La coleccionista de arte
Un relato de Miro el cuadro que hay sobre la chimenea: es de alg¨²n mediocre maestro de principios del siglo pasado. Representa el gabinete de un coleccionista de arte, un hombre con casaca dieciochesca de terciopelo verde rodeado por muchos cuadros que penden de las paredes. La cabeza le cae sobre el pecho, las manos se aferran a los brazos del sill¨®n: las pinturas abruman al coleccionista en el sal¨®n mal iluminado. Son figuras de bosques y r¨ªos fulgurantes, sombr¨ªas plazas con estatuas, dioses y diosas, ruinas, nubes para que los cielos no sean un insulso tel¨®n celeste. Me acuerdo de aquel cuadro como si lo estuviera viendo ahora mismo. Yo miraba el cuadro durante los silencios en el comedor de Villa Lodovigi, para que me pesara menos el mutismo castigado y punzante de Alessandra. Empez¨® a hablar, a bromear, a re¨ªrse, despu¨¦s de contarme su secreto, el secreto que escond¨ªa la pintura del coleccionista de cuadros. Cuando Alessandra no me contagiaba su mutismo doloroso, la vieja Giovanna me somet¨ªa a la intranquilidad de querer entender algo de su parloteo incansable, inaudible, m¨¢s bien un movimiento de los labios y un sinf¨ªn de muecas y ¨¢giles zigzagueos del tenedor y el cuchillo. Comida a cornida, fui aprendiendo que la vieja, Giovanni, siempre me repet¨ªa la misma historia, una historia que transcurr¨ªa en Espa?a, en 1936, donde su marido hab¨ªa sido un h¨¦roe.
La primera vez que com¨ª en aquella casa nos sentamos cuatro a la mesa: la joven, la madre, la madre de la madre y yo. La joven miraba el plato, me miraba de reojo, hac¨ªa gestos de fastidio: se avergonzaba de sus mayores, como todos los j¨®venes que est¨¢n perdiendo la inocencia y a¨²n no la han perdido del todo. La madre, Adriana, me ped¨ªa sin una palabra que fuera paciente con la vieja y con la joven. Adriana no, abandonaba nunca un rictus de sacrificio y recriminaci¨®n. Algo sacrifica por ti, algo le deb¨ªas: la atenci¨®n que te prestaba al exigirte tu atenci¨®n; todo lo que hab¨ªa hecho por ti: el peinado, el maquillaje, experto y meticuloso, la manicura, la elecci¨®n ole un vestido, las horas que hab¨ªa pasado arregl¨¢ndose para que la vieras. Me acuerdo de sus manos perfectamente cuidadas, de las pulseras que tintineaban cuando se llevaba la copa a los labios con la mano izquierda, su mejor mano.
Entonces irrumpi¨® en la habitaci¨®n el doctor Sanseverino. Siempre llegaba tarde el doctor, y as¨ª viv¨ªa en una ilusi¨®n de actividad incesante. Torturaba conejos en una torre, desde donde bajaba a la casa un olor a madriguera. Se hab¨ªa quedado en la casa cuando trat¨® en sus ¨²ltimos d¨ªas al magistrado Del Duca, el padre de Alessandra. Tambi¨¦n Sanseverino lo mat¨®, me dijo Alessandra una noche. La muerte fue f¨¢cil: lo peor fue la agon¨ªa, el dolor y el terror mientras lo envenenaban sin piedad y lo drogaban caritativamente para que sufriera menos. As¨ª hablaba Alessandra, y re¨ªa hist¨¦ricamente, mientras la madre buscaba por la casa, arriba y abajo, inquieta y veloz como una mosca saludable, algo que hab¨ªa perdido Alessandra chillaba y lloraba cuando la madre registraba sus dos habitaciones.
-Yo no he robado nada.
Pero la casa era apacible, sumergida en un ritmo vegetal y silencioso. No me cost¨® mucho quedarme all¨ª, nadando en la piscina, viendo en el v¨ªdeo pel¨ªculas de Clint Eastwood, dibujando gasolineras; mientras Alessandra inventaba y me contaba cada noche su vida joven, cada noche una vida distinta. Mi primera irritaci¨®n pas¨® pronto, la indignaci¨®n del primer d¨ªa. Hab¨ªans acabado de comer, ya me desped¨ªa de la abuela Giovanna y la madre Adriana para volver a mi hotel, y Alessandra me llev¨® al estudio del cantante muerto, y abri¨® una puerta y sobre una cama estaba mi bolsa de viaje, las bolsas con los libros que hab¨ªa comprado aquel agosto en Roma.
-Me he permitido pedirle a una amiga de confianza que recogiera tu equipaje y pagara tu cuenta en el hotel. Quiero que te quedes conmigo.
Me sent¨ª indignada. Me imagin¨¦ a una camarera entrando en mi habitaci¨®n, manoseando mi ropa y mis maquillajes.
-No te preocupes, todo est¨¢ en orden. Mira, por favor, s¨ª falta alguna cosa.
Alessandra no entend¨ªa que alguien se irritara cuando ella hac¨ªa lo que se le antojaba sus deseos coincid¨ªan con la l¨®gica del mundo. Quien la contradijera actuaba contra la l¨®gica del mundo. Yo tom¨¦ mi bolsa, mis libros, y, buscando la salida, atraves¨¦ el estudio lleno de m¨¢quinas, aparatos y cables; teclados, guitarras el¨¦ctricas, grabadoras y mesas de mezclas. Los hombres les temen a las mujeres: el cantante Belli habla metido tantos aparatos en aquel cuarto para que las mujeres, no pudieran entrar. Entonces me sobrecogi¨® el golpe, el jarr¨®n contra las teclas del ¨®rgano Hammond, y vi los cristales, las margaritas en ¨¦l suelo, el agua que goteaba. La cara de Alessandra era la m¨¢scara de la ira y la m¨¢scara del dolor, con una moradura en el p¨®mulo.
-T¨² quieres que me maten.
Yo no quer¨ªa que mataran a nadie, as¨ª que me vi viviendo en la casa retorcida donde todos los d¨ªas eran el mismo d¨ªa, d¨ªas estancados como el agua de los floreros. En la piscina Alessandra me hablaba del cantante Belli, el segundo marido de su madre, y en su cuarto me ense?aba fotos y m¨¢s fotos de Belli, aquel muerto que no envejec¨ªa y a¨²n cantaba en las grabaciones que, vigilando la aparici¨®n de Adriana, como dos ni?as escondidas dentro de un armario, olamos en el dormitorio que hab¨ªa sido del cantante y ahora usaba yo. Belli era un cantante de cajas de ritmos, poca voz y mucho gusto. Y yo dibujaba gasolineras, gasolineras ondulantes, exactas como se?ales de tr¨¢fico. Y en la sobremesa acompa?¨¢bamos a la abuela Giovanna a su habitaci¨®n: su marido, el magistrado Lodovigi, hab¨ªa sido el magistrado m¨¢s joven de Italia y el primer soldado que entr¨® en M¨¢laga reconquistada en febrero de 1937. Hab¨ªa una bandera de Espa?a en la habitaci¨®n de la vieja, y la vieja, reci¨¦n comida, se encend¨ªa de rojos y amarillos mientras iba que d¨¢ndose dormida. Los dos jardineros viej¨ªsimos nos acompa?aban, dos camaradas del magistrado, que lo vieron morir en un tiroteo en las calles de Roma una madrugada de 1944, hac¨ªa 50 a?os.
Y revoloteaba por la casa la Mujer Mosca, Adriana, registrando aqu¨ª y all¨ª, debajo de los cojines y encima de los muebles. A veces pon¨ªa tanto inter¨¦s en que me sintiera c¨®moda que consegu¨ªa incomodarme. Pero en Villa Lodovigi conoc¨ª algo que ahora podr¨ªa llamar felicidad: all¨ª tuve una amiga que me necesitaba para vivir en paz, y as¨ª yo, que no ten¨ªa un mundo propio, pod¨ªa vivir en el mundo de Alessandra. Cada vez que me ve¨ªa en el espejo, me parec¨ªa m¨¢s a la imagen que recuerdo de mi madre, y me horrorizaba, pero se me olvidaba cuando Alessandra me contaba sus muchas vidas.
Alessandra procuraba no abrumarme, e incluso me permit¨ªa caminar sola por los alrededores. Me hab¨ªa fijado una tarea: yo sacaba a pasear al perro, un anciano y cabizbajo teckel, a la ca¨ªda de la tarde, antes de cenar, por el Lungotevere Prati, bajo las estatuas de la Justicia, la Fuerza y la Ley. Y Alessandra no se inmiscu¨ªa cuando, ante la mirada flilos¨®fica del anciano teckel, yo charlaba en el garaje con el polaco que limpiaba zapatos y adivinaba el futuro en los posos del caf¨¦, o con el nuevo mayordomo de la casa, el recepcionista Rinaldi, que una noche me dio una aspirina en el Albergo Dogana.
Rinaldi no recordaba nada de la noche del 28 de julio, nada; ni siquiera a m¨ª, porque la mayor virtud de aquel hombre resid¨ªa, m¨¢s que en sus acciones, en lo que no dec¨ªa ni hac¨ªa ni sab¨ªa. Dec¨ªa el recepcionista: lo que no se sabe no hace da?o. Y, cuando le pregunt¨¦ al polaco Wilamowitz si fue amigo de Belli, si conoci¨® al adivino Hofmann, el polaco me respondi¨® que ¨¦l pod¨ªa adivinar el futuro, pero no el
pasado. Yo dibujaba gasolineras en el cuarto de Alessandra, y mi amiga me le¨ªa Febbre, de Sandro Penna, el libro que m¨¢s amaba Belli, y me le¨ªa la misma p¨¢gina dos y tres veces, y yo le preguntaba si fue amante de Belli, su padrastro, y Alessandra se re¨ªa.
-?Lo mataste?
Se re¨ªa tambi¨¦n hasta que un d¨ªa me dijo muy seria:
-Estaba vivo cuando mi madre lleg¨® al hotel: iba busc¨¢ndonos a nosotros y al cuadro.
Tambi¨¦n Adriana hab¨ªa estado en el hotel la noche en que muri¨® Belli? As¨ª me enter¨¦ de lo que buscaba agoniosamente la madre: una peque?¨ªsima tabla, del tama?o de una postal, pintada por Giorgio de Chirico en 1913. Belli el cantante se lo hab¨ªa regalado a Alessandra el d¨ªa de su cumplea?os, y aquel cuadro m¨ªnimo y grande hab¨ªa dado lugar a un rid¨ªculo ataque de celos de la madre, Adriana, la Mujer Mosca, esposa del joven Belli: Adriana exigi¨® el cuadro que hab¨ªa sido comprado con su dinero.
Entonces desapareci¨® el m¨ªnimo cuadro de De Chirico. Yo vi el cuadro una madrugada en que Alessandra y yo nos desvelamos cont¨¢ndonos secretos en la casa dormida. A m¨ª, en aquellos d¨ªas calurosos y h¨²medos, me costaba mucho irme a la cama. Me dorm¨ªa pensando cu¨¢ndo llegar¨ªa la ma?ana; y me despertaba esperando que se hiciera de noche. Me parece vivir otra vez aquella madrugada: Alessandra me lleva al comedor, me pide ayuda para subir a la chimenea y despega, de entre los cuadros pintados en el cuadro del gabinete del coleccionista, en una esquina, en el rinc¨®n m¨¢s humilde, el cuadro de De Chirico. All¨ª estaba el cuadro perdido. As¨ª Alessandra miraba todos los d¨ªas el regalo que le hizo Belli el cantante, y as¨ª evitaba que cayera en poder de Adriana.
Ahora yo estoy mirando el cuadro: tres mujeres de larga sombra miran la estatua de un hombre dormido o muerto. Alessandra devolvi¨® aquella madrugada el cuadro a su escondite, y de all¨ª lo rob¨¦ yo, antes de que pasara una semana. Lo saqu¨¦ de Villa, Lodovigi una tarde que fui a pasear al perro meditabundo, al que liber¨¦ frente a las puertas y las estatuas inmensas del Palacio de Justicia. Yo me alejaba, y el perro me segu¨ªa, hasta que empece a cruzar el puente Umberto I. Sent¨ªa en mi espalda los ojos del perro, los ojos petrificados de la Justicia, la Fuerza y la Ley.
Era el 27 de agosto, d¨ªa de mi. cumplea?os. En la soledad de Roma me acompa?aba el cuadro de De Chirico. Sin m¨¢s equipaje que el cuadro, el pasaporte y el dinero, tom¨¦ en la estaci¨®n Termini el expreso que a las diez de la noche sale hacia Mosc¨². Llega a Venecia a las seis de la ma?ana, y a Trieste poco despu¨¦s: a la hora en que los caf¨¦s sirven los primeros desayunos. Desayun¨¦ en Trieste, en el caf¨¦ del Albergo Abazia, y all¨ª romp¨ª la carta que, con el bol¨ªgrafo y el papel que me dio el revisor del coche-cama, le hab¨ªa escrito al comisario Muratori. Le contaba lo que sabia, la historia que averig¨¹¨¦ o invent¨¦ en Villa Lodovigi: la historia del coche con que hab¨ªan querido matarme, las historias de los dos ancianos jardineros, el m¨¦dico Sanseverino, el adivino polaco y el recepcionista del Albergo Dogana. Romp¨ª la carta, porque ?ad¨®nde iba a mandarla? Y, adem¨¢s, yo nunca hab¨ªa estado en Villa Lodovigi, porque yo no conoc¨ªa a Alessandra, que un d¨ªa me pidi¨® que no la nombrara nunca.
Aquella noche mir¨¦ mucho el cuadro de Giorgio de Chirico antes de dormirme en el tren Roma-Mosc¨²: qu¨¦ alegr¨ªa, aquella complicidad entre Alessandra y yo, mientras mir¨¢bamos el cuadro y com¨ªamos con Adriana, que buscaba mani¨¢ticamente el cuadro y lo ten¨ªa ante sus ojos. Miro el cuadro y veo a los personajes principales de la historia: tres mujeres que miran a un hombre dormido o muerto, el hombre y las tres mujeres de Villa Lodovigi, y yo, que los miraba a todos. El cuadro de De Chirico fue la primera pieza de mi colecci¨®n de arte. Es mi preferida. Quiz¨¢ otro d¨ªa cuente c¨®mo consegu¨ª la segunda.
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