Impresiones de un impresionista
Impressions de Pell¨¦as
Impressions de Pell¨¦as, basado en P¨¦lleas et M¨¦lisande, de Maurice Maeterlink, m¨²sica de Debussy. Int¨¦rpretes: G¨¦rard Theruel, Ai-Lan Zhu, Wojciech Drawoicz, Jean-Cl¨¦ment Bergeron, Sylvia Schluter, Alexandre Abate. Piano, Claude Lavoix y Jeff Cohen. Realizaci¨®n musical de Marius Constant. Escenograf¨ªa y vestuario: Chlo¨¦ Obolensky. Iluminaci¨®n: Jean Kalman. Director: Peter Brook. Festival de Oto?o 1992. Teatro de la Comedia, 21 de diciembre.
Prefiero la ¨®pera. M¨¢s que la ¨®pera, prefiero por una parte la pieza de Materlinck, por otra la partitura de Debussy. Maeterlinck la escribi¨® en 1893; Debussy la music¨® en 1904 y, cuando se estren¨®, dur¨® aquella ¨²nica noche. Y Debussy no escribi¨® nunca m¨¢s una ¨®pera. Lo que pretend¨ªa era importante, y fue seguido despu¨¦s: hacer con el poema dram¨¢tico de Maeterlinck, con su rico y sonoro franc¨¦s, una m¨²sica con extensos recitativos sin necesidad de rimas, ni de arias. Para esa ¨¦poca era demasiado pronto; para la nuestra, demasiado tarde. El idioma se descompone en la m¨²sica y su capacidad expresiva se deshace: digo, con respecto a este juego de cantantes no excesivamente importantes y con la reducci¨®n de la partitura orquestal a dos pianos.Maeterlinck era un hombre de su tiempo, y bastante del de Freud. Era angustiado, esot¨¦rico, creyente sin una religiosidad aceptable -la cat¨®lica meti¨® en el ¨ªndice sus obras-; escribi¨® sobre la muerte y sobre el alma; ahondaba en lo on¨ªrico, que es el lugar donde se desarrolla la acci¨®n de esta obra: el escenario ser¨ªa la mente, y Peleas y Melisenda, personajes del caracter¨ªsticos del ciclo carolingio, ser¨ªan s¨ªmbolos de la culpabilidad y de la inocencia. De s¨ªmbolos est¨¢ todo lleno, y muy caracter¨ªsticos: la misma Melisenda, llegada de no se sabe donde y que parte hacia la muerte sin revelarlo; el agua, el anillo sumergido, el valor de la luna clara. Peter Brook, en esta reducci¨®n, superpone los suyos. Y Mefisenda es japonesa -lo es la cantante- y viste con trajes de su naci¨®n, o con una l¨ªnea art¨ªstica de ellos; y se siente y se rnueve como una japonesa, y a. veces parece Madama Butterfi, y en alg¨²n momento -en el del desastre de su amor- parece a punto de harakiri. Es uno de los juegos caracter¨ªsticos del cosmopolitismo de este director y de su bella manera de mezclar la humanidad. Puede ser que el japonesismo suponga el mundo misterioso de donde llega la mujer; al marcarlo de esa manera, cambia un misterio por otro que ya no lo es: ni siquiera parece que est¨¦ lejos Jap¨®n, y los japoneses son hoy s¨ªmbolo de un curioso ingenio marchante y trabajador.
Toques m¨¢gicos
Si el del lenguaje y el s¨ªmbolo se deshacen, los misterios se indican con el dedo y se balizan, la ¨¦poca se hace concreta, el poema pierde su franc¨¦s con la pronunciaci¨®n extranjera y con las cesuras musicales, y la m¨²sica pierde su sonido esencial -su orquesta que tiene unos toques tambi¨¦n lejanos y extra?os-, y se convierte en dos pianos que parecen m¨¢s bien dispuestos para que los repetidores ensayen a la compa?¨ªa, no s¨¦ lo que queda. Porque tampoco las voces son grandes, naturalmente: no estar¨ªan ah¨ª. Quedan, apurando la buena intenci¨®n, ciertos toques m¨¢gicos de Brook, una luz de luna cruda y desesperante que da algo de terror a la escena, alguna densidad en los di¨¢logos, una cierta pureza en el amor. Porque lo que yo veo -digo "yo" por se?alar el culpable de estos errores de espectador- es una obra de amor y de tri¨¢ngulo amoroso, y en ning¨²n caso los juegos freudianos que acompa?aron siempre a sus dos grandes autores, que impregnaban su ¨¦poca y que han traspasado hasta la nuestra, tan distinta. Estoy seguro de que las impresiones que le produjo a Peter Brook la lectura y el estudio de la tragedia po¨¦tica y la escucha de su m¨²sica de concierto -m¨¢s que de representaci¨®n- tienen que ser m¨¢s acertadas y m¨¢s importantes que las m¨ªas. Pero cuando se trae unos t¨ªtulos, un texto y la nostalgia de una m¨²sica cargada de tradici¨®n de la gran cultura de una de las mejores ¨¦pocas europeas -el siglo hasta la segunda posguerra mundial; la cultura fue capaz de traspasar la primera guerra pero fue herida de muerte con la segunda- es inevitable que los espectadores lleven al teatro su propia carga, sus propias impresiones antiguas, y vean y perciban seg¨²n ellas. Las m¨ªas, en este caso, no son favorables: no consigo que coincidan con lo que vi y o¨ª anoche.
Las del p¨²blico, si. A¨²n sentados en unas gradas sin respaldo respet¨® la obra con muy pocas ausencias -dura poco m¨¢s de hora y media-, y aplaudi¨® con un entusiasmo que se hizo audiblemente superior al aparecer el querido Peter Brook en escena durante unos segundos.
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