El teatro del absurdo
A finales de los a?os sesenta, el dramaturgo Fernando Arrabal fue arrojado a las mazmorras del juzgado de guardia acusado de blasfemia y otras cuantas cosas m¨¢s. Se le hab¨ªa ocurrido, durante un acto de firma de sus libros, dedicar uno de ellos con estas o semejantes palabras (cito de memoria): "Me cago en Dios y en la Patria". Dividido el Gobierno de Franco entre los del Opus y los de Falange, los primeros no soportaron la ofensa al Alt¨ªsimo ni los segundos la injuria a Espa?a. Arrabal fue detenido. A?os de c¨¢rcel se cern¨ªan sobre su cabeza, y la prensa mundial se aprestaba a narrar el tinglado de la represi¨®n franquista contra el m¨¢s conocido autor espa?ol fuera de nuestras fronteras. Maestro en lo suyo, Arrabal explic¨® que en realidad todo era una cuesti¨®n caligr¨¢fica. El habr¨ªa escrito: "Me cago en Dos y en la Patra". El Dos se trataba de un n¨²mero m¨¢gico, una dualidad metaf¨ªsica o no s¨¦ qu¨¦ otros pereridengues. No era blasfemia cagarse en Dos -quiz¨¢ s¨ª en Tres, por lo de la Sant¨ªsima Trinidad- La Patra result¨® ser una gata que el autor ten¨ªa en su apartamento de Par¨ªs y que lo destrozaba todo; acord¨¢ndose en mala hora de ella, decidi¨® descargar las iras contra el animal en la dedicatoria del libro. Era imposible confundir los insultos a la patria con las injurias a un felino. Los jueces aceptaron las explicaciones y Arrabal fue absuelto. Volvi¨® a Par¨ªs para aclarar enseguida que se hab¨ªa cachondeado, y a mucha honra, de la justicia franquista.Quiz¨¢ sin saberlo, S¨¢enz de Santamar¨ªa, el ginec¨®logo perseguido y humillado en M¨¢laga, ha inaugurado un cap¨ªtulo nuevo de la escenograf¨ªa del absurdo, digno de los v¨ªa crucis de Semana Santa, tan afines a la tradici¨®n andaluza. Est¨¢ en prisi¨®n incondicional despu¨¦s de que criticara acremente a la fiscal¨ªa y a la audiencia, y encara acusaciones tan graves como para conducirle por varios a?os a la c¨¢rcel. El motivo de que no obtenga la libertad con fianza es, seg¨²n la juez que literalmente le emplum¨®, la alarma social producida por sus declaraciones. Con todos mis respetos a la judicatura y sus poderes m¨¢ximos, y aun reconociendo que no se debe insultar a nadie y que las palabras del galeno merecen una justa reprensi¨®n, a m¨ª el proceder de S¨¢enz de Santamar¨ªa es el que menos, alarma me sugiere de entre todos los de esta historia.
Creo, en cambio, que este pa¨ªs tiene raz¨®n para preocuparse por las actitudes, las declaraciones y las decisiones de quienes se han ensa?ado con el comadr¨®n, al que le env¨ªo mi solidaridad, como ex reo que soy de desacato a los jueces. Que despu¨¦s del esc¨¢ndalo formidable -y evidente- creado por la sentencia del Tribunal Supremo contra S¨¢enz de Santamar¨ªa, del protagonizado por la Iglesia -irrumpiendo en la actual campa?a electoral al hilo precisamente de la cuesti¨®n del aborto-, del organizado por los fiscales -airadamerite divididos en la cuesti¨®n del indulto al obstetra-, de la persecuci¨®n inquisitorial del colegio de m¨¦dicos contra ¨¦ste, de las disensiones en el Consejo del Poder Judicial y de la acusaci¨®n final de la fiscal¨ªa por injurias a altos organismos del Estado, se diga ahora que la alarma social la provocan unas acaloradas palabras de alguien sometido a la tensi¨®n emocional que S¨¢enz de Santamar¨ªa ha soportado en las ¨²ltimas semanas es casi, casi, enternecedor. Y lo ser¨ªa del todo si no anduvieran en juego no s¨®lo la libertad y el buen nombre de una persona, sino el buen nombre y la dignidad de la Administraci¨®n de justicia, su compromiso con el sistema democr¨¢tico -atacado ahora desde los p¨²lpitos en nombre de la definici¨®n de lo que es natural o no- y su integraci¨®n en la realidad social de este pa¨ªs.
No tengo mayor formaci¨®n jur¨ªdica que la que me ha dado la experiencia de haber sido una vez condenado, cinco procesado, decenas demandado y cientos objeto de diligencias previas a lo largo de mis 13 a?os de dirigir este peri¨®dico. He visto, como el resto de los espa?oles, toda clase de jueces, buenos y malos, del antiguo y del presente r¨¦gimen. Y he asistido impotente a la contemplaci¨®n de los escasos esfuerzos por democratizar la justicia, mientras cund¨ªan las protestas reaccionarias por el hecho de que el Consejo del Poder Judicial respondiera a los equilibrios parlamentarios, fruto del sufragio y de la voluntad de los espa?oles. Ahora contemplo, con asombro, c¨®mo despu¨¦s de que Alfonso Guerra quisiera enterrar malamente a Montesquieu, le salen a ¨¦ste defensores de la m¨¢s variada cala?a, ignorando que la independencia de los jueces exige toda fuga del corporativismo y toda clase de resortes democr¨¢ticos que permitan a la sociedad ejercer un control sobre sus actividades, errores e infamias si se dieran. De los tres poderes que el revolucionario galo consagrara como pilares de la libertad, s¨®lo dos, el ejecutivo y el legislativo, han sufrido transformaciones democr¨¢ticas. Estoy seguro de que ¨¦sta no era la diada objeto de las iras de Arrabal. La resistencia del aparato de la justicia a transformarse, a modernizarse -no s¨®lo informatiz¨¢ndose- y a acoplarse al desarrollo del pa¨ªs es formidable. O sea, que no es dif¨ªcil ver delincuentes sociales escapar a Brasil o a Alemania, o militares rebeldes que se levantan en armas contra la Constituci¨®n irse tan tranquilos a su casa, mientras que un se?or que llama chula a la autoridad que le reprime es encarcelado sin condiciones, para que se entere.
El ordenamiento jur¨ªdico espa?ol prev¨¦ algunos sistemas que ayudan a limitar la capacidad de error o desvar¨ªo de los jueces. Entre los m¨¢s notables hay uno, insistentemente paralizado por los diferentes Gobiernos, que es la demanda constitucional de una ley del jurado. (Ya es paradoja que ¨¦ste sea tambi¨¦n el apellido de la se?ora juez de M¨¢laga que ha aprehendido al ginec¨®logo.) El jurado ya ha existido en Espa?a, forma parte de los sistemas de difusi¨®n del poder, consustanciales a la democracia, y es de f¨¢cil implantaci¨®n te¨®rica. En los delitos de opini¨®n y esc¨¢ndalo p¨²blico, como en todos los relacionados con la protecci¨®n de las libertades, ayudar¨ªa a resolver los males que el aparato judicial es incapaz de desterrar de s¨ª mismo. Tampoco se discute nada, o casi nada, del sistema de selecci¨®n de jueces, del complicado aparato administrativo y procesal que mantiene nuestra Administraci¨®n, o del incumplimiento horario y laboral de muchos magistrados, fiscales, forenses y un largo etc¨¦tera, cuya desidia afecta a los derechos de los contribuyentes y al prestigio y respetabilidad de la justicia misma.
Comprendo que a algunos les rechine leer estas cosas en un momento en que, desde sectores de la polic¨ªa y los sistemas represivos del Estado, se quiere dificultar un recto entendimiento de la independencia judicial. Pero eso mismo pone de relieve que el mundo no se divide en malos y buenos: si es preciso garantizar y reforzar esa independencia frente a los otros poderes, es tambi¨¦n necesario asumir que ha de hacers¨¦ en nombre de los derechos de los ciudadanos y no de los intereses de unos pocos. Mientras el Gobierno no aborde con la seriedad precisa la reforma de la Administraci¨®n de justicia; mientras asistamos a la resurrecci¨®n de poderes f¨¢cticos que pretenden definir pol¨ªticamente no s¨®lo lo divino, sino tambi¨¦n lo humano, con desprecio confesado a la ley de las mayor¨ªas que rige en toda democracia; mientras los intereses corporativos de las clases del Estado sigan primando sobre los de los electores, se suceder¨¢n casos como el que comentamos. Una sociedad tiene que confiar en sus jueces si quiere funcionar adecuadamente. Me parece que no es incurrir en desacato -cosa, por otra parte, muy f¨¢cil, toda vez que quien as¨ª lo decide es siempre juez y parte en el asunto- decir que es tambi¨¦n obligaci¨®n de fiscales y magistrados saberse ganar esa confianza. En tanto as¨ª no sea, la justicia corre siempre el peligro de apelar al cinismo. Y sentenciar¨¢n las gentes que, al hac¨¦rselo en la Patria, Arrabal en realidad se ji?aba en un gatito.
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