Cerco al viajero
Entre las fuentes que alimentan el caudal simb¨®lico de la experiencia humana el viaje es, sin duda, una de las m¨¢s poderosas y persistentes. Por lejos que nos remontemos en la g¨¦nesis de los procesos de civilizaci¨®n, y por diversas que sean las ¨¢reas examinadas, la esfera del viaje posee siempre una riqueza de proyecci¨®n que va m¨¢s all¨¢ de la mera utilidad. Al lado de los rendimientos inmediatos, como la caza, el comercio o el intercambio, aparecen las dimensiones de la exploraci¨®n y el descubrimiento: la aventura -vivir a la aventura- surge naturalmente como una necesidad que, integrando las actividades de supervivencia, inclina al hombre hacia algunos de los ¨¢mbitos decisivos del territorio simb¨®lico.Podr¨ªamos ser incluso m¨¢s contundentes: en cuanto "animal simb¨®lico" el hombre es en todos los casos un viajero. Esta es la figura com¨²n que protagoniza las divers¨ªsimas descripciones que hemos recibido de las aventuras sagradas, m¨ªticas, m¨¢gicas, m¨ªsticas o mist¨¦ricas; es decir, de esos jirones de la experiencia humana que bajo nombre, ritos y liturgias distintos apuntan hacia aquel horizonte en el que se desvanece lo directamente aprehensible y emerge lo in controlable. Sea cual sea la naturaleza espec¨ªfica del trayecto -irreductible, desde luego, en cada caso individual- la imagen que ha llegado, y llega, a nosotros nos conduce al viaje en forma de camino inici¨¢tico o de retorno al origen. Frecuentemente adoptando ambas formas simult¨¢neamente.
En ¨ªntima relaci¨®n con es tas circunstancias tambi¨¦n el espejo del viaje nos informa de la experiencia est¨¦tica como traves¨ªa de lo sensible que otorga un tipo de conocimiento que trasciende los m¨¢rgenes de la conciencia cotidiana. Como el resto de los itinerarios simb¨®licos tambi¨¦n el est¨¦tico comporta una tensi¨®n, nunca resuelta pero no por ello menos fecunda, entre nuestro lugar en el seno del presente y un no-lugar (o l¨²gar inefable) que en gran medida se corresponde con la geograf¨ªa ilimitada del reino del deseo. En su estatuto, siempre provisional, de sujeto est¨¦tico el hombre es por as¨ª decirlo, el viajero arquet¨ªpico que explora imaginativamente la naturaleza de este reino.
Nada tiene de casual, por tanto, que se haya asociado asimismo la creaci¨®n art¨ªstica y el viaje: viaje hacia nuevos mundos en el que el art¨ªfice act¨²a como explorador que, mediante su obra, invita al destubrimiento. En el caso de la tradici¨®n occidental el desarrollo de la literatura es particularmente elocuente si tenemos en cuenta que dos de sus grandes momentos fundacionales, Homero y Dante, se articulan d¨¦ modo expl¨ªcito alrededor de la figura del viajero. La odisea de Ulises podr¨ªa entenderse tambi¨¦n como lo que ser¨¢, y es, la literatura en cuanto a viaje a aquel no-lugar del deseo; otro tanto sucede con la Comedia, m¨¢s orientada ya hacia nuestra sensibilidad al proponerse Dante como protagonista de su propio periplo, primer viaje puro de la conciencia en el que se confunden admirablemente los desplazaImientos f¨ªsico y mental.
En la literatura moderna la identificaci¨®n con el viaje se ha agudizado todav¨ªa m¨¢s, probablemente como consecuencia del debilitamiento, y a un desmoronamiento aparente, de las experiencias simb¨®licas tradicionales -arrastradas por el declive de lo religioso- y, en contrapartida, con el creciente prestigio de la experiencia est¨¦tica, la ¨²nica confesable desde una mentalidad moderna. La sustituci¨®n del antiguo r¨¦gimen espiritual implic¨® que en cierta manera el arte invadiera el resto de los terrenos simb¨®licos: bajo la m¨¢scara art¨ªstica permanec¨ªan, camuflados, los restos de lo sagrado, del mismo modo que la din¨¢mica art¨ªstica asum¨ªa las derivas m¨ªticas.
La exaltaci¨®n del viajero en la cultura moderna guarda una estrecha vinculaci¨®n con la exaltaci¨®n del artista, y ambas exaltaciones, adem¨¢s, se fundamentan en un cierto peregrinaje de la libertad que ocupa el espacio abandonado por el anterior sacerdocio de la salvaci¨®n. El viajero es el artista que atraviesa las geograf¨ªas del mundo; el artista es el viajero que atraviesa las geograf¨ªas de la subjetividad: culturalmente ambas siluetas se funden a menudo en un ¨²nico prototipo, el del hombre a la b¨²squeda de otro tiempo, de otro lugar, de aquel universo en formaci¨®n en el que la realidad todav¨ªa no est¨¢ ordenada por completo y facilita, por tanto, intervalos de libertad.
La literatura de los siglos XIX y XX ofrece una enorme cantidad de met¨¢foras sobre los fines del viaje. Si las con trastamos con las paralelas reflexiones de los viajeros del mismo periodo hallamos un n¨²cleo inalterable: considerado en profundidad el fin del viaje es no tener fin. Kant escribi¨® algo similar con respecto a la experiencia est¨¦tica. Sin embargo, en la experiencia del viaje esta afirmaci¨®n se ampl¨ªa porque el aut¨¦ntico viajero -el viajero esencial, por as¨ª decirlo- es aquel que realiza un viaje que no se agota por cumplirse un objetivo y al que nunca se pone definitivamente t¨¦rmino. El viajero esencial es aquel que, por expresarlo con el verso de Baudelaire, "parte por partir" y que, recordanto el t¨ªtulo de la novela de Joseph Roth, emprende una "fuga sin fin". El rumbo es, ciertamente, hacia el no-lugar, el intervalo de la libertad, el reino del deseo, un territorio que es al mismo tiempo todos los territorios y ninguno.
Esta experiencia del viaje es la que est¨¢ amenazada por la masificaci¨®n y banalizaci¨®n del viaje a trav¨¦s del turismo de masas. A este respecto, del mismo que hablamos de contaminaci¨®n ambiental, urban¨ªstica o ac¨²stica, como enemigos de nuestro entorno, deber¨ªamos empezar a hablar de contaminaci¨®n tur¨ªstica, forma totalitaria del ocio que, al destruir implacablemente el campo de acci¨®n vital del viajero, destruye asimismo la posibilidad de una de las experiencias simb¨®licas fundamentales del hombre. En este sentido la tiran¨ªa embrutecedora del turismo de masas, el cerco al viajero, es un peligroso saqueo del reino del deseo.
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