Adi¨®s a las aulas
Unos meses antes de que se anunciara el cierre definitivo del vetusto colegio, Los Pepinillos, acogedora y no menos vetusta tasca de la calle de Hortaleza, club social en la que se reunieron generaciones y generaciones de alumnos mayores y ex alumnos nost¨¢lgicos, sellaba sus puertas.La tasca y el colegio han sido v¨ªctimas de su fatal destino, del implacablefatum que amenaza a los barrios del centro, despoblados de ni?os y desbordantes de autom¨®viles. Desde 1794, a?o en el que los escolapios recibieron del rey Carlos III unos terrenos para edificar un colegio dedicado a los ni?os pobres, hasta ayer, san Ant¨®n, patrono de las bestias dom¨¦sticas, acogi¨® bajo su patrocinio a muchos miles de madrile?os para desasnarlos con la colaboraci¨®n de los reverendos padres escolapios y de un cuadro de profesores seglares, tanto unos como otros portadores de la m¨¢s exhaustiva y variopinta retah¨ªla de motes sobre sus espaldas. No pod¨ªa ser menos trat¨¢ndose de un colegio que acogi¨® como alumnos a preclaros ingenios de las letras y de las artes.
Muchos a?os antes de pintar para la iglesia del colegio la devota escena de La ¨²ltima comuni¨®n de san Jos¨¦ de Calasanz, don Francisco de Goya, Paquito por entonces, dibuj¨® sus pr¨ªmeros garabatos sobre los bancos de estas aulas, quiz¨¢ tomando como ejemplo para la caricatura a sus severos educadores. M¨¢s de un tir¨®n de orejas recibieron tambi¨¦n en este caser¨®n ese par de buenas piezas que se llamaron Mariano Jos¨¦ de Larra y Manuel Bret¨®n de los llerreros, que afilaron las armE.s de su mordaz iron¨ªa de cara a las pizarras. Alg¨²n cap¨®n qae otro aterrizar¨ªa sobre el glorioso occipucio del ni?o V¨ªci.or Hugo por no aprender a pronunciar las erres, y, a buen seguro, no se librar¨ªan de m¨¢s de tina azotaina ni?os tan d¨ªscolos corno Jardiel Poncela, G¨®mez de la Serna, Camilo Jos¨¦ Cela y Fernandito Arrabal. En los accidentados y broncos patios del colegio sufrir¨ªa el sei-¨¢fico Butrague?o sus primeras entradas a mansalva y sus primeros conflictos con el menisco. Ventura de la Vega imaginar¨ªa sus primeros argumentos dram¨¢ticos, Eduardo Dato y Antonio Maura urdir¨ªan sus primeros parlamentos, Moreno Torroba tararear¨ªa sus primeros compases y Guti¨¦rrez Mellado aprender¨ªa a marcar el paso.
Los padres escolapios no se distingu¨ªan precisamente por su adscripci¨®n a las t¨¦cnicas pedag¨®gicas de vanguardia; el palo y la zanahoria, el premio y el castigo eran sus herramientas favoritas y la memorizaci¨®n exhaustiva de tablas de logaritmos o de reyes godos su habitual dieta.
Ni?os pobres y necesitados
Para no traicionar del todo los principios de su santo fundador, san Jos¨¦ de Calasanz, que cre¨® sus escuelas para educaci¨®n de ni?os pobres y necesitados, los padres escolapios manten¨ªan, exquisitamente discriminados y apartados del resto, a un cupo de alumnos gratuitos que entraban por una discreta puerta trasera, ten¨ªan distintos profesores, jugaban en los mismos patios pero a horas diferentes, y no estudiaban el bachillerato, sino una rancia subespecie de lo que se llamaba cultura general.
El viejo caser¨®n era en los primeros a?os sesenta, cuando el que esto escribe se sentaba en sus aulas, un laberinto de pasillos oscuros, escaleras y patios interiores; cruj¨ªan los tablones del suelo con el paso de los ni?os silenciosos y formados en sempiternas filas de a dos.
Durante unos a?os, el colegio parec¨ªa estar dominado por una extra?a secta que se identificaba por la terminaci¨®n de los nombres propios de sus miembros.
El portero Aquilino, con la tez oliv¨¢cea y el uniforme con galones, de infinitos brillos tras innumerables sesiones de plancha; el padre secretario, Secundino, de corta talla, voz aflautada y ademanes nerviosos; Celestino, el bedel ir¨®nico y larguirucho, capaz de hacer la vista gorda y tapar los desafueros del alumno, y por fin, el padre prefecto, Rufino, de complexi¨®n robusta, pelo a cepillo y mano larga, un aut¨¦ntico prusiano cuya caricatura ten¨ªa un lugar preferente en los lavabos y en los muros cercanos al colegio.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.