Nupcias en el merendero
En mi agenda de compromisos sociales hab¨ªan quedado dos huecos: no fui invitado -ni hab¨ªa motivo remoto alguno- a la boda de la cantante y el torero, ni a la de la Infanta y el alto empleado bancario. Form¨¦ parte de la legi¨®n de ciudadanos que experimentaron el ex¨®tico placer de contemplarlo en la peque?a pantalla. Rumbo, fastuosidad, derroche y boato a todo pasto, ajustados a programa y protocolo que la opini¨®n p¨²blica vigila con exigente ojo -cr¨ªtico. Lo bueno de ser remoto asistente es que uno puede yugular el espect¨¢culo oprimiendo una tecla; en caso de compartir la existencia con otros seres de la misma especie, queda la alternativa de mudar habitaci¨®n o tomar el portante. Siempre hay quien no est¨¢ dispuesto a perder ripio y de convertirlo en cuesti¨®n cardinal.Hube de asistir -en esta primaveral temporada de esponsales- a otra ceremonia de distinta enjundia, en sus dos cl¨¢sicas vertientes: la que transcurre en el templo -cat¨®lico, casi siempre- y la celebraci¨®n subsiguiente en uno de los muchos merenderos especializados de los alrededores de Madrid.
La homil¨ªa del p¨¢rroco fue coincidente, en lo sustancial, con el verbo ajustado y meticuloso del colega mitrado de la di¨®cesis hispalense. Tema que da poco de s¨ª, vertidas las alusiones al mutuo respeto y rec¨ªproca ayuda entre los contrayentes. El modesto vicario de la popular parroquia puso cierto original ¨¦nfasis -demostrativo de un curtido conocimiento de la fe igres¨ªa- al exigir, con insistencia te?ida de desesperanza, en que no desparramaran el arroz crudo sobre las escaleras de acceso, en esa mema y mim¨¦tica costumbre, importada, de ametrallar a los contrayentes al concluir la ceremonia. Es de suponer que el gesto simb¨®lico corresponde a un generoso deseo de prosperidad, fecundidad y bienandanza en el contra¨ªdo estado; por lo visto en eventos similares, parece tratarse de la severa advertencia que reciben los nuevos esposos acerca de lo que les espera. Muchos pu?ados se lanzan con agresividad y notable punter¨ªa.
Las peores previsiones se vieron confirmadas, antes de llegar los novios al autom¨®vil que les aguardaba: una escarcha de granos, como balines, alfombraba el acceso. Bajaba una se?ora gruesa, de andar premioso y desma?ado, que resbal¨® -tal como prof¨¦ticamente hab¨ªa anunciado el sacerdote- dando con el cuerpo en las gradas.
La cena, en el mes¨®n, fue abundante, nutritiva y copiosamente regada con cerveza, vinos, cava y licores. Pronto se puso de relieve la diferencia entre los desposorios reales o folcl¨®ricos y lo que el elemento joven, los amigos, paisanos y compa?eros de los contrayentes, son capaces de perpetrar con tan memorable oportunidad.
En el amplio recinto destacaba la mesa presidencial, desde donde sonre¨ªa, sin descanso, la sufrida pareja, los padrinos y testigos. Otro apartado lugar cobijaba la consola del acompa?amiento musical. Pronto se estableci¨® un enconado e inmisericorde duelo entre el individuo encargado de la megafon¨ªa, que apuraba al alza los decibelios, y el celtib¨¦rico alborozo cacof¨®nico de la mocedad, dispuesta al triunfo sin condiciones; sobre el estruendo artificial. La mesa donde nuestra mala fortuna nos hab¨ªa colocado se encontraba equidistante del control de los altavoces y del grupo m¨¢s estrepitoso y bullanguero.
Pude hacer llegar un desesperado mensaje al flem¨¢tico pinchadiscos, acompa?ado de un billete de 1.000 pesetas: "Por favor, r¨ªndase; abandone toda competencia con estos energ¨²menos. No tiene la menor posibilidad de vencer". Sospecho que no ley¨® el recado, pero, al orientar hacia m¨ª su mirada, le hice discretos, pero en¨¦rgicos, ademanes para que atenuase el volumen. Mejor a¨²n: que desistiera.
Pocas dudas cab¨ªan de que, salvo los consterna dos c¨®nyuges, padrinos, alg¨²n familiar adulto y yo mismo, el resto lo pasaba de miedo. Escuchamos el poco discreto proyecto de la mesa fronteriza, consistente en el prop¨®sito -al parecer muy en boga de despojar al novio de los pantalones, e incluso de los calzoncillos, mientras que las excelentes amigas de toda la vida y compa?eras de trabajo de la novia, maquinaban hacer otro tanto con alguna prenda ¨ªntima de la desposada.
Entretanto, desafinando como s¨®lo sabe hacerlo la gente de Castilla-La Mancha, cuando tienen alguna copa de m¨¢s, machacaron la letra y la m¨²sica de un largo repertorio de canciones, supuestamente alegres y folcl¨®ricas. Todo entre la rugiente solicitud de que se besaran los novios y que botaran padrinos y progenitores. Incluso se suger¨ªa amenazadoramente que botara el cura, presente en el ¨¢gape, quiz¨¢ contra su voluntad.
La inviolable etiqueta y deferencia exig¨ªa permanecer temes hasta que la tarta nupcial fuera trinchada por los noveles esposos, cuya estereotipada sonrisa hab¨ªa perdido la alegr¨ªa y la confianza en el futuro. La irrupci¨®n de los inevitables tunos nos pareci¨® el relevo libertador del S¨¦ptimo de Caballer¨ªa. Esquivando el riesgo de ser arrollados por los ni?os, portadores de las arras al comienzo del sacrificio -puestos temerariamente en libertad por un esp¨ªritu irreflexivo-, que correteaban entre las mesas, como si estuvieran en el circuito de Monza, pudimos alcanzar la salida hacia el aparcamientos, donde nuestro autom¨®vil se encontraba bloqueado por los veh¨ªculos de otros asistentes a esponsales distintos, que iniciaban, es de suponer, parecida hecatombe.
Me consta que el banquete cost¨® un pico y la yema del otro. Expresi¨®n de un curioso, voluntario y deliberado masoquismo, muy del gusto y la satisfacci¨®n de nuestros coet¨¢neos. No hab¨ªa perdices, aunque hacemos sinceros votos para que sean felices, dentro de lo que cabe.
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