La soledad del funambulista
En lo alto del Piruli, el ojo triangular de Dios administra el libre albedr¨ªo de los hombres. En Madrid no hay terrados, hay azoteas. En Barcelona, dicen, se ven volar las cometas desde los terrados de enfrente (?quieren bibliograf¨ªa?, la hay: El pianista, de V¨¢zquez Montalb¨¢n; El vuelo de la cometa, de Robert Saladrigas). En Madrid hubo un tiempo en que las azoteas estaban llenas de gritos, juegos, ropa tendida y miserias vecinales (?quieren bibliograf¨ªa?, la hay, petrificada por la dureza del paso del tiempo: Hoy es fiesta, de Antonio Buero Vallejo). En Madrid hubo un tiempo en que figuras venidas de una novela de Umbral (Tril¨®gia de Madrid), hac¨ªan bulto en el Angelus, de Millet.
Eran, aquellas, azoteas de paso, de trashumancia, de ca?adas reales, de tejados y tejadillos, que hab¨ªa que sortear, que hab¨ªa que escalar, que hab¨ªa que descender. Eran, aquellos, hombrescamel de pantal¨®n roto, hombresaimaza de rodillas con huellas de mercrom¨ªna, con ara?azos como cicatrices. Hoy, en este Madrid, nadie alborota en las azoteas, nadie envidia las cometas de los ni?os de Barcelona, nadie se topa con el diablocojuelo, que levanta los tejadillos husmeando vidas ajenas en los pisos altos de este poblach¨®n manchego.
De los patios oscuros y descascarillados, deslucidos por la intemperie, no sube el fren¨¦tico batear de miles de huevos, de miles de tortillas, de miles de cenas uniformadas. Por las chimeneas, erectas, impotentes, cansadas, no se elevan hacia el paladar del cielo azul -ay, ese cielo azul, velazque?o, t¨®pico hecho contrase?a de oficina municipal de turismo- las voces de los luisdelolino o los gorgoritos de radiol¨¦.
No, por las azoteas s¨®lo levita casi de puntillas el funambulista solitario, el h¨¦roe de nuestra historia. El cuerpo cautivo en las mallas profesionales; el paquete, el m¨ªnimo: otra cosa ser¨¢, ?eh, amigo!, a la vuelta, que si se da bien el vuelo regresar¨¢ por donde ha venido marcando paquete, con la satisfacci¨®n del trabajo bien hecho, que es lo que se espera en un funambulista de siempre: pulcritud, limpieza.
Sus movimientos son de gacela, no hay obst¨¢culo que le contrar¨ªe, no hay esfuerzo que le desfallezca, no hay traba que le venza. Corre un riesgo, all¨¢ en lo alto, pues no hay red que le proteja, maroma que le acune si da un mal paso. Agazapado tras una chimenea en desuso, acurrucado tras un personaje de azotea de Buero Vallejo, fr¨ªo como un t¨¦mpano, inm¨®vil como un f¨®sil, despistado tras una composici¨®n del Angelus, de Umbral o de Millet, otea el horizonte, fatiga la vista como un lince, busca su presa como un ¨¢guila imperial a la que los tiempos, ¨¦stos, le han hecho carro?era.
Pone un pie, de pronto, en la barra que alinea las cuerdas de tender, y lo pone con la gracia con que Irek Mukhamedov, del Bolsh¨®i ruso, ya saben, pone un pie en el escenario, que hoy toca Cascanueces, de Chaikovski, ya saben. Un pie ah¨ª, el otro, ?hale, hop!, en el alf¨¦izar (alf¨¦izar: qu¨¦ hermosa palabra; prueben a decirla en voz alta, exageren la acentuaci¨®n, y ya me dir¨¢n). Momento dificil, ¨¦ste, las piernas ligeramente flexionadas, guardando el equilibrio, manteniendo la compostura, fundamental una cosa y otra en un funambulista de altura. Y en un instante de debilidad ese ¨²ltimo barrido buscando, zahor¨ª de su propia e inevitable vanidad, el aplauso del respetable, que se lo regatea, que permanece mudo tras los cristales, tras las persianas, tras las rejas (t¨¢chese lo que no proceda).
Pero el funambulista sabe de su soledad y apela a su profesionalidad para no tener un desmayo, que en su estado, desde su altura, ser¨ªa fatal. Con los nervios de acero coge la herramienta, presiona suavemente, y vence en un plispl¨¢s la virginal resistencia. Antes de saltar dentro, antes de o¨ªr, en su interior, su aplauso, a falta de otros, no puede evitar mirar hacia el vac¨ªo, buscar admiraciones donde no las hay. ?sa es su soledad, la del funambulista. El resto es vulgar: una in¨²til denuncia en la comisar¨ªa de Buenavista, que es la que est¨¢ m¨¢s pr¨®xima.
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