Los comanches de la Castellana
Les veo todos los d¨ªas cuando voy hacia casa, instalados frente al Ministerio de Econom¨ªa. Parecen un campamento de comanches, ahora que sabemos que los comanches eran los buenos y que el general Custer era un desgraciado y un psic¨®pata. Me refiero a los de la comisi¨®n del 0,7%, que siguen ah¨ª, dando la vara, mientras Madrid se nos llena de se?ores fin¨ªsimos (los prohombres y promujeres de la cumbre financiera) y de se?ores no tan finos y con un sonotone incrustado en la oreja (sus guardaespaldas).A decir verdad, resulta muy apropiada esa conjunci¨®n de los acampados comanches y de los representantes de la riqueza, porque rubrica esa obviedad que todos conocemos y que, sin embargo, nos esforzamos en olvidar: que s¨®lo una quinta parte de la humanidad vive con el rumbo que nosotros vivimos, y que hay m¨¢s de mil millones de personas que agonizan en unos niveles infrahumanos. Una desigualdad, por cierto, que crece cada d¨ªa en los ¨²ltimos 30 a?os, la abismal distancia econ¨®mica entre los 20 pa¨ªses m¨¢s ricos y los 20 m¨¢s pobres se ha duplicado.
Lo peor de estos temas globales, como el hambre o la pobreza, es que pueden resultar tan enormes que la gente se sienta inerme frente a estas magnitudes planetarias y termine por adquirir callo ante los argumentos. Por eso pido, de entrada, un esfuerzo c¨®mplice al lector, al ciudadano: el esfuerzo de intentar escuchar con o¨ªdos nuevos lo que est¨¢n pidiendo los de la comisi¨®n. Que son cosas todas ellas muy b¨¢sicas, muy l¨®gicas, muy sensatas.
En primer lugar, s¨ª se puede influir positivamente en el devenir del mundo. Los planes de desarrollo, si est¨¢n hechos y bien financiados, funcionan (v¨¦ase el plan Marshall); los pa¨ªses pobres pueden salir de la miseria. Los ni?os pueden dejar de morirse de hambre. No es magia. Son cuentas. Y considerando lo que nos jugamos, son unas cuentas muy baratas.
Porque no se trata tan s¨®lo de una consideraci¨®n moral, de un deber ¨¦tico: acabar con el genocidio cotidiano de casi un cuarto de la humanidad, con esa pesadilla que se atisba en cuanto que una se asoma, a trav¨¦s de la televisi¨®n o del peri¨®dico, al mundo ancho y oscuro. Una pesadilla que, adem¨¢s, es hija de nuestros dulces sue?os: el rico feudal que dejaba morir de hambre ante su puerta al siervo al que explotaba era un canalla, y nosotros estamos convirti¨¦ndonos ahora en los nuevos se?ores feudales de un planeta cada d¨ªa m¨¢s peque?o. Sin embargo, s¨¦ de sobra que los escr¨²pulos de conciencia conmueven tal vez a los individuos, pero mueven la historia raramente. Por eso digo que no se trata tan s¨®lo de una consideraci¨®n moral, aun siendo ¨¦sta de peso.
Y es que, ver¨¢n, ya no nos queda tiempo. La tierra est¨¢ en el l¨ªmite: de superpoblaci¨®n (recu¨¦rdese la conferencia de El Cairo), de deforestaci¨®n, de destrozo masivo de recursos. S¨®lo una actitud radical y r¨¢pida por parte de los pa¨ªses ricos puede detener este proceso. S¨®lo un incremento de los niveles de cultura y un desarrollo controlado pueden acabar con esa bomba de relojer¨ªa que es la miseria. Hace un mont¨®n de a?os que la ONU dijo que urg¨ªa dedicar al menos el 0,7% del PIB al desarrollo. ?Y nuestro Gobierno s¨®lo ofrece el 0,35%! Eso s¨ª, dedicamos, por ejemplo, el 0,9% de los presupuestos a la Casa Real. Ya s¨¦ que nuestro Rey es de los m¨¢s baratos del mercado, y que el coste de una presidencia republicana ser¨ªa igual de elevado, o, tal vez, a¨²n m¨¢s caro. Pero si estamos dispuestos a pagar tanto y tan alegremente por la representatividad de nuestras instituciones (o sea, por una pura convenci¨®n, una .apariencia), ?no podr¨ªamos aportar un poquito m¨¢s por la dignidad y la supervivencia?
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