A tapar la calle
Ya no quedan ni plazas ni mostenses, una ciega y compacta mole de ladrillo ocupa el centro (le este solar hist¨®rico, un edificio sin alma y sin historia, un mercado que vino a sustituir al antiguo y modern¨ªsimo esqueleto de hierro que antes cumpl¨ªa su mismo cometido. A?os despu¨¦s otro dinosaurio eiffeliano caer¨ªa abatido en la plaza de La Ceba(la, y ser¨ªa sustituido por una mole similar, m¨¢s fea si cabe que esta de Los Mostenses, abreviatura castiza para obviar el trabalenguas de premostratenses, leg¨ªtima denominaci¨®n de los frailes que ocupaban uno de los muchos conventos derruidos por el imp¨ªo Jos¨¦ Bonaparte, pionero del urbanismo moderno, al que sin duda hubiera molestado ver una de sus plazuelas desplazada por semejante mamotreto, aunque en su interior funcione uno (le los m¨¢s reputados mercados madrile?os que en sus or¨ªgenes estuvo especializado en pescado y volater¨ªa.?Por qu¨¦ desaparecieron estos parientes madrile?os de la torre Eiffel?, y sobre todo ?qu¨¦ se hizo con tantas y tantas toneladas de hierro? ?stas son preguntas que sin duda podr¨ªa responder un excelent¨ªsimo y puntual corresponsal de estas p¨¢ginas, (don Enrique de Aguinaga, periodista, funcionario y cronista municipal de vasta experiencia profesional en el tema de los abastos, replicante habitual cada vez que en esta secci¨®n se trata de cualquier cuesti¨®n referida a los mercados madrile?os.
De la plaza de Los Mostenses, en la que viv¨ªa, a la de La Cebada donde sol¨ªan llevarse a cabo las ejecuciones p¨²blicas, hizo su ¨²ltimo y fatal viaje en 1854 un siniestro individuo, don Francisco Garc¨ªa Chico, jefe de polic¨ªa de Madrid, al que el moderado cronista R¨¦pide retrata como "esbirro terrible que persegu¨ªa sin piedad a los denunciados por ideas pol¨ªticas" y "hombre c¨¦lebre por sus arbitrariedades y crueldades". Garc¨ªa Chico hizo recaer sobre su persona las sospechas de las autoridades pol¨ªticas por su fastuoso tren de vida, que obviamente no se correspond¨ªa con sus emolumentos funcionales y fue procesado y encarcelado por vender a buen precio sus favores administrativos excarcelando a delincuentes con posibles y dando cobertura y protecci¨®n a toda clase de criminales a cambio de un porcentaje de sus ganancias. Garc¨ªa Chico sali¨® pronto de la c¨¢rcel por sus valiosas influencias, pero no pudo evitar las iras populares durante las jornadas revolucionarias de 1854,cuando una muchedumbre de indignados ciudadanos le llev¨® en volandas hasta el pared¨®n de fusilamiento.
No hay nada que recuerde en este lugar las vicisitudes del pasado, a excepci¨®n de alguna que otra casa de vecindad decimon¨®nica, casas modestas y bien plantadas que resucitan a poco que se revoque su fachada y se les saque lustre a sus balcones. Si hemos de creer a las placas, la plaza se reduce a un m¨ªnimo ensanche entre las calles del ?lamo y de Antonio Grilo, pero los vecinos y habituales ignoran las denominaciones de las callejas que bordean el mercado y siguen llamando de Los Mostenses al espacio que se abre a espaldas de ¨¦ste, olvid¨¢ndose del escritor Ricardo Le¨®n, que ostenta el dudoso honor de apadrinar un aparcamiento y las contrafachadas de un edificio de la Gran V¨ªa coronado por la alegor¨ªa escult¨®rica de La Uni¨®n y el F¨¦nix. El espacio que rodea el parking configura un paisaje de suciedad y abandono, propio de un patio trasero por partida doble, de la Gran V¨ªa y del mercado, pero tan desolado panorama no arredra a la exuberante y nocturna clientela de Salsaparking, leg¨ªtimo underground, peque?o garito camuflado en el subsuelo del aparcamiento, entre gases y holl¨ªn, donde se bailan ritmos latinos hasta el amanecer al son de las congas y las maracas.
Entre la variada y cambiante rotulaci¨®n comercial de la plaza, en la que caben un top less, un bar rociero, varias tabernas, un restaurante, un pub, una peleter¨ªa, una boutique del caviar y una compa?¨ªa a¨¦rea, deslumbra el reclamo de un vetusto establecimiento llamado El Sol Sale para Todos, mensaje optimista y reconfortante donde los haya, vestigio de otros modos y tratos comerciales.
En la taberna La Fortuna, cl¨¢sica y cabal, especializada en chorizos a la llama, la diosa que da nombre al local muestra todos sus encantos en una composici¨®n pict¨®rica que delata su antig¨¹edad en la p¨¢tina acumulada por el humo y en el detalle de que los billetes que derraman sus generosas manos son de 25 pesetas. No fue muy generosa La Fortuna con el solar del antiguo convento, ni con los palacios y caserones que junto a ¨¦l se ubicaban, la construcci¨®n del ¨²ltimo tramo de la Gran V¨ªa acab¨® de borrar sus rasgos de identidad, y el mercado, que le dio vida e industria, le quit¨® el aire.
En el zagu¨¢n de una tienda abandonada, un vagabundo guarda su precario ajuar nocturno, consciente de que el amasijo parduzco que forman su colch¨®n mugriento, las aireadas mantas, los trapos y los cartones, no ha de suscitar la codicia ajena. Se ven' cristales rotos, ruinas de lo que fueron pr¨®speros negocios cuando la Gran V¨ªa era v¨ªa de prosperidad y paseo obligado de nativos y for¨¢neos. El desbarajuste arquitect¨®nico circunda el mercado con edificios que un d¨ªa pretendieron la modernidad y envejecieron de golpe arrinconados en este c¨¦ntrico exilio. En tan variada muestra de estilos sin estilo se impone la apabullante fachada lateral de un cine de la cercana y pr¨®xima arteria que, privado de los cartelones pintados que hasta hace poco anunciaban los filmes de estreno, se da un aire a cuartel general de la Gestapo fuera de uso, en el que las esv¨¢sticas, arrancadas apresuradamente, hubieran dejado un resto de herrumbre.
La luz de la Gran V¨ªa se detiene en el umbral de esta plaza oscura, condenada como tantas hermanas suyas del centro a la fealdad y la desidia, uno de esos cuartos trasteros que nadie se preocupa por decorar o arreglar, salvo algunos artistas, no muy notables, del spray y los infatigables empapeladores de la carteler¨ªa publicitaria con sus abigarrados y espont¨¢neos collages y decollages guiados por el azar.
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