El cajero de las indulgencias
Uno de mis itinerarios ciudadanos m¨¢s frecuentes enhebra la calle de Fuencarral, hacia cuyo final colabore a traer a este mundo los primeros dos hijos y tres semanarios, entre el sucinto medio piso y la boardilla de un enjuto inmueble, esquina a la de Jord¨¢n. Este nombre, que nunca supe si conmemoraba a un pintor o a un r¨ªo cat¨¢rtico (?hay que ver el ¨¦xito que ha tenido el purgativo vocablo!) fue en tiempos primitiva clave telef¨®nica, cuando nuestro amado pueblo estaba dividido en zonas y centrales, siempre atendidas por mujeres. Eran "se?oritas" por definici¨®n y as¨ª nos dirig¨ªamos a las invisibles operadoras manuales en ciudades y hoteles. Alcanc¨¦ un Madrid de cuatro cifras y el prefijo; en este caso ser¨ªa: 'P¨®ngnme con Jord¨¢n 1823, por favor", pues en aquellas retrasadas edades las cosas se ped¨ªan por favor. Era un cometido esencialmente femenino; tirando piedras contra el tejado de mis cong¨¦neres, advierto que el hombre, desalojado de muchas de las actividades que le eran espec¨ªficas, se desliza arteramente a quitar el pan de la boca a las telefonistas. Que Dios y ellos me perdonen esta delaci¨®n.De la zona, apenas queda el caf¨¦ Comercial, en la glorieta de Bilbao, y desaparecen locales, tabernas, como la que, hacia su final, cerca de Quevedo, un categ¨®rico letrero informaba de la prohibici¨®n expl¨ªcita de cantar, "ni bien ni mal "precisi¨®n sinf¨®nica hoy desbordada por las megafon¨ªas.
Desde Barcel¨¦ hasta la Red de San Luis, curiosa denominaci¨®n de algo que no existe en el callejero, todos sabemos d¨®nde est¨¢ y muchos lamentamos la demolici¨®n del catafalco modernista de un enorme ascensor (?a ver, por qu¨¦ regla de tres no existe la palabra descensor acad¨¦micos!) que val¨ªa una perra chica, cinco c¨¦ntimos, estimaci¨®n relegada al la numism¨¢tica. El tramo, emporio transaccional otrora, se va deteriorando, desaparecen tiendas que pasaron de moda y sirven de segunda residencia a las crecidas ratas del subsuelo. Cierres bajados hace a?os, vestigios de florecientes corseter¨ªas, nombre casi borrado del reputado ferretero; la carboner¨ªa y despacho de le?a, inexistente ya; el decr¨¦pito cafet¨ªn del urgente desayuno y vino de M¨¦ntrida; los deshabitados escaparates de las peleter¨ªas o los bazares, hoy expendici¨®n de mercanc¨ªa decomisada.
Casi conozco de distra¨ªda memoria esta calle, embadurnada de quietos autom¨®viles, estacionados para revalidar la destreza de los conductores del autob¨²s que me conduce. Desde sus asientos se despellejan en la retina las ahumadas fachadas que albergan a¨²n pensiones galdosianas, traspasadas consultas de piel, ven¨¦reo, s¨ªfilis; despachos filat¨¦licos y de vergonzantes prestamistas.
Pasa el veh¨ªculo ante el respiro del antiguo Hospicio, con el vago temor de que el petulante portal de Churriguera se convierta en acceso a una sala de videojuegos o hamburgueser¨ªa, que no sabe uno que es peor. Desde la ventana m¨®vil, o el paseo, cuando hace buen d¨ªa, ese oratorio inesperado que encierra tras la hermosa verja una capilla, entre cuyas tinieblas se percibe, a veces, el gui?o de una candela votiva.
Est¨¢ en la misma calle de Fuencarral, esquina a la de Augusto Figueroa, y con frecuencia se ven gentes quietas, mujeres en abundancia, que all¨ª se detienen para bisbisear sus devociones. Un tonto pensamiento me asalta en ocasiones: es como el cajero autom¨¢tico de las indulgencias. plenarias, en servicio permanente.
La esperanza, la contrici¨®n, podr¨ªan ser las tarjetas de cr¨¦dito, admitidas siempre que. haya suficientes fondos de fe, a t¨ªtulo personal e intransferible. Peor enemigo que el pecado habitual o el ate¨ªsmo es el nunca igualado pavimento. Aceras carcomidas, melladas de baldosines, amenazan. la integridad de los tobillos, como si casi todos los demonios tiraran de ellos hacia los profundos infiernos. situados, seg¨²n abrumadores indicios, por debajo de la l¨ªnea del metro, que recorre. la rua, en los dos tercios.
Supongo que el establecimiento de cr¨¦dito sobrenatural tiene sucursales en otros barrios y otras villas y ciudades. Tampoco hay que descartar el pelotazo a lo divino.
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