Emilio Lled¨®, la activa melancol¨ªa
Los amigos canarios de Emilio Lled¨® el profesor de Filosof¨ªa que ha hecho del silencio una met¨¢fora del pensamiento y de la palabra, han querido dedicarle un homenaje, una especie de doctorado honoris causa, que es un doctorado profundamente moral. Un doctorado ¨¦tico.Lled¨® fue profesor de todos ellos en La Laguna -su primera universidad- durante unos a?os esperanzados y terribles, cuando a¨²n era 1968 y la oscuridad en Espa?a resultaba una amenaza para el entusiasmo, una inflexi¨®n profunda y perpleja 1 de la libertad. ?Ad¨®nde ¨ªbamos entonces? A¨²n estaban como puntos de referencia de los j¨®venes de entonces las presencias lejanas, parcialmente desconocidas -oscurecidas por aquel tiempo oscuro- de Sartre, de Camus, de Bertrand Russell y de Ernesto Che Guevara, al que, por otra parte, acababan de matar.
Siempire acababan de matar a alguien: en Vietnam, en Bolivia, en Espa?a. Era una cultura que trataba (te desprenderse de la memoria de la muerte y al tiempo estaba abocada a la muerte, al cansancio, a los adoquines grises que unos j¨®venes de Francia quisieron extraer para ver si debajo de aquella monoton¨ªa se hallaba verdaderamente el mar.
Aire fresco
En aquel clima, Emilio Lled¨® entr¨® en la universidad como si fuera una bocanada de aire fresco; reflexivo, dubitativo, vital y melanc¨®lico, fue enseguida un punto de referencia, espectador y part¨ªcipe de todas las indecisiones de los j¨®venes de aquel tiempo. Enseguida adquiri¨® la estatura del maestro y rompi¨® poco a poco los viejos muros de las aulas. Su disciplina era la Historia de la Filosof¨ªa, pero en realidad su pasi¨®n era la vida, y, por tanto, la escritura, lo que queda indeleble de, los hombres. Ten¨ªa 35 a?os, pero ya todos le trataban de usted y le llamaban maestro.
Sus clases eran reflejo de esa voluntad suya de convertir los muros en aire y lo consigui¨® hasta tal punto que lo que ense?aba era seguido no s¨®lo por sus disc¨ªpulos naturales, aquellos que estaban obligados a aprobar su asignatura para seguir camino en la vida, sino por otros alumnos -e incluso profesores- a los que fascin¨® su manera de ver un universo que entonces se presentaba apocopado, mustio, el territorio de la nada y del porvenir de la nada.
Era una manera distinta de hablar, de entusiasmarse, de estar m¨¢s cerca -y no en el sentido tradicional de la palabra- de Dios. Le gustaba -le gusta: se habla en pasado s¨®lo para resaltar la propia nostalgia de su magisterio- relacionar la expresi¨®n actual con la expresi¨®n de los cl¨¢sicos, y sus etimolog¨ªas recurrentes -entusiasmarse: estar en Dios, literalmente, por ejemplo- festoneaban sus clases como juegos de palabras en los que convocaba como c¨®mplices a Plat¨®n, a Arist¨®teles o a Homero.
Hizo entonces, y sigui¨® haci¨¦ndolos, actuales a los cl¨¢sicos, a los que tra¨ªa a sus clases como otros llevaban a los ¨²ltimos autores de moda. Consciente, por otra parte, de que la moda es pasajera en su propia naturaleza, se afirm¨® en esa convicci¨®n cl¨¢sica y hoy muchos de los que fueron sus descubrimientos son ya conocimiento corriente de todos nosotros.
Es un maestro en el sentido expresamente cl¨¢sico de la palabra. Por eso le siguieron esos mismos estudiantes que le homenajean ahora a la Universidad de Barcelona: era como el flautista de Hamelin, aunque acaso el ¨²nico instrumento que toc¨® para convocarles fue el de la sencilla sabidur¨ªa, el de la activa melancol¨ªa de los poetas, que seducen por lo que tienen de p¨¢lidos, de dubitativos, de seres en cuya indefensi¨®n est¨¢ su fuerza.
Quiz¨¢ fue ese mismo poder de magisterio el que luego -en Madrid, adonde quiso volver- le cerr¨® las puertas de una universidad, la Complutense, donde parec¨ªa natural que ense?ara a estudiantes posteriores, a j¨®venes de la democracia que probablemente hubieran aprovechado m¨¢s de ¨¦l que de otras algarab¨ªas. Le cerraron la puerta en las narices sus propios compa?eros.
Aquella melancol¨ªa activa de Emilio Lled¨® debi¨® acrecentarse entonces, y por eso se fue al coraz¨®n del problema de Europa, a Berl¨ªn, a ense?ar en mejores bibliotecas, en ambientes m¨¢s propicios para un extempor¨¢neo, para un personaje que a¨²n cree en la tolerancia, la reflexi¨®n y, de nuevo, la melancol¨ªa. Curiosamente, desde entonces -desde que ese exilio se produjo- le llovieron parabienes, premios; se reeditaron sus libros, se le escuch¨® en todas partes. Y se le rindieron homenajes. El del s¨¢bado, quiz¨¢, es el m¨¢s cumplido, el que simboliza mejor su trayectoria de maestro, de ingenuo hablador de lo que sabe.
Tolerancia
Dec¨ªa en una de sus clases -y lo he repetido tanto que a veces pienso si esa frase no la habr¨¦ desvirtuado de tanto atribu¨ªrsela- que la tolerancia era la madre del conocimiento y la duda, y para ilustrarlo afirmaba que dentro de todo s¨ª hay un peque?o no, y a?ad¨ªa que dentro de todo no hay un peque?o s¨ª. La incredulidad -la incredulidad activa, la duda met¨®dica, el respeto a los dem¨¢s- pareci¨® ser siempre su manera de ser, su actitud -po¨¦tica- ante la vida. Acaso por eso antes no se crey¨® el insulto que padeci¨® y ahora asiste, como si fuera otro, como si no fuera con ¨¦l, a esta fiesta en la que se celebra su pensamiento. Y su melancol¨ªa.
Babelia
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