No le hagan m¨¢s preguntas
A Francisco Garc¨ªa Escalero, el mendigo psic¨®pata, que no le sigan preguntando, que cuando abre la boca vomita cuatro muertos m¨¢s. Con los de esta semana, ya van 15. Cada vez que el equipo habitual de psiquiatras y abogados se fuma un cigarro con ¨¦l, Francisco Garc¨ªa -empieza a hurgar en su conciencia y saca tres o cuatro cad¨¢veres, quiz¨¢ para no decepcionarles. No dan abasto a desenterrar, ¨¦l por un lado y la polic¨ªa por otro; mientras Francisco remueve los escombros de su memoria, la polic¨ªa vac¨ªa pozos donde aparecen cuerpos sin cabeza. El caso es que esto empieza a parecerse a uno de esos t¨²neles kilom¨¦tricos que empiezan unos obreros por un lado y otros por otro con la idea de encontrarse en el centro. Francisco cava con tes¨®n en la zona m¨¢s oscura del entendimiento, de donde- sale una tierra h¨²meda, salpicada de restos org¨¢nicos, y la polic¨ªa abre un pozo gigantesco en los descampados cercanos a sus devaneos. Es un trabajo in¨²til: jam¨¢s se encontrar¨¢n esos dos t¨²neles, porque pertenecen a dimensiones diferentes.No hay agujero, por negro que sea, capaz de comunicar dos dimensiones diferentes. Las dimensiones s¨®lo se intercomunican, y aun eso con suerte, a trav¨¦s de los respiraderos de la conciencia com¨²n a la totalidad de las cosas. Pero qui¨¦n se atrever¨ªa a decir que entre Francisco y nosotros hay algo en com¨²n, aunque se trate de algo tan desprestigiado como la conciencia. Sin embargo, si fu¨¦ramos capaces de horadarla por nuestro lado a la vez que Francisco la horada por el suyo, acabar¨ªamos por encontrarnos en el centro. La pregunta es si lo re sistir¨ªamos, si soportar¨ªamos su mirada en la mitad oscura de ese t¨²nel que iba de nosotros a ¨¦l, o de ¨¦l a nosotros. Quiz¨¢ no.
Por eso es mejor que dejen de preguntarle. Diez o doce cad¨¢veres m¨¢s no van a servir para hacer m¨¢s dura su condena, pero s¨ª pueden aumentar nuestra confusi¨®n, y qui¨¦n quiere estar confundido. Quince cad¨¢veres: se trata de un n¨²mero suficiente, m¨²ltiplo de tres, la trinidad; alguna interpretaci¨®n m¨¢gica obtendr¨ªamos de esta cifra sin esfuerzo. Con menos muertos, su imagen resultar¨ªa pavorosa, pero unos pocos m¨¢s har¨ªan de ¨¦l un exc¨¦ntrico aborrecible. Quince es lo justo para que su figura se quede nave gando entre esas dos aguas que comunican el territorio de la locura con el de la barbarie; o sea, que cual quier pena que se le imponga nos parecer¨¢ bien. Si la c¨¢rcel, de acuerdo, porque conviene ejemplificar un poco, no vaya a ser que todos los mendigos, a la vista de lo f¨¢cil que resulta matar, se pongan a asesinar sin distinci¨®n de razas ni colores. Aunque la verdad es que en eso Francisco Garc¨ªa fue sensato: no se atrevi¨® a tocar a nadie de la clase media, ni siquiera de la de los pobres; s¨®lo mataba a gente como ¨¦l; o sea ceros a la izquierda, personas que de no ser por su confesi¨®n jam¨¢s habr¨ªamos llegado a echar de me nos. Dada la vida que llevaban sus v¨ªctimas, nunca sabremos si las asesinaba o practicaba con ellas la eutanasia. Pero si lo inteman en un manicomio, tambi¨¦n nos Parecer¨¢ adecuado, aunque lo ideal ser¨ªa una sentencia mixta, porque de este modo se colma r¨ªan todas nuestras expectativas condenatorias. Hay alg¨²n precedente. Si la piedad no estuviera tan mal vista, yo confesa r¨ªa una profunda piedad por este Francisco Garc¨ªa, por esa inteligencia llena de brumas instalada en su cuerpo. Siento piedad por ¨¦l y por nosotros, porque en este mendigo psic¨®pata confluyen misteriosamente las l¨ªneas del pasado y las del futuro. Es verdad que parece un fragmento de otro tiempo, pero en tomo a ¨¦l ha empezado a tejer su capullo el porvenir. Dense una vuelta por nuestras calles, por nuestros parques, y lo comprobar¨¢n.
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