parpadean noche y d¨ªa en una penumbra de ventanas clausuradas. En una habitaci¨®n semejante, una mujer gorda y de pelo lacio, que viste un sudario blanco desde que recibi¨® la llamada divina y la potestad de curar imponiendo las manos, mantuvo durante dos semanas insepulto el cad¨¢ver de un hijo suyo de 14 a?os, porque no estaba muerto, como dec¨ªan los m¨¦dicos, sino s¨®lo dormido, y ella iba a despertarlo con sus oraciones. Esta mujer tiene su casa y su santuario en un pueblo del conf¨ªn m¨¢s atrasado y des¨¦rtico de la provincia, y para visitarla se organizan populosas peregrinaciones en autocares alquilados, pues cura con la misma eficacia los desarreglos menstruales que la adicci¨®n a las drogas, habla con los muertos, adivina el porvenir y desbarata los conjuros diab¨®licos.
Pero no siempre bastan las oraciones, las palabras enigm¨¢ticas, el influjo de las manos blandas y calientes sobre la cabeza fervorosamente humillada de un enfermo, no siempre es la mediaci¨®n de Dios la que se pide. Los monstruos arcaicos de la oscuridad y el terror nunca fueron abolidos, y si antes rondaban de noche por los caminos rurales y espiaban a los vivos en las casas mal alumbradas con candiles y sacudidas por temporales que hac¨ªan temblar los vidrios de las ventanas y silbaban en las hendiduras de las puertas, ahora siguen latiendo en el mediod¨ªa objetivo de los hipermercados y murmuran cosas y se arrastran por los pasillos de los pisos de protecci¨®n oficial y en las cocinas donde una luz fluorescente vibra sobre las superficies de los electrodom¨¦sticos. Algunas veces, en el estricto sal¨®n comedor con divanes de eskai y tapices de ciervos, frente al televisor apagado, se celebra durante todo el d¨ªa y toda la noche un aquelarre o un sanguinario exorcismo, pues es preciso arrancar al demonio del vientre de una ni?a pose¨ªda por el. A la ma?ana siguiente, sobre la alfombra sint¨¦tica, la polic¨ªa encuentra un co¨¢gulo de v¨ªsceras y un cuerpo desangrado, y los vecinos dicen que oyeron gritos y c¨¢nticos entre sue?os. Mujeres desali?adas y devotas, con los mandiles sucios de sangre y las manos esposadas, declaran ante el juez que la ni?a, aunque lo parezca, no est¨¢ muerta, que la han librado del demonio. En cuanto a las autoridades eclesi¨¢sticas, reprueban con horror todo exceso y solicitan oraci¨®n y prudencia: al fin y al cabo, nos dicen para nuestro alivio, de cada cien casos de aparente posesi¨®n diab¨®lica s¨®lo dos son verdad... ?Qui¨¦n iba a imaginarse que 200 a?os despu¨¦s del Siglo de las Luces se nos invitar¨ªa tan amablemente a rendimos a los terrores del milenio! En pleno ¨¦xito de Nostradamus y de Satan¨¢s, la limpia y soberana raz¨®n se va volviendo tan infrecuente como la peluca empolvada, como la tolerancia.
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