Hacia una Espa?a posnacional
Un conocido historiador dijo en una ocasi¨®n que el nacionalismo es lo poco de religi¨®n que queda en nuestros d¨ªas. Afirmaci¨®n sin duda inexacta, porque la religi¨®n sigue mostrando un inmenso vigor entre numerosos grupos sociales, y funciona todav¨ªa como catalizador pol¨ªtico en importantes zonas del planeta. Pero, sobre todo, est¨¦ril, porque la alusi¨®n impl¨ªcita a la supuesta irracionalidad del nacionalismo no nos exime de tener que afrontarlo como problema y, a ser posible, encauzarlo dentro de un marco de discusi¨®n nacional.Comenzar negando lo evidente -su ineludible fatalidad-, a partir de una descalificaci¨®n global de entrada, no s¨®lo no parece lo m¨¢s inteligente, sino que es adem¨¢s contradictorio, pues muchas de estas descalificaciones encubren, la mayor¨ªa de las veces -en Espa?a, por ejemplo-, los intereses de un nacionalismo frente a las prestaciones contr¨ªfugas de los otros. Es, pues, necesario partir de la constataci¨®n del hecho de la existencia en nuestro pa¨ªs de un juego asim¨¦trico de lealtades nacionales y enfrentarlo a lo que hace que sea un problema: su resistencia a dejarse integrar a una unidad pol¨ªtica en la que todos quepan c¨®modamente. Tarea dificil donde las haya, ya que, por definici¨®n, el nacionalismo s¨®lo puede sostenerse desde su previa delimitaci¨®n respecto de un otro, y ¨²nicamente parece encontrar su realizaci¨®n plena traduciendo esas diferencias en el pleno ejercicio de la soberan¨ªa.
?Cabe imaginar entonces la preservaci¨®n de lo que la experiencia nos presenta como ineludible, el sentimiento de identidad nacional, sin caer a la vez en el inexorable juego de exclusiones -de consecuencias casi siempre dram¨¢ticas- que su mantenimiento parece requerir? ?ste es el eran reto al que nos enfrentamos en este fin de siglo y que afecta directamente a nuestro pa¨ªs, y ya en un nivel distinto, al propio proceso de integraci¨®n europea. Desde la perspectiva de la teor¨ªa pol¨ªtica, es tambi¨¦n la gran asignatura pendiente a la que, salvo excepciones, no se ha prestado quiz¨¢ la atenci¨®n que merece.
Conviene comenzar recordando que los grandes conflictos han venido girando sobre tres ejes fundamentales, que hay que entender siempre en permanente interacci¨®n. Est¨¢, en primer lugar, el factor econ¨®mico, producto sobre todo de la fractura que se abre entre las clases, y que encontr¨® su manifestaci¨®n m¨¢s pl¨¢stica en el enfrentamiento entre socialismo y capitalismo. Hoy, tras la implantaci¨®n del Estado de bienestar y el reconocimiento generalizado de la econom¨ªa de, mercado como el medio m¨¢s eficaz para generar y distribuir recursos, ha perdido gran parte de esa fuerza que le convirtiera en la fuente central de la conflictividad pol¨ªtica.
En segundo lugar, estar¨ªa lo que bien puede calificarse como la cuesti¨®n de legitimidad, que englobar¨ªa a todas aquellas disputas que afectan al marco institucional fundamental de la sociedad y tiene su reflejo en la tormentosa historia constitucional; pero tambi¨¦n en el enfrentamiento, esta vez pol¨ªtico, entre el liberalismo y el? socialismo de Estado. La indiscutible primac¨ªa que, en cada una de sus formas y variedades, ha alcanzado en nuestros d¨ªas el principio de legitimidad democr¨¢tica asentado sobre el Estado de derecho y la representaci¨®n parlamentaria, ha contribuido a desactivar, tambi¨¦n aqu¨ª, su tradicional conflictividad. Va de suyo que estos consensos de fondo no excluyen animadas disputas y enfrentamientos, muchas veces violentos, sin los cuales no sena concebible la pol¨ªtica desde los l¨ªmites del Estado de bienestar hasta la discusi¨®n en torno a c¨®mo hacer m¨¢s eficaces las libertades- Su enorme virtud -por recordar algo obvio- reside en permitir una discusi¨®n sobre pol¨ªtica econ¨®mica, por ejemplo, sin tener que cuestionar las bases sobre las que se asienta el sistema econ¨®mico, o sobre la reforma de la ley electoral sin necesidad de recuperar ret¨®ricas pret¨¦ritas favorables a la democracia directa, el sistema de los s¨®viets o, en el otro polo, las ventajas del liderazgo no sujeto a controles rigurosos.
Ninguno de estos consensos de fondo se da, sin embargo, respecto al tercer factor, al que a falta de una mejor expresi¨®n lo presentaremos como el conflicto de las identidades. Identidades pol¨ªticas, entre las que destaca sobre todas las dem¨¢s el factor nacional, pero tambi¨¦n religiosas y culturales en sentido amplio. El tan debatido "choque de civilizaciones" de Huntington responder¨ªa a la creciente traslaci¨®n de este conflicto al ¨¢mbito de las relaciones internacionales, pero es en el interior de los Estados donde cobra mayor virulencia. Sirvan como muestra los conflictos ¨¦tnico-nacionales de Yugoslavia y otros pa¨ªses de la Europa del Este, o el enfrentamiento secularismo-fundamentalismo en Argelia y Egipto, sin olvidar las crecientes colisiones que se producen en el mundo desarrollado entre las subculturas de emigrantes y la cultura establecida.
Una vez m¨¢s, la experiencia nos ense?a aqu¨ª c¨®mo la capacidad de integraci¨®n de la pluralidad que poseen determinadas sociedades es tanto m¨¢s eficaz cuanto m¨¢s asentadas est¨¦n en ellas las instituciones y la cultura del Estado liberal-democr¨¢tico. Los Estados Unidos -aunque aqu¨ª no hay problema nacional propiamente dicho- y Suiza ser¨ªan los ejemplos paradigm¨¢ticos, y cabr¨ªa incorporar tambi¨¦n al Reino Unido de no ser por el problema irland¨¦s, donde, por cierto, a la fractura nacional se une tambi¨¦n la religiosa y, sobre todo, otra de clase. No es casualidad que los libros de texto de historia de las escuelas de EE UU no lleven como es habitual el cl¨¢sico t¨ªtulo adoctrinador de Historia de..., sino t¨ªtulos como El pa¨ªs de los libres o Dejemos que suene la libertad. La identidad nacional se construye desde la lealtad constitucional, y ello explica en parte la longevidad de su Constituci¨®n bicentenaria.
Cabe afimar, as¨ª, que en este tipo de sociedades el pluralismo de identidades nacionales, culturales, formas de vida, etc¨¦tera, se ve suplementado por una especie de meta-identidad integradora de todas las dem¨¢s, que es la que fomentan los principios universalistas del Estado democr¨¢tico. Precisamente porque son universalistas es por lo que en ellos puede reconocerse toda persona -y a?adirle el calificativo racional ser¨ªa tautol¨®gico- con independencia de d¨®nde ponga despu¨¦s sus lealtades de grupo o de c¨®mo conforme su identidad.
Donde esta identidad promovida por la cultura democr¨¢tica existe habr¨¢ tambi¨¦n una mayor capacidad de integrar las diferencias, al otro, y se conseguir¨¢, a la postre, una mayor estabilidad pol¨ªtica y social. Esta intuici¨®n b¨¢sica es la que ilumina la figura del "consenso superpuesto" que recientemente ha fletado J. Rawls y est¨¢ tambi¨¦n en la base del concepto de "patriotismo constitucional" propuesto por J¨¹rgen Habermas.
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En esencia, consiste en reconocer la creciente e inconmensurable pluralidad de formas de vida, valores, concepciones del bien y cualesquiera otros elementos que conforman la identidad de los distintos grupos sociales en las sociedades desarrolladas, y han reducido a cenizas los tradicionales referentes culturales unitarios. Se tratar¨ªa, pues, de ensamblar desde arriba una identidad com¨²n a partir de principios universalistas regidos por el principio de la ciudadan¨ªa en los que pudieran converger esas lealtades particulares sin merma de su realizaci¨®n. Esto, que se ha resuelto hasta cierto punto en lo referente a las distintas formas de vida o creencias religiosas, no parece tan secillo con plenitud sin verse enajenado por portar un pasaporte espa?ol; o sentirse espa?ol sin para ello, tener que negar la coexistencia de este sentimiento con otros distintos dentro de una misma unidad pol¨ªtica. Espa?a es una unidad pol¨ªtica.
Pero conviene no perder de vista tampoco que dentro del territorio de las distintas nacionalidades hist¨®ricas pervive, a su vez, una distinta gama de lealtades nacionales de diferente intensidad; ¨¦stas son tambi¨¦n "plurales". Ret¨®ricas diferenciadoras como la distinci¨®n entre Ios de fuera" y "los de aqu¨ª" no hacen sino reconocerlo impl¨ªcitamente, y apuntan hacia una din¨¢mica dirigida a reproducir el mismo esquema de integraci¨®n nacional forzada que siempre ha seguido el nacionalismo espa?ol. Trascender cuanto antes estas ret¨®ricas desintegradoras y excluyentes del nacionalismo decimon¨®nico, que es en definitiva a lo que se alude con la part¨ªcula pos, no s¨®lo equivale a reconocer los imperativos sociol¨®gicos de la sociedad moderna, cada vez menos pendiente de las fronteras, sino que revierte a la postre en el fortalecimiento de lo que antes llam¨¢bamos el principio de legitimidad. No en vano ¨¦ste forma parte tambi¨¦n de nuestra identidad com¨²n.
No es preciso recordar, sin embargo, que si el principio rector ha de ser la ciudadan¨ªa, esto s¨®lo podr¨¢ ser posible abriendo el debate a los ciudadanos y no reduci¨¦ndolo a una mera componenda entre ¨¦lites pol¨ªticas. Bienvenida sea, pues, la reforma del Senado, y cuantas hagan posible ese tr¨¢nsito hacia una Espa?a posnacional. No es f¨¢cil, ni siquiera conveniente, prever cu¨¢les hayan de ser las medidas de ingenier¨ªa constitucional que nos conduzcan a esa meta, intuyo que m¨ªnimas, ni cu¨¢ndo podamos cobrar conciencia de haber traspasado ese umbral. Quiz¨¢ cuando catalanes, vascos y gallegos gocen de administraci¨®n territorial ¨²nica y partidos nacionalistas de esas comunidades acepten sin empacho, incluso con gusto, formar parte del Gobierno del Estado, y esto se vea como normal por parte de las otras fuerzas pol¨ªticas. En ¨²ltimo t¨¦rmino se trata de un proceso abierto en el que los ciudadanos tienen la ¨²ltima palabra.
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