Recuerdos de la frontera
A ?ngel Campos
No es extra?o que una revista como Espacio / Espa?o Escrito haya nacido en la frontera. Hojeando su ¨²ltimo n¨²mero -tan deslumbrante como todos-, leyendo una p¨¢gina en espa?ol y otra en portugu¨¦s, he recordado los tiempos en que en la Extremadura fronteriza se daba la ¨²nica forma de iberismo que no se agotaba en su propia ret¨®rica. Son recuerdos muy fr¨¢giles y demasiado n¨ªtidos y d¨®ciles para no sospechar que empiezan ya a convertirse en ilusi¨®n, pero hace poco estuve por all¨ª y visit¨¦ algunos lugares donde a¨²n quedan los ecos de aquel irrepetible suceso social. Y as¨ª, pir ejemplo, a un lado del arroyo sigue existiendo el mismo casCr¨ªo donde, como hace muchos a?os, se venden botas crudas, cer¨¢rnica de Macao, comestibles, l¨¢mparas colgantes y relojes de pared y consola que exageran el lujo hasta la pesadilla, juegos de s¨¢banas de algod¨®n o franela, caf¨¦ y otra vez cer¨¢mica: ciervos heridos, galanter¨ªas neocl¨¢sicas, escenas pastoriles y. encapuchados en papel de estraza, falos atl¨¦ticos y descomunales, de un verismo tal que m¨¢s parecen piezas de casquer¨ªa. que perendengues decorativos de car¨¢cter er¨®tico. De la parte de ac¨¢, cruzando un puestecillo de tablas sueltas, otro caser¨ªo ofrece tambi¨¦n sus mercanc¨ªas: vajillas de duralex, repuestos automovil¨ªsticos, adelantos t¨¦cnicos en general. A arribos lados hay perros tumbados al sol en medio de la calle, gallinas sueltas, mujeres de luto, ni?os pelories, alguna taberna de mostrador muy alto donde despachan quintos de cerveza y almejas chilenas. Como en todo lugar fronterizo, se habla poco, y lo dem¨¢s se sobreentiende. Unviejo que toma el fresco bajo un n¨ªspero brinda su indiferencia como un modo de cortes¨ªa o de discreci¨®n. Es un gesto ya in¨²til, e incluso pretericioso, porqu¨¦ hace mucho tiempo que concluy¨® por aqu¨ª la edad de oro. Prueba de ello es que, en las afueras, a la sombra mezquina de una caseta de mezcla, tres guardias civiles hacen corro jugando a los chinos. Y m¨¢s all¨¢, tambi¨¦n en decadencia, hay un complejo religioso con ermita de estilo colonial, merendero y dependencias anejas donde a?os atr¨¢s se expend¨ªan reliquias certificadas de la Virgen de Chandavila, que es como se llama a la que se apareci¨® por aqu¨ª sobre una encina a tres ni?os pastores poco despu¨¦s de que lo hiciera en F¨¢tima. Pero, bien por la expansi¨®n del escepticismo, bien por la crisis de la mentalidad rural o de la del mero contrabando, el caso es que en este emporio de la fe ya no se oyen bisbiseos de novenas, sino s¨®lo, como un remedo, el rumor del aire entre los eucaliptos.
En los tiempos de esplendor, cuando al anochecer se apagaban las luces de los caser¨ªos, del merendero y de los cirios, se encend¨ªa al cabo de un barbecho la candileja de un puticlub con techo de uralita, barra americana de aglomerado y m¨²sica a cargo de un acordeonista que tocaba fados y pasodobles, y a cuyo son iban llegando a campo traviesa hombres con olor a chivo y a mecha de candil, vestidos de limpio y con alg¨²n ramito oloroso cogido al paso en el cintillo del sombrero. Pero hoy, en trance de extinci¨®n la vida campesina, ya no suena la m¨²sica, y se ignora a qu¨¦ marinos podr¨ªa atraer a sus playas el reclamo de la candileja.
Toda esa vaga perspectiva urban¨ªstica se nombra El Marco, y es uno de los tantos lugares fronterizos donde en otro tiempo se desarroll¨® un tipo de vida del que hoy apenas quedan ya los rescoldos. A unos pocos kil¨®metros de all¨ª, en una hondonada, est¨¢ La Codosera, un pueblo de algo m¨¢s de 1.500 habitantes. A¨²n hacia 1950, en La Codosera se hablaba de d¨ªa en espa?ol y de noche en portugu¨¦s, o en portu?ol, que es un castellano con tonada portuguesa y entreverado de palabras mestizas, de esas que a veces encontramos en el decir de ValleIncl¨¢n. La noche era la hora de los negocios (caf¨¦, az¨²car, tabaco), y tanto los contrabandistas como los guardias civiles, que hab¨ªan compartido mesa y baraja hasta el final de la tarde, con las primeras sombras se ajustaban unos el sombrero y otros los correajes y sal¨ªan al campo a jugar por trochas y veredas a uno de los juegos m¨¢s viejos del mundo: el de las fugas y asechanzas. La frontera herv¨ªa entonces de gente busc¨¢ndose la vida, en esos a?os de miseria en que la vida consist¨ªa para muchos en ganarse, con ingenioso sudor, el sustento diario.
En aquella ¨¦poca, por ejemplo, por toda la Extremadura arrayana pod¨ªan verse a¨²n cuadrillas de hombres con sacos a la espalda. Aparec¨ªan a finales de abril. Vest¨ªan pantalones estrechos, blusas flojas y un gorro alto y blando que, rematado en un madro?o, se inclinaba en la punta a¨ªrosamente. Todav¨ªa a m¨ª me toc¨® conocerlos, y formaron parte de mis terrores infantiles, porque los ni?os cre¨ªamos entonces, alentados a veces por las madres, que aquellos hombres no eran otros que los aut¨¦nticos sacamantecas. Les llamaban los rati?os, y tard¨¦ en enterarme de que no eran los camu?as, sino portugueses que ven¨ªan huyendo del espectro del hambre. Se ofrec¨ªan s¨®lo por la comida, aunque lo com¨²n es que se les pagase a tanto la fanega. Segaban habas en mayo, cebada y avena en junio, trigo en julio y agosto. Durante la guerra y los primeros a?os de la posguerra trabajaban de noche para burlar las leyes del racionamiento, y dorm¨ªan all¨ª mismo, en el corte, arrebujados en la manta que cada cual tra¨ªa en el saco junto con la impedimenta personal. Por las ma?anas les daban sopa de pan y tomate, a mediod¨ªa, garbanzos y tocino; para la cena, gazpacho, queso y suero. Los rati?os eran de tierra adentro, hablaban en portugu¨¦s cerrado y al final del verano desaparec¨ªan hasta el pr¨®ximo abril. A veces tambi¨¦n ven¨ªan mujeres, que las contrataban para deshierbar y que por no perder la blancura de carnes se hac¨ªan calzones con las enaguas, y usaban pa?uelos muy ce?idos, con un nudo de pirata en la frente, y sombreros de paja de amplio vuelo.
Otra cosa eran los portugueses que se acomodaban por a?o en los cortijos fronterizos. ?stos eran los arrayanos de verdad, y los que en d¨ªa de libranza aparec¨ªan por las cantinas con sus trajes marrones de cut¨ª, el chapeo terciado en un intento de dignidad m¨¢s que de garbo, tratando a todo el mundo de vos, due?os de la sabidur¨ªa rec¨®ndita que proporciona el mestizaje y haciendo nostalgias del silencio e hidalgu¨ªa de la necesidad. Una de las ¨²ltimas figuras de este retablo hist¨®rico se llama Maneli, y sigue siendo pastor, como lo ha sido siempre. Presume de ser el mejor pastor de toda la raya y de tener la mejor campaniller¨ªa que por all¨ª se ha conocido; es decir, que su reba?o suena mejor que cualquier otro. Se pasa las ho-
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ras, en efecto, templando las esquilas con una lima para que cada una d¨¦ una m¨²sica clara y distinta. Y cuenta que, combinando los graves y los agudos al andar presto o largo de los animales, y dirigiendo luego los movimientos del reba?o con maestr¨ªa de pastor de orquesta, ha conseguido interpretar algunos compases de zarzuelas famosas. "Os pastores somos moito artistas", le gusta decir la noche del s¨¢bado, con un ins¨®lito vaso largo de licor en la mano, un rubio en la otra y la escarapela del sombrero guarnecida con una varita de lavanda. Maneli gasta a¨²n una bicicleta alta y seria, que lleva decorada profusamente, como borrico en Domingo de Ramos, y que desentona en estos tiempos en que el que menos usa moto y muchos entran en las discotecas espole¨¢ndose las nalgas con llaves de autom¨®viles que lucen pegatinas, rabos sint¨¦ticos de zorro, cristobalones, perritos cabeceantes, zuecos diminutos colgados de] retrovisor y, en fin, todo ese derroche est¨¦tico con que el pobre o el advenedizo finge y celebra la riqueza.
Y junto con los arrayanos, que eran gente m¨¢s o menos estable, transitaban por los caminos de la frontera curanderos -que sanaban las fiebres tercianas con el aliento y un ensalmo-, zahor¨ªes de aguas y metales, acordeonistas, violeros y otros muchos que hac¨ªan de la supervivencia un arte de cuyas obras ya no quedan noticias.
S¨ª ha permanecido, sin embargo, como peso mostrenco en la memoria, el monstruo bic¨¦falo del iberismo, que se reaviv¨® por esas fechas. Iberismo es un artilugio pol¨ªtico que con raz¨®n produce malestar ideol¨®gico. Suena a encuentro cortijero y ferroviario entre Franco y Salazar, a sobremesa de cacer¨ªa, a bachillerato de posguerra, a la prosa cosmopolita y gaditana de Jos¨¦ Mar¨ªa Pem¨¢n. Pero, tras las nieblas ret¨®ricas, algo espont¨¢neo y noble sobrevive de la vieja mentalidad arrayana. No es por eso extra?o que sea precisamente en Badajoz donde haya aparecido Espacio / Espa?o Escrito, quiz¨¢ la mejor y m¨¢s honda revista literaria hispano-portuguesa. El curioso encontrar¨¢ all¨ª p¨¢ginas in¨¦ditas de Pessoa, de Julio Caro Baroja, de Saramago, de Carmen Mart¨ªn Gaite, de Javier Pradera, de Assis Pacheco, de An¨ªbal N¨²?ez, de Jos¨¦ ?ngel Valente, de Cesariny o de Llardent. He ah¨ª un lujo ins¨®lito y silencioso de la periferia cultural. Tan silencioso e ins¨®lito como si fuese una reminiscencia de aquella vida fronteriza de] contrabando, donde de d¨ªa se hablaba en castellano, de noche en portugu¨¦s y a cualquier hora en portu?ol. Cosas as¨ª animan a pensar que entre Portugal y Espa?a puede haber algo m¨¢s que el tedio diplom¨¢tico o la vana y vieja facundia del iberismo.
Luis Landero es escritor.
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