El cardenal de la reconciliaci¨®n
Algunos le reconocen como el cardenal de la transici¨®n. Se refieren indudablemente a la transici¨®n pol¨ªtica. No le gustaba esta expresi¨®n. Estaba m¨¢s convencido, de servir a la transici¨®n de la Iglesia espa?ola. La que trataba de reconciliarse con la modernidad. No le gustaba hablar de los tiempos calamitosos y desesperanzados. Prefer¨ªa hablar de los tiempos dif¨ªciles, desafiantes. Huy¨® siempre del discurso pesimista. Le parec¨ªa m¨¢s cristiano dar fe de su visi¨®n optimista de la historia. Para ello hab¨ªa que comunicarse con la sociedad e incluso reconciliarse con sus avances m¨¢s caracter¨ªsticos.Hab¨ªa vivido la experiencia de la II Rep¨²blica recorriendo las di¨®cesis espa?olas como miembro de la Casa del Consiliario que fund¨® ?ngel Herrera al asumir la presidencia nacional de la Acci¨®n Cat¨®lica. Aquel discurso p¨²blico de palabras violentas, aquel enfrentamiento verbal entre la izquierda y la derecha cat¨®lica, sol¨ªa decir, "fue mi cruz m¨¢s pesada y me llev¨® a la persuasi¨®n de que nos acerc¨¢bamos a una guerra civil". Esta experiencia personal decidi¨® claramente su misi¨®n pastoral.
Hab¨ªa sido ordenado sacerdote en 1929, cuando Primo de Rivera pretend¨ªa acallar las voces discrepantes y los anarquistas no se arrodillaban ante los obispos. Taranc¨®n lleg¨® al seminario desde su campo de naranjos y nunca crey¨® que los hombres fueran del todo malos. Su pueblo era un para¨ªso, donde el aroma del azahar, los limoneros y el rumor de las acequias hermanaban a los hombres.
La guerra-civil le sorprendi¨® en Tuy y all¨ª esper¨® hasta que las tropas de Franco entraron en Vinar¨®s, adonde le envi¨® su obispo como arcipreste pacificador. Entonces, seg¨²n nos contaba, acab¨® de convencerse de que la guerra no nos hab¨ªa liberado de nada y que los odios se hab¨ªan ahondado m¨¢s entre sus paisanos. All¨ª, en Vinar¨®s, y cinco a?os despu¨¦s en Vila-real, las mayores dificultades para el ejercicio libre de su ministerio le vinieron del bando vencedor.
Triunfalismo y cruzada
Los que vivimos el triunfalismo de los a?os cuarenta no pod¨ªamos creernos que el obispo de Solsona, el m¨¢s joven de todos los obispos espa?oles, denunciara en 1950 la gran equivocaci¨®n hist¨®rica del catolicismo oficial imperante. "El ambiente de cruzada y la reacci¨®n contra el laicismo no ha cuajado en nuestro pueblo" (Solsona, febrero, 1950).
A la vanguardia de esta nueva conciencia cristiana, que se enfrentaba valientemente con la realidad social y religiosa, figuraban los movimientos especializados de Acci¨®n Cat¨®lica. En esa primera y fundamental reconciliaci¨®n se gastaron los esfuerzos juveniles de aquel obispo de Solsona que fue el primer secretario del episcopado espa?ol.
La transformaci¨®n m¨¢s fuerte de la Iglesia espa?ola arranca de ese realismo pastoral de las juventudes cat¨®licas obreras que generaba en ellas una nueva actitud misionera. La decisi¨®n de cambiar, de defender los derechos humanos es, por tanto, anterior al desarrollo econ¨®mico de los sesenta y al mismo Concilio.
En ese realismo se inspiraron sus actuaciones en el aula conciliar al sintonizar con el pensamiento del episcopado mundial sobre el derecho fundamental a la libertad religiosa y sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno. De Roma volvi¨® mucho m¨¢s resuelto y seguro, identificado con la doctrina de Pablo VI sobre una Iglesia que ten¨ªa que convertirse, en coloquio y di¨¢logo transparente. Fue el impulsor principal de la Asamblea Conjunta, el hecho hist¨®rico m¨¢s decisivo de entendimiento entre obispos y sacerdotes. La presidi¨® y moder¨® en septiembre de 1971, con una prudencia exquisita que no supieron comprender muchos medios de comunicaci¨®n.
All¨ª comenz¨® un nuevo calvario. Porque, en febrero de 1972, estall¨® la batalla del famoso documento del Vaticano cuya paternidad nunca lleg¨® a reconocer la Secretar¨ªa de Estado. La solicitud del reconocimiento de libertad y sana colaboraci¨®n entre la Iglesia y el Estado, la aceptaci¨®n de la laicidad del poder pol¨ªtico, la institucionalizaci¨®n de la pluralidad ideol¨®gica y la renuncia a los viejos privilegios de la comunidad cat¨®lica fueron despu¨¦s suscritos por la inmensa mayor¨ªa de los obispos en la Declaraci¨®n Colectiva de febrero de 1973.
La declaraci¨®n fue pr¨¢cticamente ignorada por la opini¨®n p¨²blica manipulada por el Gobierno. Pero los obispos y sacerdotes espa?oles encontraron en ese documento los puntos de referencia que iban a marcar el camino de la Iglesia espa?ola. A partir de ah¨ª se agravaron las tensiones con el Estado y comenz¨® la batalla en contra del Concordato de 1953 entonces vigente.
Taranc¨®n era fundamentalmente un hombre de Iglesia. Su devoci¨®n por los papas le llevaba a llenar de textos pontificios sus cartas pastorales. Los reproduc¨ªa de memoria y nos costaba despu¨¦s no poco verificar las citas con L'0sservatore Romano. Algunas veces le censur¨¢bamos porque en sus escritos hab¨ªa m¨¢s p¨¢rrafos de los papas que del Evangelio. Para ¨¦l, el sucesor de Pedro no era otra cosa que la actualizaci¨®n del Evangelio. Desde sus tiempos de consiliario se hab¨ªa familiarizado con la doctrina social pontificia y cre¨ªa en ella como instrumento de reconciliaci¨®n de los cat¨®licos espa?oles.
La Iglesia y Espa?a se fund¨ªan para ¨¦l en una misma pasi¨®n. Me familiaric¨¦ con su amor a la senyera, que siempre tuvo sobre la mesa del despacho al lado del crucifijo. Conviv¨ªan en su esp¨ªritu las lenguas hermanas, aunque no pocas veces se dejaba poseer por la sintaxis de su lengua materna.
No era posible hablar con ¨¦l de Espa?a sin que emergiera inmediatamente el problema de la reconciliaci¨®n. Recuperar la Espa?a total, la cristiana y la no creyente; conseguir que no se invocara la religi¨®n para discriminar a los espa?oles; mantener la iniciativa y la independencia de la Iglesia frente a la coacci¨®n del poder temporal; lograr que no se utilizara el apelativo cristiano por ninguna fuerza pol¨ªtica, etc¨¦tera, brotaban espont¨¢neamente de su ¨¢nimo como deseo de abrir la Iglesia a todos los espa?oles.
En los ¨²ltimos a?os del franquismo y durante la transici¨®n pol¨ªtica, la figura de un Taranc¨®n reconciliador se agiganta. Respond¨ªa a su vocaci¨®n m¨¢s profunda. Sus gestos m¨¢s valientes en el entierro de Carrero Blanco y durante el conflicto de A?overos no tuvieron nada de improvisados. La homil¨ªa ante el Rey en el templo de San Jer¨®nimo el Real fue la expresi¨®n culminante del mismo af¨¢n apost¨®lico y patriota que hab¨ªa guiado toda su biograf¨ªa eclesi¨¢stica.
Taranc¨®n cre¨ªa en los hombres y se fiaba de los hombres. Los que estuvimos cerca de ¨¦l no tuvimos nunca la impresi¨®n de estar vigilados y mucho menos sometidos. Le habl¨¢bamos como a un amigo entra?able y comprob¨¢bamos c¨®mo agradec¨ªa nuestra cr¨ªtica directa y la sinceridad de nuestras informaciones. Captaba la realidad con fina sensibilidad auditiva. Su trato exquisito agrandaba su autoridad inconfundible. Su fe y su esperanza desembocaban siempre en la amistad profunda.
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