Jugo de papas
En un pa¨ªs donde las caras de B¨¦lmez han de rivalizar con Las Meninas, es probable que alguien se acuerde de aquel enviado especial de Su Santidad que se present¨® en Florencia un d¨ªa para que Giotto le asesorara a cerca de los valores m¨¢s seguros entre los nuevos pintores de la escuela florentina. Una vez obtenida esa informaci¨®n delicada, el enviado se dirigi¨® a Siena. Y all¨ª charl¨® por los codos con los maestros de la nueva pintura, se :empap¨® de sus curiosas teor¨ªas, conoci¨® sus costumbres y, adem¨¢s, obtuvo un dibuj¨® de cada uno de ellos para que el Santo Padre, pagano al t¨¦rmino, tendiera al majestuoso encargo a la luz de un buen ejemplo.O sea, que el dichoso enviado especial era un profesional concienzudo, con estricta conciencia de que el que paga salivar¨¢ mejor si tiene datos fidedignos sobre la intimidad (an¨¦cdotas, costumbres, muecas), y una plasmaci¨®n ejemplar de la evidencia. Finalizada la misi¨®n de conjunto, el enviado papal vuelve a detenerse en la ciudad de Florencia. Se supone que quiere agradecerle a Giotto los servicios prestados, contarle un poco su estancia en Siona y cambiar impresiones. Pero sobretodo, no quiere que, al final, su pintor preferido se quede a dos velas. Tambi¨¦n ¨¦l ha de darle un dibujo; para que el Papa, al apreciarlo de cerca, se sienta arrebatado a exigirle una dosis mucho mayor. De esta guisa, el portento quedaba aupado y asegurado el bienestar del artista. Ni corto, ni perezoso, Giotto, en cuanto escuch¨® el ruego por aspersi¨®n, cogi¨® una hoja de papel y, sobre ella, traz¨® un c¨ªrculo con un pincel te?ido de rojo. Al hacer eso, mantuvo su brazo pegado al cuerpo y logr¨® que su mano girase a la manera de un comp¨¢s. Lo afirma Vasari, que no fue un cualquiera: "El trazado de dicho c¨ªrculo fue tan perfecto que era una maravilla contemplarlo".
Luego Giotto sopl¨® sobre la hoja centr¨¢ndose en el c¨ªrculo rojizo, y, al tiempo que esbozaba una sonrisa, se la ofreci¨® al enviado as¨ª: "Aqu¨ª tiene el dibujo, solicitado". Aunque concienzudo, como ya confesamos m¨¢s arriba, el enviado del Papa pens¨® que todo aquello iba, de la sonrisa al c¨ªrculo, de puro cachondeo. Por eso, aunque ya comprensivo con las excentricidades de los artistas, pens¨® tal vez que el Santo Padre iba a decir, con cierta l¨®gica, que hasta ah¨ª -se?alando al cielo- podr¨ªamos llegar. Pudo, pues, en rigor, reproducir tal cual ese plural mayest¨¢tico. Pero no, se ci?¨® a su papel de experto levemente sobrepasado por la circularidad de una broma. En consencuencia, y en plan bastante neutro, se anim¨® a preguntar: "?Es esto todo lo que voy a llevarme?". Ante ese g¨¦nero de desconsuelo, la sonrisa de Giotto se transform¨® en ira: "Es m¨¢s que suficiente. Si es colocado al lado de los otros, se apreciar¨¢ en seguida la diferencia".
Se sit¨²a el relato en lo toscano para no tener que hablar de Malevicht, Mondrian, Rothko o T¨¢pies, altamente sospechoso de haber vaciado de contenido, "de tema" ese espejo sublime de la realidad que para muchos y notables tiene que ser la pintura. Y de lo relatado se deducir¨¢, por lo menos, que los pintores son gente muy enigm¨¢tica. Pero hay espectadores empe?ados en no dejar ni rastro de ese enigma, Sin complejos y sin importarles un r¨¢bano la pintura, algunos hoy clarifican, como por instinto, todo lo que ya estaba en los antiguos escritos: de Lomazzo a Le Brun, emperrados ambos en en cerrar las pasiones en los movimientos faciales. Por esa augusta v¨ªa, la expresi¨®n de la ira se caza al vuelo: el personaje pintado ha de tener los ojos inflamados, "extraviada y chispeante la pupila", grandes las ojeras, los dientes apretados, arrugada la frente, unos labios cerrados y desde?osos... Esos ¨²tiles t¨®picos sobre las reglas de las expresiones reverdecen de pronto, convertidos en ocurrencia nuestra, para que agradezcamos, por encima de todo, que la pintura de verdad se explique. ?Como si para eso se necesitaran pinceles! Y as¨ª sufre el artificio, paralelo a la vida, ese ba?o de comprensi¨®n vengativa que, de golpe y porrazo, ha en contrado reparador remanso en el retrato que Vel¨¢zquez hiciera del Papa Inocencio X. He ah¨ª la verdadera ampliaci¨®n del museo de El Prado: ese regodearse con el reconocimiento de todo un car¨¢cter. Ya s¨®lo falta, por seguir con lo nuestro, que alguien le lance un gargajo. Se cuenta, a todo esto, que en las juguer¨ªas mexicanas tuvieron que retirar un cartel cuando Juan Pablo II fue por all¨ª de visita. El que all¨ª se quit¨®, tendr¨ªan aqu¨ª que imponerlo: "Jugo de papas".
Babelia
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