La desmoralizaci¨®n
LA CORRUPCI?N no es algo consustancial al sistema, sino una excrecencia del mismo. Afirmar que en la Espa?a actual hay m¨¢s corrupci¨®n que durante el franquismo es tan absurdo como asegurar que hay menos. No podemos saberlo, no son t¨¦rminos comparables; pero es sobre todo enormemente desmoralizador, y, por serlo, gravemente desmovilizador. Es desmoralizador que, lejos de cualquier autocr¨ªtica, esa comparaci¨®n sea planteada por pol¨ªticos de convicciones democr¨¢ticas con el regocijo de quien ve confirmado su pron¨®stico. Lo del cardenal Taranc¨®n es algo diferente, porque no se trata de un pol¨ªtico en activo y porque su tono es m¨¢s de lamento por las esperanzas defraudadas que de complacencia.Pero es tambi¨¦n desmovilizador: si todos los sistemas fueran iguales, si la democracia no implica una superior exigencia de moralidad y transparencia en los comportamientos y de sujeci¨®n de ¨¦stos a la ley, ?en nombre de qu¨¦ combatir esa corrupci¨®n que se denuncia como generalizada? Esa forma de plantear la cuesti¨®n constituye, por lo dem¨¢s, una excelente coartada para quienes consideran que las acciones humanas no son evaluables por s¨ª mismas, sino en funci¨®n del sujeto que las realice (y de las intenciones subjetivas que se atribuya). Admitir la l¨®gica de los analogistas permitir¨¢ cambiar de conversaci¨®n con la conciencia tranquila a quienes, como el propio Felipe Gonz¨¢lez, consideren "una estupidez" cualquier paralelismo con el franquismo. Sin embargo, en este como en otros terrenos, no es imprescindible que algo sea igual o peor que entonces para ser preocupante.
Lo es que cada d¨ªa traiga su fardo indiscriminado de esc¨¢ndalos -reales o aparentes- relacionados con conductas corruptas, tengan o no encaje en el C¨®digo Penal. Frente a la opini¨®n, en el fondo supersticiosa, de quienes se complacen en considerar que Espa?a sigue siendo un caso especial en todo, no es ¨¦ste el ¨²nico pa¨ªs infectado por el virus: desde los sobornos de Jap¨®n hasta la autoamnist¨ªa francesa o la permanente corrupci¨®n difusa italiana, no son ejemplos lo que faltan. Por no faltar, ni siquiera nos hemos privado de esos predicadores especializados en denunciar aquello de lo que ellos mismos constituyen ejemplo eminente: la moral del ¨¦xito y el dinero f¨¢cil. La corrupci¨®n, entendida como utilizaci¨®n del poder para un inter¨¦s privado, existe en Espa?a, aunque no parezca ser cualitativamente mayor que en la mayor¨ªa de los pa¨ªses de nuestro entorno.
Si la desmoralizaci¨®n est¨¢ siendo aqu¨ª m¨¢s profunda es porque la democracia es entre nosotros conquista reciente (lo que resalta el contraste entre expectativas y realidades) y porque la debilidad de los partidos, y del asociacionismo en general, ha personalizado mucho la relaci¨®n entre los ciudadanos y las instituciones con que se identifica y sobre las que proyecta su fidelidad. Cuando la ministra portavoz dice que una cosa es descabellada salvo orden en contrario del jefe y cuando el presidente mismo presenta como primera cualidad de un nuevo ministro el hecho de conocerle desde hace 25 a?os est¨¢ ilustr¨¢ndose el reflejo que esa personalizaci¨®n produce en el poder.
La combinaci¨®n entre expectativas desmesuradas y personalizaci¨®n de la pol¨ªtica hace que el ideal liberal de igualdad de los ciudadanos ante la ley y la justicia, el fisco y el acceso a los oficios p¨²blicos se exprese prioritariamente en exigencia de ejemplaridad por parte de los pol¨ªticos.
Ejemplaridad entendida sobre todo como renuncia a privilegios (gremiales, de casta). Por eso, lo m¨¢s desmoralizador no ha sido la corrupci¨®n en s¨ª, sino la ausencia de altura moral en la respuesta dada a su denuncia. El atrincheramiento en las instituciones, la negaci¨®n de la evidencia, el desplazamiento de la responsabilidad hacia los medios de comunicaci¨®n, el resistencialismo c¨ªnico: ponerse el casco y esperar a que un nuevo esc¨¢ndalo -a poder ser de la competencia (de un partido u otro, del sector p¨²blico o de la sociedad civil)- haga olvidar el anterior, son algunos rasgos que han venido repiti¨¦ndose cada vez. De ah¨ª que la dimisi¨®n de Garc¨ªa Valverde, aun siendo de caj¨®n, haya tenido el m¨¦rito de la novedad. Ello no s¨®lo contrasta con casos como el de Hormaechea, sino que invita a pensar en lo diferentes que hubieran sido las cosas para la (arruinada) carrera pol¨ªtica de Alfonso Guerra de haber tenido m¨¢s reflejos (democr¨¢ticos).
De poco servir¨¢n las protestas de voluntad regeneracionista mientras su aplicaci¨®n siga aplaz¨¢ndose para el caso siguiente o excluyendo a los de la propia cofrad¨ªa. Hoy la batalla contra la corrupci¨®n es ante todo la batalla contra la impunidad. Que los mecanismos de control del poder pol¨ªtico y administrativo no sean orillados, que funcionen en plenitud y con rigor, separando el grano de la paja y no enmendando a todos. Mientras no se oiga su fragor cundir¨¢ la desmoralizaci¨®n y seguir¨¢ ensanch¨¢ndose la trinchera que se ha abierto entre profesionales de la pol¨ªtica y ciudadanos en general.
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