El muro
Se escucha ruido de muebles en la Casa Blanca yen el MaIl de Washington cae una niebla h¨²meda sobre las hojas rojas de las hayas. El urbanista L'Enfant dise?¨® ese enorme espacio para que lucieran ah¨ª los s¨ªmbolos m¨¢s rotundos de la gran naci¨®n americana: el obelisco desviado en el centro, la c¨²pula del Capitolio a un lado y el templo de Lincoln al otro, y basta cruzar el Potomac para ver a los cinco abanderados de bronce tomando posesi¨®n de Iwo Jima. A veces hasta la hierba est¨¢ peinada con esa coqueter¨ªa militar de los imperios: banderas, soldados, triunfos y palabras conviven con los mirlos y las ardillas grises del oto?o. Se arrastran maletas y ba¨²les por la Casa Blanca y, junto a la verja, una gallega llamada Concepci¨®n pasea su pancarta contra las armas nucleares ante la mirada vac¨ªa de un racimo de homeless. Dicen que el nuevo inquilino no quiso ir a la guerra, y eso, por lo visto, es feo y casi cercano a la traici¨®n. Pasa un coche de un antiguo combatiente armado con un meg¨¢fono. Arrastra carteles que recuerdan que, en su juventud pacifista, Clinton quem¨® la misma bandera que el combatiente jur¨® defender. Se detiene ante el muro negro donde est¨¢n escritos los 53.000 norte americanos ca¨ªdos en Vietnam, un monumento vergonzante sobre la hierba triunfal de Washington: la ¨²nica construcci¨®n que no se levanta hacia el cielo, la ¨²nica que mantiene en pie a padres viejecitos que gu¨ªan los dedos de otros viejos hac¨ªa el nombre grabado de sus hijos muertos. Todas las guerras acaban resueltas en esos nombres de m¨¢rmol y en esos dedos y esos labios posados sobre una letra, o en esas manos del padre de Sarajevo sobre su ni?o acristalado que huye de la matanza. En esos inventarios de muerte no hay barnices de glorias pasadas, sino la perplejidad de unos nombres que forman un enorme crucigrama donde todos los cuadros son negros. Al final de una guerra s¨®lo queda una mano sobre el fr¨ªo.
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